El crimen más truculento de Atapuerca

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El crimen más truculento de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 52

Seis meses antes. Madrid

Al día siguiente, en clase, estaba resacosa, pero feliz. La catedrática de Prehistoria, Mercedes Solís, nos dijo:

—Andrea Rey quiere dar la oportunidad a uno de vosotros para excavar con ella en Atapuerca durante la campaña que viene. Para ello deberéis ganar un concurso. Hay que escribir un artículo de investigación sobre algún aspecto del trabajo paleontológico que se hace en Atapuerca. Es a vuestra libre elección. Andrea leerá vuestros artículos y elegirá al ganador que se empotrará en su equipo de la Gran Dolina.

—Yo sí que me la empotraría —dijo una voz masculina ronca.

Risas ahogadas.

—Silencio.

El corazón me latió muy deprisa. Mi cabeza se vació de pensamientos. Mi mente se aquietó y se empapó de silencio. En una ráfaga de lucidez, embargada por una excitación infantil, supe exactamente de qué iba a escribir el trabajo.

Tenía suerte. Baraka. Por una casualidad del destino, por un giro raro de la vida, por una conexión extravagante y una amistad inverosímil de mi padre, yo había conocido a Michael Donovan, el profesor del Museo de Ciencias Naturales de Londres, el archienemigo de Jesús Sinaloa, que había cuestionado la datación e identificación de la especie de los homínidos que se habían encontrado en la Sima de los Huesos.

Como todo lo que tenía que ver con papá, conocer a Donovan había sido una charada rocambolesca, un sainete burlesco, una broma excéntrica. Papá había participado en un congreso en Birmingham sobre evolución humana y, al momento, se había hecho amigo de Donovan, quien también daba una conferencia allí. Papá hizo amistad con Michael impelido por un ánimo eufórico e impulsivo, sin apenas conocerlo.

Durante la semana que duró el congreso sobre evolución humana, papá se encontraba en plena cima de su fase maníaca. Habló con los codos, persiguió cualquier falda que se le pusiera a tiro, se bebió media Inglaterra, durmió tres horas al día, salió por la noche, dio su conferencia sobre el primer cuchillo de hierro que se forjó en la península Ibérica, en Castillejos de Alcorrín, Málaga, y quiso dar diez más que no estaban en el programa del congreso, para gran alarma de su organizador, el catedrático Robert O’Shea, que llamó alarmado a mi madre, también profesora de Prehistoria.

El crimen más truculento de Atapuerca

Mi padre también se hizo amigo de muchos desconocidos, profesores, alumnos, camareros, recepcionistas del hotel, limpiadoras, taxistas, conductores de autobuses, tenderos. Papá se sentía abierto, hipersociable, animadísimo, de un buen humor insoportable, con ideas geniales que iban a cambiar el mundo y que se le ocurrían a cada segundo.

Una noche me llamó a las dos de la mañana para contarme que se le había ocurrido un método revolucionario para aprender inglés en pocas semanas, que combinaba la música, la psicología y la empatía llevada a un grado extremo. Tenían que ver las neuronas espejo. Yo tenía que ayudarle a escribirlo ya mismo.

—Apunta estas ideas —me dijo.

Le escuché, angustiada y soñolienta. A mis diecinueve años ya había vivido muchas fases altas de papá. Me preocupé. Pero no hice nada. No podía hacer nada. Si le dijera que fuera al psiquiatra o que tomara la medicación, me mandaría a tomar por culo.

Otra madrugada papá me llamó por teléfono para contarme que había escrito un libro genial sobre la filosofía de Marco Aurelio. Yo le seguí la corriente como a los locos, preocupada y a la vez agotada.

Hace dos veranos conocí a Michael Donovan en Málaga. Como todos los veranos, me fui a casa de mis padres porque era gratis, tenía una habitación propia, hacía sol, tenía la comida y bebida pagadas y la playa de la Malagueta enfrente de nuestro piso. Málaga era Shangri-La, el Caribe español.

El crimen más truculento de Atapuerca

Mediterráneo, espetos, cerveza, moragas en la playa, palmeras, baños, paseos bajo una luz almíbar, borracheras, conversaciones con mis amigos del colegio León XIII aceleradas y preñadas de una nostalgia demasiado prematura, tan solo teníamos diecinueve años, por Dios, era demasiado pronto para sentir nostalgia. Pero nuestras charlas rememoraban un pasado más esplendoroso al recordarlo de lo que había sido en la realidad. Sentíamos una absurda añoranza de nuestros días de colegio, cuando encerramos al profe de inglés en un armario, cuando pusimos su mesa al borde de una tarima que se levantaba a un metro del suelo de la clase y él posó sus manos sobre la mesa y se cayeron al suelo él y la mesa. Crueldad divertida adolescente que se expresaba en exabruptos de energía, venganza fácil hacia el más débil, el profesor, que está contratado en el colegio por enchufe, por ser el hermano de la directora, y es demasiado tímido, demasiado apocado para defenderse y cortar las bromas de raíz. Porque es inofensivo y bueno los alumnos vamos a por él con inquina. El chivo expiatorio. Ahora me avergüenzo de haber sido cruel con un débil. Pero en su día me alivió la frustración. Era divertido.

El crimen más truculento de Atapuerca

De repente, un viernes de agosto, la rutina de días largos y cervezas en la Chancla de Pedregalejo hasta el ocaso, con vistas a la planicie sedante azul añil del Mediterráneo derramándose en la arena, se interrumpió cuando alguien llamó al telefonillo de nuestro piso en el Paseo Marítimo. No esperábamos ninguna visita. Mi madre se sobresaltó muchísimo. Se puso a la defensiva de inmediato. Se irritó. Su casa era su refugio hermético donde cultivaba su privacidad. No quería ver a nadie una semana antes de su viaje a Venecia con mi padre. Se iban ellos dos solos, formaban una pareja absorta el uno con el otro, las hijas nos quedábamos fuera, en los márgenes, desempeñando un papel de observadoras y comparsas, ocasionales blancos de críticas por parte de mi madre. Lo que peor llevaba de volver esos veranos a Málaga, cuando ya me había ido de casa, era la seriedad crítica, profesoral, de mamá, que acrecentaba mi sensación de inutilidad.

Me ahogaba en casa, fregando cacharros, la frustración vibrando, encarando comidas donde solo hablaban mis padres, mi hermana y yo mudas, echándome una siesta donde si tenía suerte el sueño y la masturbación me liberarían durante unas horas de ese sentimiento de falta de valía que me oprimía como una bota en mi cuello cuando estaba en casa.

El crimen más truculento de Atapuerca

Mi hermana se reía cuando mi madre me criticaba, yo era una irresponsable, una inútil, una vaga, no trabajaba, no colaboraba en casa, era un parásito, no aportaba nada a la familia, vivía protegida, a la sopa boba. Yo no decía nada, pero arrastraba el rencor durante meses, empapada de un silencio hosco, que ocasionaba más burlas familiares. Quería estar sola. Yo era una solitaria. Tenía el sueño de escribir grandes novelas. Ya verían. Se iban a enterar cuando triunfara. No tenía ni idea de la vida salvo que quería comérmela a dentelladas.

Nuria Verde. El crimen más truculento de Atapuerca

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El crimen más truculento de Atapuerca.

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