«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 13

Ilustra la novela Los crimenes de Atapuerca

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 13

Dos días después, el coche azul BMW cobalto que conduce la inspectora Luisa Baeza cruza la Nacional. El subinspector Aduriz va sentado en el asiento del copiloto. Piensa en su hijo, que pronto va a nacer. ¿Será un buen padre? Solo quiere ser un padre al que su hijo no tenga miedo, al contrario de lo que le pasa a él con su padre. Ahora sabe que se hizo policía solo para joder a su padre. No tiene vocación. Ver cadáveres en la mesa de autopsias le descompone. Jamás ha disparado su arma y tener que dispararla le da pavor. Examinar fotografías de cuerpos mutilados, heridos, acuchillados, destrozados de forma violenta, le pone malo. Estudió la oposición para subinspector impulsado por la necesidad de demostrar al mundo que podía hacerlo, impelido por el miedo a fracasar, azuzado por la obligación de decir: «Yo valgo». La alegría de aprobar la oposición le duró menos de una semana.

Sin embargo, Aduriz sabe que su vida está a punto de cambiar por el nacimiento de Iván. La vida te puede cambiar en un solo segundo. A él le va a cambiar. Su hijo y su mujer le importan mucho más que su trabajo. Se esforzará en ser un buen padre. Sin embargo, le acosan las preocupaciones: que el niño no nazca sano y los condene a su mujer y a él a una vida de sufrimiento, que el niño muera dentro de la madre antes de nacer, que Ángela tenga un aborto y pierdan al niño. Tantas cosas pueden ir mal durante un embarazo. Tantas cosas pueden ir mal en una vida. Se acuerda de los padres de Miriam y siente un arrebato de compasión y, a la vez, de alivio por no estar en su pellejo.

Aduriz respira hondo y se obliga a dejar de pensar de esa forma oscura y entrópica.

Yo nado en la piscina bajo el cielo azul caramelo de junio. Me llega la fragante brisa fresca cargada del olor de los naranjos. Se levanta un sol amarillo como un melocotón que calienta la tierra. De repente, oigo el sonido del telefonillo. Me da un vuelco al corazón. Salgo del agua, me pongo la camiseta, siento los pezones inhiestos por el frío que marcan la camiseta y corro al porche a buscar un bañador de Sebastián o Manu. Siempre los dejan secando en la baranda.

Descalza, ando con pasos ligeros por el camino de piedras flanqueado de aligustres y cipreses que lleva hasta la reja de la puerta. La hiedra recorre en zigzag la pared blanca trasera de la casa.

Abro la puerta a una policía a la que no conozco. Va acompañada por ese policía tan guapo, Aduriz.

—Buenos días.

—Buenos días. Soy la inspectora Luisa Baeza. ¿Puedo hacerles unas preguntas a usted y a Andrea? —pregunta Luisa mientras espera frente a la puerta a que yo le dé permiso para entrar.

Fuera está aparcado el Land Rover de Max, el Halcón Milenario.

—Claro. Pasen —digo mientras me aparto dejando el camino libre. Exagero mi buena educación. Quiero caerles bien. Quiero demostrarles que no tengo nada que ver con este crimen. Quiero convencerlos de que soy inofensiva.

—Disculpe que la molestemos tan temprano —dice Aduriz.

—No pasa nada. Por favor. Pasen.

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La inspectora Baeza lleva un maletín negro en su mano derecha. Tiene el pelo moreno recogido en una cola de caballo. Sus ojos negros me perforan con inteligencia. Aparto la mirada con un gesto que pretende ser timidez. Viste un traje pantalón con chaqueta gris marengo. Irradia un aire profesional, respetuoso y severo. Camina con zapatos negros muy brillantes de suela baja.

Me sorprende la belleza de Aduriz. Su pelo muy corto, su nariz romana, sus ojos azules. Me recuerda a un Paul Newman joven sin rizos, más moreno, con el pelo más corto. Se asemeja a un Apolo que destella bajo el sol. El mismo hoyuelo le marca la barbilla. El subinspector se mueve como un felino, impulsado por una actitud serena.

Los acompaño hasta el porche. Subimos los cuatros escalones que conducen a la puerta de entrada. Entramos en la cocina.

