«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 48

El crimen más escalofriante de Atapuerca.

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El crimen más escalofriante de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 48

Desde muy pequeña, Andrea había aprendido que la vida venía con el estigma de la pérdida y el silencio. Esa clarividencia había formado su carácter reservado y callado, que solo se inflamaba cuando hablaba de trabajo.

Cuando algún amigo de su padre durante las cenas que daba Max en su casa le decía que estaba guapa esa noche, su madre no le dejaba aceptar el halago. Después Teresa y ella se quedaba a solas en la cocina, ella recogiendo, Teresa supervisando mientras le decía con tono duro que no se lo creyese, que ese hombre lo había dicho por hacer la pelota a Max, porque iba detrás de sus favores profesionales. Eso era verdad. Andrea se lo creía, pero una parte dentro de ella se rebelaba contra su madre. ¿Por qué siempre la tenía que ningunear? La trataba con una dureza que sentía injusta, con una fría rabia impropia de una madre, como si Andrea fuera una empleada incompetente, no una hija. Se calló, pero por dentro hirvió cuando echó las sobras de la comida a la basura y fregó los platos y los amontonó para luego secarlos y colocarlos en la vitrina aparador estilo inglés de caoba del salón. Era la vajilla Limoges, la buena, reservada para las ocasiones especiales, y esta lo era, una cena para conseguir financiación con los responsables de la Fundación Botín a los que Max había explicado, con todo detalle y entusiasmo, la investigación que llevaban a cabo en la Gran Dolina. Andrea irradió un aroma de impotencia. Se volvió pequeña ante la mirada cruzada de su madre.

Ahora es de noche, Lara duerme plácida a su lado. Ella, insomne, se siente acorralada y confusa. Las horas oscuras son largas y ásperas. El desierto blanco del desvelo. Palpitaciones en el pecho, súbitos despertares pánicos, una sensación de alienación como si unas grandes tijeras de hierro la hubieran cercenado y separado del resto de la humanidad, la certeza de que el mundo le era hostil.

Está acostada con las manos entre las piernas, en posición fetal. Desamparo. Siente un gran vacío dentro de ella. Llora. Se chupa sus propias lágrimas. Saben a sal. ¿Por qué la abandonó su madre?, ¿no la quería? Era un bebé. ¿Cómo se puede prescindir de un bebé?

El crimen más escalofriante de Atapuerca.

Otra fiesta. Whisky Cutty Sark, cortezas, patatas y cervezas. La cancha de baloncesto del Gil de Siloé. Canastas mojadas y relucientes por la lluvia. Música de Little Richards, la música la pone Max, que hace de DJ oficial. Suelo azul con líneas blancas que marcan el área. Charcos calmos y plácidos picoteados por las gotas de una tormenta lenta y perezosa.

Un amigo de Max confundió a Andrea con una camarera y le pidió un Ribera cuando ella llevaba a su padre y a sus amigos una bandeja con vasos de Cutty Sark y hielo. Ella siempre complaciente, servil, sumisa con papá. Ella le llevó la copa de vino al tipo rubicundo y pagado de sí mismo que se reía muy fuerte de sus propios chistes sobre maricas y que ni siquiera le dio las gracias. Dos minutos después se odió a sí misma.

Otra escena. Max rodeado de doctorandas adoratrices perorando sobre los antecessors y que la evolución técnica no había acabado, y que un virus diezmaría la población, morirían cientos de miles de humanos después de que las autoridades nos encerraran a todos en casa por temor al rápido y letal contagio, un virus que amenazaría la supervivencia de los Homo sapiens, que nos haría replantearnos las bases de la vida humana en la Tierra.

—Ya está tu padre exhibiéndose —rumió Teresa de mala leche. Andrea adivinó su furia orgullosa. Nadie tenía derecho a ignorarla de esa manera, y mucho menos su marido. Detectó los contornos calientes y diáfanos de su humillación. Latió una oscura satisfacción en el estómago de Andrea, como una tenia alegre.

