El misterio más alucinante de Atapuerca

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 47

Hace seis meses. Madrid

El No Se Lo Digas A Nadie estaba a reventar, lleno de mujeres que miraban a un lado y a otro buscando a alguien con quien habían ligado ya por Tinder. Yo, para variar, me sentía asustada, frágil. Antón era gay, pero yo no sabía qué era. Lo único que tenía claro era que no quería volver a estar con un hombre después del horror que había pasado con Esteban. La humillación aún me dolía.

Sin embargo, la culpa era mía porque yo había pasado por alto demasiadas cosas, me había autoengañado a rabiar. Esteban y yo habíamos seguido saliendo como si no pasara nada, como si todo estuviera bien después de las cosas horribles que habían pasado. ¿Por qué lo había aguantado tanto tiempo? Por mi pasado, porque estaba acostumbrada a que me tratara mal la gente a la que quería, por los patrones familiares y mentales, por la buena educación, porque Esteban lloró y me pidió perdón. Y yo lo perdoné. Era una gilipollas.

Yo era un mar de contradicciones. No quería estar con nadie, pero a la vez estaba harta de estar sola en mi apartamento de la calle Canarias con vistas a un patio reluciente de lluvia que olía mal porque la gente tiraba basura desde las ventanas.

Antes de llegar al No Se Lo Digas A Nadie, Antón, Raúl y yo habíamos cenado en el Mushashi. Cuando me acerqué, bajando por la calle Las Conchas, a las nueve en punto de la noche, Antón y Raúl ya me esperaban en la puerta, al lado de la carta llena de fotos de sopa udon y bandejas de sushi moriawase. Nos saludamos, nos besamos y traspasamos una cortinilla negra que tenía impreso un samurái en posición de ataque.

La camarera china que pretendía ser japonesa nos sentó en una mesa de la parte más baja del restaurante. Las mesas estaban muy juntas y oíamos la conversación de tres tías sentadas al lado que hablaban del mundo Tinder. Odiaban a los tíos que decían que les gustaba el senderismo y la música. Les gustaban los tíos con sentido del humor. Miraban todo el rato sus móviles mientras señalaban y comentaban fotos de tíos, sin dejar de comer su sopa udon, con los palillos, de sus grandes cuencos de color negro.

—Mido un metro ochenta… con tacones, qué gracioso —dijo una mujer cincuentona con pelo color rojo.

—Ese me mola.

—Tiene hijos.

—Pero son mayores.

—Sí, yo con regalitos de corta edad paso.

Antón, Raúl y yo dimos la sensación de que no habíamos comido en la vida. Pedimos sopa udon, tempura de verduras, yakisoba, sushi moriawase, sashimi de atún y salmón y dos agedashis tofu. Para beber, cerveza Sapporo.

El misterio más alucinante de Atapuerca

—¿Algo más? —dijo la camarera, que era la dueña, una china que tenía sesenta años, pero aparentaba cuarenta.

—No, gracias.

Cuando la camarera se fue, le dije a Antón:

—Esta ha hecho un pacto con el diablo. Cada día está más joven.

—Es por la soja que toman. Sin embargo, tú con lo que fumas te llenarás de arrugas —añadió.

Fumaba por la ansiedad. En ese mismo momento, me entraron ganas de salir a fumar a la calle Las Conchas, muy animada, con terrazas llenas de gente, que charlaban, reían y bebían cerveza, con un trasiego de grupos de amigos que pululaban por la calle. Más arriba estaba el callejón de la Ternera, donde antes había un ambulatorio al que fue a que le curaran una cuchillada en el culo Camilo José Cela. Me lo había contado papá.

—La vida puede ser muy cruel —dije.

—Dímelo a mí, que Dios me dio vagina —dijo Raúl.

Pagamos a pachas. Cuando salimos del restaurante, extraje un cigarrillo de mi cajetilla Camel con la foto de un hombre muerto de un infarto y fumé a placer. Nos compramos un helado de chocolate y caminamos por Gran Vía, Callao, Princesa, Sol, Carretas. En Gran Vía me quedé prendada del ángel negro sobre una peana dorada que emergía del edificio Metrópolis. Paseamos por Alcalá, que tenía una arquitectura de edificios altos que me recordaba a Nueva York, aunque nunca había estado en Nueva York. Pero daba igual porque las imágenes que poblaban mi mente eran producto de las películas y series que había visto, que me conectaban con otros seres humanos que compartían mi misma cultura, mis mismos sentimientos, mis mismos recuerdos visuales. Todos los Homo sapiens bullíamos en una olla común de experiencias, pensamientos, recuerdos, ansiedades, amor, miedos muy parecidos. Por eso me encantaba leer, porque sentía que nada de lo humano me era ajeno. Me evadía de un lugar, de un momento en el que no quería estar: mi presente. Yo vivía para el siguiente momento. Siempre me sentía insatisfecha y soñaba con completarme en un futuro próximo donde yo y las cosas que me pasaban iban a ser mucho mejores.

Cuando llegamos al No Se Lo Digas A Nadie, me embargaba un ánimo expectante que me hacía intuir que esa noche me iba a aportar algo bueno. Sentí algo en el ambiente que prometía alegrías en una noche que se abría a mí. De repente, se apoderó de mí un ansia de enamorarme.

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El misterio más alucinante de Atapuerca.

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2 respuestas a ““Los crímenes de Atapuerca”. Capítulo 47”

  1. […] Jesús se incorpora. Se sienta en la cama para ponerse los calzoncillos y los pantalones. Cara enjuta, cabeza romana, nariz patricia, frente despejada, cuerpo delgado y escuchimizado, pero pecho muy buen formado, propio de un atleta. Le encanta correr maratones. Y más aún correr campo a través en la sierra de Atapuerca. […]

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