Lo primero que siente Luisa Baeza al entrar en la casa y contemplar las grandes estancias, los altos techos, es corrosiva envidia. Ella se crio en una casucha rodeada de fealdad y miseria. Ahora, para compensar, le domina una pasión inmobiliaria que quiere vengar su difícil infancia. Admira el buen gusto de Max Rey. Tiene celos del dinero que el codirector de Atapuerca ha invertido en decorar su casa con sumo cuidado, con cultivado instinto. Envidia su elegancia, su perspicacia astuta para comprar un escritorio Luis XV, un cuadro gigante de San Bartolomé que, junto con un gran espejo biselado con marco dorado, presiden la pared del salón. Luisa también se fija en la gran mesa alargada de caoba, en el sillón Chester del rincón, en la chimenea del siglo xix en la pared que da al porche, en la gran goleta en miniatura en la que se reproducen los velámenes, los altos mástiles de una goleta británica real, colocada sobre el poyete de mármol de la chimenea. Se recrea en las dos sedas chinas negras y grises enmarcadas que están en la única pared libre del salón, unas sedas imponentes. En una de ellas, un músico toca un piano delante de su señor, acompañado de cortesanos, en la otra, unas grullas zancudas se encuentran semisumergidas en una laguna plácida donde sobresalen los juncos y flotan nenúfares. También captan la atención de Luisa los dibujos a carboncillo de cráneos de los omnipresentes Homo antecessors decorando los huecos libres que quedan en las paredes. En el rincón izquierdo del fondo del salón reposa un sillón orejero de cuero negro con una lámpara alta lacada en color cereza. Sobre las mesas hay colocados cuencos art déco, jarrones y búcaros con rosas del jardín que exhalan un olor dulzón. Un aroma decadente impregna toda la estancia.

Luisa baja su vista y siente pisar las hermosas alfombras persas adornadas con motivos florales color burdeos sobre un fondo negro que tapizan los suelos entarimados del salón. Sillas y muebles victorianos.

Una luz dorada y quieta penetra por la ventana y revela el esplendor antiguo y refinado del salón. Max ha invertido sus ahorros en esa casa, pero no ha sabido disfrutarla. Su hija sí. Aún recuerda su infantil y loco intento de adoptarla. Cuánto deseaba ser hija de Max Rey en vez de hija de sus padres.

Voy a buscar a Andrea. Duerme a pierna suelta sobre la cama, estirada como una gata tranquila. Le toco el brazo y la meneo.

—Andrea, levanta.

—¿Qué?

—Está aquí la policía.

—Yaaaa. —Todo su ser protesta por tener que levantarse. Se incorpora, con el pelo como una maraña de zarzas revuelta y crespa. Se pone unos vaqueros y una camiseta negra. Yo aprovecho también para ponerme mis Levi’s 501 con una camiseta blanca que tiene impreso un fragmento de la partitura de las Variaciones Goldberg de Bach.

Una cortina blanca, con un mandarino pintado en ella, aletea en la puerta de la habitación de Andrea. Las mandarinas destellan bajo la tibia luz de la mañana. Andrea cojea hacia el salón. Parece una perra apaleada. Oscuras ojeras de cansancio y tensión marcan su rostro. Yo voy detrás.

Lo primero que piensa la inspectora Baeza es: «¿Cómo le han dejado construir esta casa aquí, en medio de la sierra, a Max Rey?».

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Aunque Luisa lo sabe, por supuesto. Max le ha pedido el favor a la persona adecuada, a un político dispuesto a ayudar a cambio de alguna prebenda.

He ensayado en mi cabeza lo que voy a decirle a la policía, diez mil variantes, a cada cual más desquiciada, diez mil repeticiones en bucle representadas en el escenario aturdido de mi mente, diez mil diálogos mal hilados que buscan no dar la impresión de que estoy a la defensiva, de que oculto algo. No, no vimos nada. A ningún sospechoso. No, no era raro que excaváramos a esa hora. No, no me llevé el móvil. No conocía a Miriam. No hablar de las GoPro ni de las imágenes que grabamos.

Le había pedido a Andrea que llevara la iniciativa durante el interrogatorio de la policía. Ella había accedido.

—¿Quieren un café, un té? —ofrezco como si su visita fuera de cortesía.

—No, gracias —contesta Aduriz.

