«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 15

Ilustra la novela Los crimenes de Atapuerca

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Un secreto estremecedor en Atapuerca

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 15

Después de que se fueran la inspectora Baeza y el subinspector Aduriz de casa, flotó una calma tensa. Las preguntas de la policía se sedimentaron en las capas de mi agotamiento y mi miedo.

Para no pensar, decidí bajar a la bodega de Max. Descendí los escalones de piedra. Al entrar en la estancia subterránea y encender la luz, suaves focos halógenos —la casa de Max olía a dinero y buen gusto, cultura, buenas viandas y mejores vinos—, noté un descenso de la temperatura. Me fijé en el termómetro atornillado a la pared que medía los grados y la humedad de la bodega. Percibí un leve olor a moho y a frío. Me acerqué a los estantes alabeados donde se apilaban botellas de Vega Sicilia; Pesquera; Arzuaga; Balbás Reserva; Viñarroyo; Pagos de Quintana Roble; Valdubón; Emilio Moro; Finca Resalso; Doce Linajes; Señorío de los Baldíos; Durón; Pingus; Emina y Alión reserva, mi favorito quizás porque me lo había descubierto mi padre durante unas Navidades en Málaga, cuando nuestra familia aún no se había roto por su suicidio.

La bodega era magnífica y estaba muy bien surtida. Cuanto más lenta sea la evolución de un vino, mayores posibilidades de envejecimiento hay, me había explicado papá, que era un enólogo apasionado. Sus ahorros se los gastaba en buenos vinos. A papá le quemaba el dinero en las manos y siempre andaba arruinado. Mi primer sueldo trabajando de camarera en el bar de mi tío, La Chancla, en Pedregalejo, Málaga, se lo di a él para que se comprara caprichos en forma de botellas de vino y se pagara un curso de enología en la Sociedad de Amigos del Vino de Málaga. Papá disfrutó como un loco y, a la vez, estudió con ahínco las diferentes denominaciones de origen, se aprendió de memoria la Guía Peñín de los vinos de España de ese año, retuvo en su cabeza las puntuaciones y características de más de 2600 vinos.

Papá y yo también visitamos juntos muchas bodegas de Málaga, nuevo motivo para ganarme el rencor de mi madre, que se sentía suplantada por mí.

Recuerdo que en una ocasión papá dirigió una cata sobre Remelluri Gran Reserva, un vino que le chiflaba.

—El tono es picota, el borde es violáceo, con un toque de naranja. Parece más joven que el 904. —El gran reserva 904 que habíamos catado con la sociedad la semana pasada—. A pesar de que solo los separan tres años a los dos vinos. La bodega ha mantenido menos tiempo el vino en barrica —dijo papá.

 La alegría de papá fue absoluta cuando le tocó la lotería, dos millones de pesetas. Ocurrió antes de la llegada del euro. No se lo dijo a mi madre y se gastó el dinero en escapadas conmigo a bodegas y en comprar deliciosos vinos que nos bebimos juntos, aunque yo era menor de edad, tenía quince años. Nunca fui tan feliz en la vida como entonces.

Si mi madre le preguntaba a papá por alguna de las botellas que él descorchaba en las comidas durante los fines de semana:

—Es un resto de una feria del Corte Inglés. Un chollo —contestaba papá mientras sonreía con sus ojos resplandecientes de trilero.

Con papá había aprendido que los factores que pueden alterar la calidad de un vino son la temperatura, la humedad de la bodega y el estado del tapón. Mi padre me explicó que muchos vinos se picaban porque el corcho del tapón era malo, por el calor, porque las botellas no estaban tumbadas. Él me enseñó que el vino joven no debe consumirse más allá de los tres años de la fecha de la cosecha que figura en la etiqueta y que un vino de Jumilla no tarda mucho en enranciarse y volverse ajerezado.

Lo ideal era una temperatura fresca y estable como la que había en la bodega de Max. Dieciocho grados centígrados, una humedad del 75 al 80 %, una buena ventilación y sustituir el tapón de los vinos almacenados cada quince años.

Papá también me advirtió de algunas trampas de bodegueros poco escrupulosos y me contó que hasta 1979, cuando se puso en marcha en España la legislación para el control de las añadas, algunos pícaros ponían en la etiqueta un año que no se correspondía con la realidad. Por esa razón ciertas cosechas famosas y legendarias no tenían fin.

Encendí la luz, cogí dos botellas de Alión y subí las escaleras. Emergí en la cocina de un color blanco nuclear, con el calendario de pájaros que se había quedado anclado en 1980, enmarcado en la pared. La estancia estaba bañada en la luz vainilla que irradiaba la lámpara de tulipa amarilla que colgaba del techo.

Abrí la botella. Un vino viejo de más de cinco años en botella revela mejor su aroma si lo descorchas una hora antes de consumirlo. Pero las ganas de tomarme una copa de vino me hicieron saltarme a la torera esa norma.

—¿Te apetece una copa de vino? —pregunté a Andrea cuando entró en la cocina con pinta de llevar el peso del mundo sobre sus hombros.

Ilustra a Nuria Verde, con Enrique Cabeza, un lector

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Un secreto estremecedor en Atapuerca.

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