
Sinopsis
A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El suspense más estremecedor en Atapuerca.
La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.
Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.
Capítulo 54
Aduriz sabía que no tenía que haber participado en ese interrogatorio a Max porque estaba fuera de sí y no había dormido durante las últimas noches discutiendo, feroz, en su cabeza con su sospechoso. «Txakurra, ¿quién es ahora el txakurra, eh, asesino? Has matado como un perro a una niña. Tú no eres humano, cretino de mierda».
Ángela le había notado muy estresado. No la tocaba ni le hacía ningún caso, consumido como una pavesa con el caso de Miriam Sinaloa, obsesionado como un demente. No lo conocía. Él era un hombre tranquilo. Pero cuando le entraba la angustia, se pasaba dos días sin hablar, royéndose la cabeza. Era mejor dejarlo. Ángela cada vez se sentía más sola y más desamparada con la criatura creciendo en su interior, inquieta por la perspectiva del parto, imaginándose pariendo a solas porque Miguel Ángel no estaría con ella, estaría abismado en su caso, en la calle, en la unidad, en cualquier parte excepto con ella.
Él había perdido la perspectiva. Estaba cegado por la ira y la frustración. El desprecio de Max le escocía. Le daba vueltas una y otra vez a lo que le había dicho. Era mejor dejar a Max a Baeza. Pero no. Le tenía ganas. Unas ganas furiosas que le picaban por todo el cuerpo como un ejército de hormigas rojas mordiéndole bajo la piel.

El día en el que Aduriz perdió los nervios con el detenido fue un día normal. Amaneció despejado, se levantó a las seis, se preparó el desayuno en la cocina a oscuras, muesli Alpen y té verde, se duchó, se vistió pulcro y sencillo, pantalones chinos y camisa blanca. La rutina se impuso monótona y acompasada.
Pero todo cambió a las doce de la mañana. Supo que algo pasaba porque Luisa Baeza se quedó muy seria, como si se hubiera tragado un fantasma. El corazón le brincó en el pecho. Sufrió como un adolescente desengañado al darse cuenta de que ella sabía algo que no quería compartir con él. Pero su mente se equivocó.
Luisa se levantó y atravesó la unidad en dirección a su mesa. Le alargó un puñado de folios aún calientes de la impresora. El informe forense de Jiménez. Notó una espesa inquietud en el estómago.
Aduriz sintió una tensión embriagadora en su cerebro previa al estallido de cólera, el desahogo gozoso de toneladas de tensión y cabreo que tenía acumuladas contra Max. Él era un hombre tranquilo hasta que dejaba de serlo. Entonces una subpersonalidad de dolor emergía de su zona oscura.

En la sala de interrogatorios, Max estaba sentado y esposado frente a la mesa vacía.
—¿Qué hace usted aquí?
—Me parece que yo le podría preguntar lo mismo.
—No quiero hablar contigo.
—No está en condiciones de exigir nada, señor Rey.
—¿Me va a enterrar en cal, señor Aduriz?
—No sea absurdo.
Un silencio tensó el ambiente. Luisa apretó los puños. Si Aduriz acorralaba a Max, no iba a conseguir nada.
—¿Por qué no deja de mentir?
—Me temo que no le entiendo.
—Deja tu chulería…
—Miguel Ángel, calma.
—Para tu público.
—Vaya, tiene corazón, subinspector. Ya lo dudaba.
—Te hemos pillado.
—¿Disculpe?
—Fuiste tú quien mató a Miriam. Fuiste tú quien le machacó el cráneo. Y la mordiste.
—Eso supone una gran imaginación.
—¡Cállate, cállate, el informe forense lo acredita!
—No. No es así.
—Tus dientes coinciden con la mordedura que tenía Miriam.
Una satisfacción oscura se agitó inquieta en sus tripas.
—Hijo de puta. Venga, continúa con tu numerito de salón para la platea.
La sonrisa socarrona estampada en la cara de Max se esfumó.
—Eso es imposible.
—Es ciencia. Su religión.
—No es ciencia. Su basura.
—El odontólogo forense dice que coinciden.
—Es así, Max. Me parece que no hay salida. Es mejor que confieses. Te puede ayudar de cara al juicio.
—¿Estáis de puta coña? Eso lo que os enseñan en la academia, a putear mentes de inocentes.
—¡Culpable! —gritó Aduriz fuera de sí, los ojos desorbitados, las cuencas hundidas, ojeras terribles, cara de desquiciado insomne. Tiró sobre la mesa una copia del informe de Jiménez a Max, quien la cogió y, con cara de pavor helado, leyó como si se le derrumbara el cielo sobre su cabeza.
Luisa negó con la cabeza. Tenía ganas de llorar. La decepción y el horror se mezclaron hasta formar una pasta tensa en su pecho. No. Max. No, no.
—¿Quién es ahora el txakurra?, ¡¿quién?! —Miguel Ángel cogió a Max de las solapas de la chaqueta y lo empujó hacia atrás con un desprecio infinito. Max trastabilló. Cayó al suelo como un peso muerto. La sangre le manó empapándole la sien derecha.
—Me avergüenzo de ti.
—Aduriz, por Dios. ¡Ya está bien!
Aduriz bajó la cabeza, avergonzado.
—Sal de aquí. ¡Ya!
Luisa ayudó a Max a incorporarse del suelo. Le temblaba todo el cuerpo. Un terror pegajoso se apoderó de él. Se vino abajo y lloró como un niño recién nacido. Luisa apartó la mirada, pudorosa, incapaz de presenciar la escena.
—Espera, que te llevo a la enfermería.
—¡No le trates como si fuera tu padre! —gritó Aduriz desde el desolado pasillo.
—¡Contrólate!
Esa noche Aduriz durmió mal, atormentado por su mala conciencia. Se despertó a las tres de la mañana empapado en sudor, invadido por una náusea inmensa. Creyó que se iba a morir. Se levantó de la cama y fue al baño para vomitar. Se arrodilló frente al váter como si estuviera frente a un confesionario. Fuertes arcadas le subieron por la garganta. Pero solo echó bilis. Se sentó, envuelto por el desamparo de su soledad, sobre las frías baldosas azul turquesa del baño.

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El suspense más estremecedor en Atapuerca.
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Escritora. Autora junto con Gonzalo Toledano del libro “Cómo crear una serie de televisión” (Ediciones T&B) y “El verdadero tercer hombre” (Ediciones del Viento) “Los crímenes de Atapuerca” (Caligrama)
Periodista de RTVE.