Su madre llamó a Max y le interrumpió en su monólogo egocéntrico bañado en la admiración arrobada y embelesada de sus alumnas, todas querían que les dirigiera la tesis él, por eso parpadeaban como si fueran ninfas salidas del bosque de los unicornios hechizados. Él se dio la vuelta como una hidra y su cara se nubló por una ira ardiente. Andrea supo que el matrimonio de sus padres se había acabado.

Ahora la oscuridad de su habitación late con su latido negro y acompasado. Andrea se enjuga las lágrimas con la funda de la almohada. Lo que le hace llorar es su orfandad.

Andrea se siente asfixiada bajo el sudario de la soledad. El abandono de su madre aún le sangra por la herida. Un vacío dentro de otro vacío más grande como un juego infinito de muñecas rusas.

La orfandad es la razón por la que se levanta a las cuatro de la madrugada para salir al porche descalza. Siente las pequeñas piedras taraceadas bajo las plantas de sus pies. Baja la escalera y camina por el césped frío y mojado. Escucha los sonidos de succión de la depuradora de la piscina. Contempla su resplandor azul y calmo.

La orfandad es lo que le hace callarse cuando todos hablan. La orfandad también le hace ocultar el mar de fondo de su tristeza.

A la mañana siguiente, mientras desayuna con Lara tostadas con mantequilla frente a un tazón con café con leche, ambas sumergidas en un lúgubre silencio, la detención de Max planea sobre sus cabezas como un buitre hambriento, Lara le pregunta por qué lloraba anoche. Andrea dice que era una pesadilla.

Dos noches después, Andrea, despierta en la hora bruja de los insomnes, las cuatro y media de la madrugada, la hora en la que más gente se muere en los hospitales, se aferra a una hilacha de recuerdo como a la cuerda de un globo que la impulsa hacia arriba y le saca de las arenas movedizas de su pesadumbre.

Lara quería hacerla sonreír. Al final consiguió arrancarle una sonrisa durante un día desquiciado, veinticuatro horas después de que la policía detuviera a su padre. Lara dijo que en Atapuerca todos se parecían a un perro mientras dejaban atrás la Cueva de los Zarpazos. La bautizaron con ese nombre por unas huellas de zarpas de oso que había en la pared del fondo.

—Max es un gran danés. Sinaloa un carlino. Seseña un chihuahua.

—¿Y Sebastián?

—Un galgo.

Era una broma muy mala, infantil y tonta, pero Andrea se deshizo en carcajadas y olvidó por un momento que todo el mundo se apartaba de ellas como si tuvieran la lepra. Lara levitó a un metro sobre la grava y arena pálidas de la Trinchera.

Sin embargo, algunas noches Andrea logra ocultar su orfandad en un agujero negro de su cerebro. Se pierde en la dulce espiral de lo posible. Toca los contornos de la realidad de lo que creía irreal: un amor correspondido. Ella creía que arrastraba una maldición desde la cuna. Ahora una tierna euforia la impulsa hasta tocar el techo blanco estucado. Polvo cósmico que se desliza en una amistosa oscuridad hasta hacer refulgir la espalda de Lara.

Aún no termina de creerse su buena suerte. Nada en su vida le había preparado para la posibilidad del amor. Por eso cuando sucede al conocer a Lara en aquel bar de Madrid le coge a traición. La sorpresa, el agradecimiento, el éxtasis son inconmensurables. Nada había sido tan bueno hasta ahora. A sus espaldas tiene el condicionamiento de su pasado, que ha marcado su forma de relacionarse con el mundo y ha modelado la frágil naturaleza de su mente. Una infancia difícil, el abandono de su madre biológica, un padre desconocido, la adopción, una madre hostil desde el primer momento, la premonición de que las cosas no iban a salir bien, el miedo constante a un segundo abandono, un padre de arrolladora personalidad ensimismado en su trabajo y en el resplandor de su éxito, al que las cosas siempre le salían bien, siempre de viaje, ausente aun cuando estaba presente. A su lado se sentía invisible, transparente, sin esencia. La gente la miraba y solo veía a Max. De repente, esa felicidad se acaba y todo se derrumba. Le invade un augurio punzante de que algo horrible va a pasar.

El crimen más escalofriante de Atapuerca.

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