Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como en las mejores novelas negras los crímenes.

Capítulo 38

Luisa se reunió a las seis de la tarde en el despacho del juez de instrucción del caso, Luis Gaicano, para contarle los últimos avances en la investigación. El juez se reclinó en su asiento y escrutó a Luisa. Suspiró. La estancia se cargó con una melancolía ligera, diáfana, que envolvió a Luisa como una manta. El silencio se remansó y los acercó. Gaicano se inclinó hacia delante y abrió un cajón marrón claro de su escritorio de abeto Périgord. Con gestos lentos y cansados, sacó una botella de coñac Napoleón.

—Son las seis de la tarde. La hora de un aperitivo. ¿Quieres? —preguntó Gaicano.

—Si insistes, te hago el favor —respondió Luisa.

Ella se levantó de su gran butacón de cuero situado frente a la inmensa e impoluta mesa del juez, se dio la vuelta preguntándose si se habría manchado los pantalones —le había venido la regla y el segundo y tercer día del periodo siempre tenía miedo a dejar huellas allí donde se sentaba, aunque se pusiera una compresa extra indicada para las noches y un tampón seguía traspasando el pantalón y las bragas porque últimamente tenía un flujo fortísimo— y le avergonzó la visión del butacón barroco del juez manchado con su sangre, sintió un retortijón menstrual y decidió anudarse la rebeca azul marino alrededor de la cintura aunque no quedase elegante. La limpiaría al sentarse. Menos mal que esta mañana había elegido la rebeca azul marino y no la amarillo pálido. Los hombres nunca pasaban por estas angustias determinadas por la biología. Nunca se preocupaban por manchar el sillón al juez de instrucción, por tener dolores premenstruales, no sentían el sufrimiento del parto ni tenían pechos con dolores punzantes, ni pezones agrietados, ni episiotomías ni desgarros vaginales. Luisa no veía la hora de que le llegara la menopausia para dejar de preocuparse de si manchaba con su sangre los asientos de los coches de la Unidad de Homicidios, la silla frente a su ordenador, el sofá de la sala del café. Tenía más miomas uterinos que bolas un árbol de Navidad. Tenía que ir al ginecólogo, pero le daba un perezón espantoso. Aplazaba la cita una y otra vez. Se resistía como gato panza arriba. Muy en el fondo tenía un pánico atroz a que el médico le diera una mala noticia. Así que hacía lo único que podía hacer: meter sus problemas en una caja, cerrarla, arrinconarla en el rincón más oscuro y recóndito de su cerebro. No pensar en ello.

No debería beber porque el alcohol aumentará su flujo de sangre ya copioso. Pero no pudo resistir la tentación de suavizar el estrés que la cargaba. Se dirigió hacia el mueble licorera vintage tallboy. Abrió una de sus dos puertas de madera decoradas con apliques de bronce dorados y cogió dos vasos chatos, de buen cristal, no como los vasos toscos y verdes Duralex que tuvo en la casa de sus padres. Le fascinaban el lujo y el estatus. No podía evitarlo. Era una forma como otra cualquiera de vengarse de su infancia difícil.

Mientras Gaicano servía el coñac, ella dijo que tenía que ir al baño un momento.

El juez sabía que se estaba haciendo viejo porque cada vez pensaba más en su infancia. Nació en Nogales, Cantabria, en el caserío de su abuela paterna. Pesó casi seis kilos y a punto estuvo de matar a su madre al nacer. Sus padres vivían en Madrid, donde se habían ido huyendo de la pobreza del campo. Su padre era tendero de un ultramarinos de la calle La Bola, muy guapo, rasgos delicados, nariz respingona, pelo rizado y ojos azules, se parecía a un astro de cine. Siempre compraba un décimo de lotería, embargado por la ilusión de que el premio los sacara de la penuria. Pero su padre no tuvo suerte, enfermó de tuberculosis a los veinticinco años y, adivinando la muerte, le dijo a su mujer que lo llevara al caserío. No quería morir y ser enterrado en una ciudad donde no conocía nadie. Su madre cumplió su voluntad, y al poco de llegar a Nogales papá murió. Él tenía tres años.

—Vamos a ver los corderos —le dijo su tío Miguel una tarde mientras le cogía de la mano y lo llevaba al prado al otro lado de la loma verde. Las mujeres lloraban dentro de la casa de piedra.

Su hermano tenía seis meses, un bebé rubio y dulce al que todos quisieron desde el principio. Él era más salvaje, más solitario, más esquinado. Pero su abuela Manuela era muy queredora y le dio el cariño que necesitaba y más. Una mujer que había tenido diez hijos y al final se había quedado sola con el huerfanito. A su hermano José María se lo llevaron a Arguedas, Navarra, y su tía Angelita lo cuidó.

