«Los crímenes de Atapuerca». Novela negra. Capítulo 26

Ilustra la novela Los crimenes de Atapuerca

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en las mejores novelas negras.

Capítulo 26

Max Rey vibra de frustración mientras se bebe una copa de Talisker en su despacho. No ha tenido éxito con los libros que ha publicado. Sus tochos son demasiado difíciles, especializados, herméticos. En comparación con él, Jesús ha vendido muchos más ejemplares y ha triunfado en su papel de divulgador de la investigación en Atapuerca.

Ahora, al repasar su carrera y hacer balance del pasado, a Max le asaltan los remordimientos, una profunda sensación de insatisfacción, un asedio de vida malgastada. Se da cuenta, con amargura, de que ha dedicado muy poca parte de su tiempo a investigar, solo un veinte por ciento del total, y demasiada energía a conseguir dinero haciendo la pelota a tipos que desprecia de fundaciones privadas como la Fundación Botín.

Ahora tintinea el color ámbar oscuro del whisky Talisker bajo los hielos y se tortura mentalmente a sí mismo. Neverita de hotel Zanussi solo para hacer hielo y guardar botellas de agua mineral Solán de Cabras en su refugio del Gil de Siloé.

No ha sido un buen padre, ni un buen marido, ni un buen arqueólogo. Una sensación de futilidad le ahoga. Una sensación de que no ha vivido la vida que ha querido. Todo es remordimiento y olvido.

De repente, se apodera de él un sentimiento de finitud. La fiesta se ha acabado. Siempre ha sabido que va a morir, solo quiere trascender por el conocimiento que deje tras de sí. Ese será su legado. Max Rey no cree en Dios ni en el Más Allá.

Pero le amarga ante las puertas de la muerte —es cuestión de tiempo el que el tumor se le reproduzca— tener la impresión de que ha dedicado demasiada atención y tiempo a gestionar un imperio arqueológico en el que solo durante un mes del año, julio, excavan más de doscientas personas de veintidós nacionalidades. Un imperio del que le acaban de echar.

Max Rey se siente muy solo en Atapuerca. Ya nada es como antes. Todo se ha estropeado. Todo se ha ido a la mierda. La ilusión se ha trocado en desgarro y decepción. Su propia gente —que antes lo apoyaba— se ha vuelto en contra de él. Hace tres años vivió un conflicto que hasta le divirtió. Max sufrió un motín de su propio equipo cuando aplicó una praxis organizativa que él mismo había inventado: la pirámide invertida. Una idea de Max para sacudir a los equipos y revertir el orden jerárquico que rige el funcionamiento establecido en la universidad española y en cualquier yacimiento arqueológico. Se trataba de dar la vuelta a la pirámide poniendo en el mando a la base, los becarios de investigación, y en lo más bajo a los catedráticos y profesores titulares.

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En la teoría era una perspectiva llena de belleza y posibilidades. El placer de poner bocabajo a la jerarquía, pero en la práctica fue un caos brutal que enervó y desquició a gran parte de su equipo. Su decisión cayó como una bomba racimo en la Dolina. Su gente acumuló rencor contra él y alimentó planes para derrocarle. Su gente. La misma gente que le había ayudado en 1981 a levantar el techo de la Dolina con un martillo neumático, a construir una plataforma de listones de madera. La misma gente que sacó toneladas de sedimento estéril durante años sin lograr nada hasta llegar a los niveles de excavación.

La pirámide invertida fue el principio del fin.

No debería beber, aún está debilitado por la quimio. Pero si se va a morir, prefiere pasar sus últimos meses bebiendo whisky de malta y fumando su pipa. ¡Qué más da, coño! La muerte es larga. La vida es efímera y frágil.

Max da vueltas obsesivas a la certeza de que, si se muriese ahora mismo, Jesús se alegraría. Quién lo iba a decir, con lo que se querían antes. Es increíble cómo se deterioran las relaciones y se corrompen los grupos de amigos. Sabe que Jesús, Norberto y Paz lideran un movimiento en la sombra para expulsarle de Atapuerca de forma definitiva. No quieren que vuelva por allí el verano que viene. Duda de Rafael, pero aún pone la mano en el fuego por él.

Sin embargo, Max se resiste como gato panza arriba a irse de su yacimiento. Lo echarán de allí, pero antes sus enemigos, antes amigos, tendrán que pasar sobre su cadáver.

—No sirvas a quien sirvió ni pidas a quien pidió —rumia Max mientras abre la neverita, coge hielos de la bolsa que guarda en el congelador, extrae unos cuantos y los echa en su vaso de boca ancha. Se sirve cuatro dedos más de Talisker. Bebe. La embriaguez le afloja los músculos y los recuerdos.

Atapuerca es puro conflicto, reino del deseo y el sufrimiento, donde se consolidan los impulsos humanos de los que nos aconseja desapegarnos el budismo: ambición, reputación, deseo. Es maya, la ilusión de la que hablaban los hindúes, el matrix de una falsa realidad de lustrosa quincalla creada por el ego y sus ansias de posesión y reconocimiento.

En la vida real, Atapuerca tiene éxito. Es más, Atapuerca muere de éxito. Ha ganado lo que ningún proyecto científico en España ha ganado. A Jesús y a él solo les queda ganar el Premio Nobel.

Pero Max se quiebra en un desgarro de melancolía. Oh, Miriam, Miriam, pobrecita, su amor, su cariño. ¿Por qué ha tenido que morir Miriam, a la que ama sobre todas las cosas? Si creyera en Dios, le escupiría en la cara.

No hay consuelo ni esperanza. Solo vengar a Miriam. Por una vez siente que es más lo que le une a Jesús Sinaloa que lo que le separa.

Foto de Nuria Verde

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