Luisa Baeza levanta la vista y reconoce a Andrea, la niña que tenía que haber sido ella. Se quedan en silencio mirándose la una a la otra. El tiempo se suspende. Una corriente de consciencia, de recuerdos, de pesadillas, de horas dolidas y baldías, fluye entre ambas.

Andrea y yo nos sentamos como dos alumnas modestas y púberes frente a la mesa de caoba donde nos esperan la inspectora Baeza y el subinspector Aduriz.

—Buenos días.

—Buenos días.

—¿Quién tiene las llaves de Portalón? —pregunta la inspectora Baeza. Aduriz toma notas en una libreta de tapas negras.

 —Solo Max, Jesús y Rafael Espejo. Y Antonio López, la mano derecha de Jesús, creo. Y yo —contesta Andrea.

—¿Y cómo tenías tú una copia de la llave?

—Me hizo una copia Rafael Espejo.

Andrea protege a su padre. Miente. Sé que la copia de las llaves se la hizo Max.

—¿Y tú hiciste más copias?

—No.

—¿Cómo llegasteis a Atapuerca?

—En el Land Rover de Max.

—¿Quién conducía?

—Yo.

—¿Por dónde entrasteis al yacimiento?

—Por la puerta principal.

—El vigilante no os vio.

—Ese nunca ve nada —dice Andrea después de soltar un bufido.

—¿Cómo entrasteis?

—Yo tenía la llave de la entrada principal.

—¿A qué hora entrasteis en Cueva Mayor?

—A las doce de la noche. Lo sé porque estoy tomando antibióticos. Me tocaba la dosis. Y miré el reloj.

—¿Os llevasteis los móviles?

—No.

—¿Por qué? —pregunta la inspectora Baeza.

—Cuando excavo quiero estar tranquila y en paz. No quiero que nadie me incordie.

 —¿Conocías a la víctima?

—Sí. De vista.

—¿Qué relación tenías con ella?

—Ninguna. La había visto alguna vez en alguna fiesta de fin de campaña.

—¿Y tú, Lara?

—No la conocía.

—¿Qué hicisteis la tarde y la noche del martes antes de ir a Atapuerca?

—Estuvimos en casa juntas leyendo, viendo la tele.

—¿Algún testigo?

—Manu y Helena.

Recuerdo que el martes Sebastián estuvo en el Gil de Siloé trabajando con Max.

—¿Excaváis fuera del horario de trabajo?

—Sí. Estoy trabajando en mi tesis. Me gusta excavar a solas.

—¿Sueles hacerlo a esa hora?

—A veces.

—¿Por qué?

—Es una hora muy tranquila —dice Andrea.

—¿Jesús Sinaloa te da permiso?

—Yo no necesito permiso de Jesús para excavar en la Sima de los Huesos.

—¿Visteis a alguien en Atapuerca?

—No.

—¿Os fijasteis en algún coche?

—No vimos a nadie.

—¿Había huellas de neumáticos a la entrada de Portalón?

Recuerdo la cuesta embarrada con mucha pendiente. No había marcas de ningún coche.

—No —contesto. Mantengo las manos debajo de la mesa porque me tiemblan mucho. Los nervios me ahogan. Sin embargo, finjo que estoy muy tranquila. Miro a los ojos a la inspectora para aparentar seguridad en mí misma.

—Hemos encontrado ADN tuyo en el cuerpo de la víctima —dice la inspectora Baeza a Andrea.

—Me acerqué a Miriam y la toqué.

—¿Por qué?

—Quería saber si estaba viva.

—Siendo científica, ¿no sabes que no hay que tocar a la víctima?

—Solo quería saber si vivía y podía ayudarla.

—¿Tenéis las mazas y martillos con los que trabajáis?

—Sí.

—¿Podéis enseñárnoslos?

Andrea asiente, agotada.

 Nos levantamos y fuimos al garaje, donde dejábamos colgados en los percheros nuestros monos y mochilas manchados de arcilla y sedimento. Cogí una de las mochilas azules, desabroché los correajes y enseñé su contenido a la inspectora Baeza, que extrajo dos guantes de látex color blanco de su maletín negro y cogió las mazas, los destornilladores, los martillos con los que excavábamos en nuestras cuadrículas de sedimento y metió las herramientas en unas bolsas para guardar pruebas.

—¿Somos sospechosas? —preguntó Andrea—. ¿Tengo que llamar a mi abogado?

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Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

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