Su madre, con una mano delante y otra detrás, buscó trabajo como auxiliar de enfermería en un hospital de tuberculosos en Navacerrada. Cuando él se salió del noviciado con los padres Dominicos en Caleruega tras sufrir una crisis nerviosa, aunque entonces no se decía así, se decía solo que no tenía vocación —sin embargo, su hermano José María continuó y se ordenó sacerdote—, se reunió con su madre en Madrid y ambos se dieron cuenta de que eran unos desconocidos. Sus vidas eran dos caminos bifurcados. Fue imposible recuperar el tiempo perdido. Se peleaban mucho.

Cuando tenía cuatro años, un día escondió las lentes de la abuela en las oquedades de la baranda de piedra del porche del caserío. Su abuela las buscaba a tientas, con la vista oscurecida y nublada, mientras él se reía a su lado atravesado por una alegría sin motivo.

Su infancia era el caserío con su abuela Manuela. La verde colina, el mar de fondo, el cielo muy azul, las vacas, la miel, el requesón, el cariño de su abuela era donde volvía él ahora una y otra vez después de trabajar toda su vida el olvido.

—¿Dónde están mis lentes? Chitín, ¿tú las has visto? —dijo la abuela con inquietud.

Cuando ella tentaba el hueco donde se encontraban sus lentes, su manita juguetona las cambiaba a otra oquedad del muro.

Nunca fue tan feliz como con la abuela. El juez Gaicano tenía que ir andando a la escuela de Nogales, que estaba a diez kilómetros del caserío. Cuando nevaba, la abuela le untaba mantequilla en gruesas rebanadas de pan que ella misma hacía en su horno y se las daba de desayuno junto con el tazón de leche. De forma instintiva, ella sabía que su nieto tenía que comer mucha mantequilla para que pudiera ver bien en la nieve camino a la escuela, para que el sol no le cegase al refractarse en el hielo. «Vitamina A para los ojos», pensó él cuando ya era un adulto.

En la escuela él se hizo amigo de Amparito, que era una niña linda y buena de un caserío vecino. Un día le enseñó su catecismo, él se lo cogió y lo llenó de garabatos y burdos dibujos. Cuando la maestra lo vio, le repudió como si él fuera un perro sarnoso.

Él era el juguete de la abuela y la abuela era su juguete. Tenían todo el día para jugar. Nunca fue tan libre en la vida como a los cuatro años, sin una autoridad paterna que lo coartase. Su padre estaba enterrado en el cementerio del altozano de la colina que estaba a un kilómetro del caserío. Él era libre.

A la hora de la siesta, Gaicano se escapaba al prado de los cerezos. Se subía a uno de los árboles más altos, trepaba de rama en rama hasta que se encajaba con ambos pies en una horquilla e impulsándose con la cadera se cimbreaba y balanceaba embargado por una sensación de frenesí, embargado por una excitación efervescente que le recorría todo el cuerpo. Se sentía liviano y alegre como si el universo cupiera en la palma de su mano. Se sentía el amo y señor de la vida.

Dos horas después, come con la inspectora Baeza en La Favorita, uno de los mejores restaurantes de Burgos que no te puedes perder si visitas la ciudad según las webs de recomendaciones gastronómicas. Se encuentra en pleno casco histórico, en la calle Avellanos.

Comparten un chuletón troceado al punto con patatas fritas y se beben un Finca Resalso. Luisa va mucho al baño, llevándose el bolso, y vuelve sonrojada.

—Pero ¿cuál es la vinculación del asesino con la víctima? —pregunta el juez Gaicano.

—No lo sabemos.

—Sin eso es dar palos de ciego.

—Ya lo sé.

—Hay algo que no me cuadra.

—¿Qué?

—Muerde en el pecho a la víctima, pero no hay agresión sexual. Las mordeduras están asociadas a violaciones, crímenes muy violentos.

—Tal vez por rabia descontrolada.

—No sé.

—La chica le conocía. No hay heridas defensivas en brazos y manos.

—Y roció a la víctima con lejía para borrar restos de ADN.

—Es un asesinato premeditado, muy bien planeado. Por eso no me cuadra lo de que la mordiera. Un acto descontrolado. Es un comportamiento animal.

—Tienes razón.

 Luis Gaicano se había casado enamorado. Pero ahora Adela, su mujer, se había vuelto más celosa, crítica y posesiva. Prefería pasar el menor tiempo en casa y la mayor parte del día la consumía en los juzgados. Sin embargo, un divorcio a esas alturas le daba pereza. ¿A dónde iba él con sesenta y cuatro años? Su único escape era salir a cazar con Max Rey, al que había conocido en el internado de los Dominicos. Max era un alumno brillante y excéntrico que ya entonces destacaba en ciencias y ocultaba su ateísmo. Nació arqueólogo. Luis no había conocido a una persona más entregada a su vocación que Max.

