
Sinopsis “Los crímenes de Atapuerca”
A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.
La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.
Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como en las mejores novelas negras.
Capítulo 32
Siempre supe el momento exacto en el que me enamoré de Andrea, igual que te acuerdas del día en que te bajó la regla, igual que te acuerdas de la primera vez que besas a un chico o a una chica, hecha un manojo de nervios, asustada por la intensidad del deseo e inseguridad que sientes, igual que te acuerdas de dónde estabas cuando sucedieron los atentados de las Torres Gemelas el once de septiembre de 2001.
Yo me enamoré de Andrea el primer día de excavación en la Gran Dolina en mayo. Sentí un estallido de felicidad. Sentí una apertura de mi pecho. Sentí que se me caía un velo de los ojos. Sentí que concentraba mis cinco sentidos en otro ser humano, que en ese momento abrazaba a un hombre viejo y enfermo y le ayudaba a subir a la Dolina, tratándole con una amabilidad y un cariño que me deslumbraron.
De repente, Andrea se volvió y me miró con ojos resplandecientes. Era increíble. Me había leído todos sus libros, había curioseado miles de noticias que le tenían a él como protagonista, me había sumergido en artículos y reportajes de revistas como quien se baña en un mar frío, pero aquella mañana de finales de mayo, de cielo azul y quieto que yo asociaba a la infancia y a la felicidad, no fui capaz de reconocer a Max Rey. Luego supe que acababa de superar un cáncer y había estado a punto de morir.
Yo sabía quién era Max Rey. Era imposible no saber quién era: el descubridor de la mandíbula del niño de la Gran Dolina, el paleontólogo que halló una nueva especie: el Homo antecessor en 1994. Pero ese hombre no se parecía en nada a las fotos de Max Rey que había visto en los libros y en Internet. No le reconocí porque era una sombra de sí mismo. Un fantasma.
Esa mañana empapada en quietud, poco después de amanecer, los trigales, los campos de avena y centeno, la tierra, la sierra, los bosques de encinas y quejigos, el robledal, las terrazas, las paredes de piedra caliza, las cuevas cortadas en dos por el Ferrocarril, la Dolina colmatada de sedimento se abrieron ante mí porque me había enamorado de Andrea, la mujer que me había llevado a Atapuerca. La mujer a la que estaba agradecida porque me había cambiado la vida. La mujer que me había hecho creer que mis sueños eran grandes y posibles. La mujer que derrochaba encanto.
«¡Ah, sería genial si fuese mía!», pensé.

Andrea camina por los tablones que protegen el sedimento de la superficie de la Dolina, donde cincuenta personas excavaban, tres por cuadrícula, dan martillazos a destornilladores clavados en el sedimento rojizo, limpian el polvo y la arcilla de las protuberancias de fósiles enterrados, hacen mediciones con una cinta métrica, echan el sedimento sobrante a grandes capachos negros de obra con un recogedor, luego vuelcan su contenido en un gran colector amarillo que baja desde lo alto de la Dolina hasta un contenedor en la base, donde se acumula el sedimento que luego otro equipo de Atapuerca lavará y cribará en las aguas del río Arlanzón, delimitan los contornos de las piedras y huesos con instrumental de dentista, haciendo emerger sus perfiles, apuntan coordenadas geoespaciales en sus iPhone, hacen fotos de los restos que encuentran con las cámaras de sus móviles, sitúan su posición dentro del yacimiento, meten fósiles en bolsas de plástico que datan y firman.
—Aquí hay algo.
—¿Qué es?
—Un fémur de oso.
Andrea empuña una jeringa e inyecta una solución consolidante en el fósil del fémur de oso. Así podrán extraer mañana el fósil sin que se rompa o, al menos, rompiéndose lo menos posible. Porque los fósiles no se desentierran ni enteros, ni limpios, ni lustrosos. No se extraen en piezas sólidas a las que luego hay que desempolvar. En la mayoría de los casos se sacan piezas pequeñas que luego hay que reconstruir, uniendo diminutos fragmentos en puzles por la tarde en los laboratorios.
El horario de trabajo sigue una rutina fija de lunes a viernes en Atapuerca. A las ocho, toque de queda. Hay que levantarse haya pasado lo que haya pasado la noche anterior: alcohol, drogas, sexo, rock and roll. A las ocho y media, desayunamos en la cantina del albergue Gil de Siloé. A las nueve nos subimos al autocar que nos lleva a excavar a Atapuerca. A las nueve y media llegamos y excavamos hasta las once, cuando se hace una pausa para tomar un bocata y un botellín de cerveza. Se vuelve a excavar hasta las dos, cuando se para a comer bajo la carpa blanca de un comedor improvisado con capacidad para más de doscientas personas. A las cuatro nos volvemos a meter en el autocar y de vuelta al Gil de Siloé, donde hay una hora de descanso que la gente aprovecha para ducharse, cambiarse de ropa y echarse media hora de siesta. A las cinco vamos a los laboratorios que se encuentran en un edificio junto al Gil de Siloé. Allí examinamos, bajo los microscopios electrónicos, los fragmentos de fósiles de fauna, industria lítica, que están sellados en bolsas de plásticos muy parecidas a las bolsas de pruebas que utiliza la policía. Cada bolsa está etiquetada. A las siete hay tiempo libre. Y hasta la mañana siguiente.
Fue increíble lo que pasó en el mes de julio de 1994, cuando Rafael Espejo, el responsable en analizar la dentición en Atapuerca, se encerró con Sebastián, con Max, en el laboratorio para estudiar la mandíbula del niño de la Gran Dolina que Andrea, con solo diez años, acababa de descubrir. Diez minutos después averiguaron que el hueso tenía marcas de dientes humanos. Eran caníbales. Ese miedo. Ese mareo, ese desmayo, ese vértigo. ¿Qué iba a decir la comunidad científica?, ¿qué iban a decir los periodistas? Caníbales. Se les iban a echar encima. Era muy polémico. Caníbales.
—Max, mira tú.
—Hay marcas.
—¿Qué opinas?
—Que son de dientes humanos. —¿Sabes lo que significa?

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El estremecedor misterio de Atapuerca.
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Escritora. Autora junto con Gonzalo Toledano del libro “Cómo crear una serie de televisión” (Ediciones T&B) y “El verdadero tercer hombre” (Ediciones del Viento) “Los crímenes de Atapuerca” (Caligrama)
Periodista de RTVE.
2 respuestas a ““Los crímenes de Atapuerca”. Capítulo 32”
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