—¿Y las huellas dactilares?

—Hay tantas huellas dactilares sobre los tablones y en las paredes como para que los técnicos trabajen durante un año.

 —¿Y qué más?

—Hemos comprobado el registro de herramientas de Atapuerca.

—Sí.

—Falta una maza.

—¿El arma homicida?

—Lo más seguro.

—¿Dónde se guardan las herramientas?

—En una caseta que hay enfrente de la Dolina.

—¿Quién tiene llaves?

—Los directores de las excavaciones, Paz, Norberto, Antonio López y los tres directores de Atapuerca, Max, Jesús y Rafael.

—¿Alguno vio algo sospechoso o echó en falta la maza?

—Les hemos interrogado. Dicen que no.

—¿Algo más?

—He pedido la lista de los trabajadores de Atapuerca durante los últimos años, también la lista de los padres y alumnos de la clase de Miriam. He cruzado los datos y nada. Lo único la chica que murió en la Sima hace un año por hipoxia.

—Sí, me acuerdo. Ana Cruz. Una tragedia. Tenía veinticinco años.

—Sí. Era la novia de Andrea Rey. Fue al mismo instituto de la víctima.

—¿Hubo investigación?

—No. Muerte accidental. La chica excavó más tiempo del permitido dentro de la Sima de los Huesos.

—¿Por qué?, ¿no sabía el riesgo que corría?

—Sí. Por lo visto tenía mucha prisa por acabar su tesis. Estaba obsesionada con su carrera académica.

—Mira de lo que le sirven su tesis y su ambición ahora bajo tierra.

—Desde luego.

—¿Y algo más?

Luisa dejaba la bomba para el final. Quería pedirle una orden a Gaicano y sabía que tenía que jugar bien sus cartas.

—Sí. He mirado en nuestra base de datos si algún trabajador tiene antecedentes penales, si lo tenemos fichado. Si hay alguna denuncia.

—¿Y?

—Sí. Hay dos. Rodrigo Martín, paleontólogo, investigador del CSIC en Madrid, condenado a diez años por abusos sexuales a menores cuando era profesor de instituto aquí en Burgos, sí, el mismo instituto en el que estudiaba Miriam, el Manuel Machado. Pero cuando Martín enseñaba allí, Miriam no era una alumna.

—¿Estaba en Atapuerca ese día?

—No. Tiene coartada. Y una buena. Martín estaba en Madrid. Hemos localizado su móvil allí. Y hay un resguardo de su tarjeta de crédito. Cenó con su mujer en una terraza al lado del viaducto, subió la foto a Facebook.

—¿Y el segundo?

—Max Rey. Condenado por agresión. No fue a la cárcel. No tenía antecedentes. Pagó una indemnización de cinco mil euros a la víctima.

Luisa vio el conflicto moral reflejado en la cara del juez. Conocía su amistad con Max. Pero Gaicano era un hombre recto, moral.

—¿Qué pasó? —preguntó el juez Gaicano con un suspiro de agotamiento.

—Se peleó a puñetazos con Jesús Sinaloa en un bar.

—¿Por? Max no es violento.

—Esos dos se llevan a matar. Se pelean hasta por la ciencia. Sinaloa hasta le acusa de meter su ideología política en la ciencia. Max es comunista. Al parecer, Max estaba borracho. Jesús le gastó una broma. Le dijo que el antecessor no era una nueva especie, que Max se había equivocado. La discusión se calentó. Y Max le soltó un guantazo.

—Comprendo.

—¿Y hay algo más?

Silencio tenso.

—Jesús vio a Max hablando con la víctima a las tres de la tarde fuera de Cueva Mayor.

—La última persona que vio a Miriam con vida.

—Voy a interrogarlo, tenía la llave del Portalón, un odio declarado a Sinaloa, una coartada débil y un testigo lo vio hablar con la víctima cuando fue vista por última vez.

Luisa esperó.

—Necesito un orden para extraer una muestra de ADN y hacerle un escáner dental en 3D.

—No. Necesitamos más pruebas.

¿Se tomaba Trankimazin o lorazepam el juez? Gaicano cabeceó de sueño.

—¿Por qué esa prueba de ADN?

—Creo que el semen que apareció en la vagina de la víctima es suyo.

—¿Y en qué se basa?

—Señor, hay una web de contactos en el Internet oculto. Aduriz la ha rastreado. Hombres pujan por la virginidad de chicas adolescentes. Miriam estaba en ella. Alguien pujó por la virginidad de Miriam dos días antes de que la mataran. El alias del postor lo vincula con Max Rey.

—¿Max Rey?, ¿que no tiene ni móvil? —dijo el juez.

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3 respuestas a ““Los crímenes de Atapuerca”. Capítulo 38”

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