Capítulo 80

Al salir del restaurante, Luisa y Sebastián caminaron en silencio durante un largo rato. Corría un viento frío. No necesitaron decir nada. Luisa agradeció que él no intentara llenar el vacío con cháchara banal. Se sintió ligera y feliz mientras callejeaban por el centro. Había gente que charlaba y reía a la puerta de los bares y sentados en las terrazas. Se respiraba una algazara festiva y despreocupada.

En mitad de la noche, Sebastián emanaba un resplandor solar.

—¿No te acuerdas de mí?

 Una voz desagradable. Los ojos fríos de una serpiente.

Luisa se tensó. El pánico le pinzó el estómago con sus dedos helados.

—Vaya, la puta que me metió en el talego. Zorra mentirosa. ¿Y ahora qué?, ¿ahora qué vas a hacer?

Luisa percibió en el Ruso su ansia de matarla. Olió su propio miedo animal. Él transpiró odio. Se contrajo de terror. Su corazón latió como un pájaro asustado. Sintió cómo sus esfínteres se aflojaban. Cuántas veces habría disfrutado él de ese momento de máximo control en su cabeza durante los años en su camastro de la cárcel, donde se había muerto otro preso que tenía sida, un colchón fino de gomaespuma que olía a orina y a desesperacia juzgar. Era maravilloso.  mirada de los demiquen y musgo.

strernas. Tomondo. Y ahora qu mas me gusto fue que habia muchos pajón.

El Ruso en realidad se llamaba Igor Guzmán. Nació en Tomsk, Rusia. Una familia burgalesa lo adoptó cuando tenía cuatro años.

Tenía un genio que estallaba a la menor tontería. El Ruso se había orinado delante de ella en el interrogatorio y había sentido su mirada desesperada, su humillación caliente. Si él creía que Sebastián era su marido, le daría mayor placer y control matarla delante de él.

Luisa se castigó a sí misma. ¡Qué imbécil integral! Todos sus instintos de autoprotección habían fallado. ¿Por qué se había metido en este callejón apartado y oscuro? Porque quería ir a un lugar íntimo para besarse con Sebastián.

Voz cargada de toneladas de rencor. La cogió, le agarró el brazo muy fuerte, ella pensó que se lo había partido, se lo retorció. Le hizo mucho daño. Luisa ahogó un gemido mutilado. El cuchillo en el cuello.

Sebastián miró al Ruso con ojos fríos como el hielo, aparentando calma. Supo que era mejor no provocarlo. Si lo enfadaba más aún, ella estaría muerta. Un movimiento de ataque y Luisa caería al suelo desangrándose sobre el empedrado.

La navaja le pinchó el cuello. Sintió un reguero de su propia sangre caliente, que bajaba hasta el pecho. Arcadas como si una culebra se anudara en sus tripas. La muerte no es fácil hasta que se completa. El previo es parte del ruido y la furia de la vida. A Luisa siempre le había pesado la vida. Prefería morir a humillarse. Un frío orgullo le hizo parpadear y aguantarse las ganas de llorar. Enfocó y desenfocó la memoria. Ella corriendo con diez años con Sebastián, que tenía veinte, por el desfiladero blanco y nostálgico de la Trinchera.

Las calles se petrificaron a su alrededor. Luisa vio cómo la ciudad resplandecía en los ojos de Sebastián, arrasados por las lágrimas.

Nunca había valorado demasiado su vida, por eso se arriesgaba hasta el límite en su trabajo. Pero ya había vivido suficiente. Solo le quedaba mantener su dignidad. Y digerir el miedo que invadía todo su ser sin dejar espacio para nada más. Su madre se iba a quedar con todos sus ahorros. Eso no dejaba de tener gracia. La vieja y horrible bruja. Se gastaría su dinero en beber y en putos. Que lo aprovechara.

Luisa se dio cuenta de que Sebastián mantenía la desenvoltura hasta delante de un asesino con navaja en su cuello. Sangre fría. «No te muevas. No hagas nada. No hables».

El Ruso iba hasta las cejas. Coca y alcohol. Olió su furia en su aliento. Su estómago se enroscó en un alambre de púas de ansiedad.

Igor Guzmán era un viejo conocido suyo al que Luisa creía que no iba a volver a ver en la vida. Igor apuñaló en el corazón a un joyero cuando intentó defenderse. Tres semanas después de haber cometido el crimen, el tipo alardeó de ello en su Facebook. Tenía diecinueve años. Luisa lo arrestó.

17 octubre. 2007. Doce y media de la mañana. El Ruso entró con Domingo, un ecuatoriano de veinte años que fingió ser un cliente, en la joyería de Anselmo González en la calle Paloma, 27. En tan solo diez segundos —después de que Anselmo le intentara rociar con espray de pimienta que no le causó ninguna irritación porque llevaba la visera bajada del casco de la moto— le clavó repetidas veces su navaja en el pecho. El joyero murió en el acto.

El Ruso y Domingo huyeron en moto con su botín de joyas y dinero de más de cuarenta mil euros.

Durante el juicio, el Ruso alegó maltrato policial por parte de la inspectora Baeza para forzar su confesión, aunque no lo había denunciado en su momento. Cuando le tocó declarar, Igor dijo que ese día estaba en su casa. Sin embargo, reconoció que la navaja que la policía había encontrado en su domicilio era suya. También admitió que allí tenía unas zapatillas iguales a las de las huellas encontradas en el lugar del crimen. Igor dijo que se las dejó un amigo. La presencia de su móvil cerca de la joyería la atribuyó a que se lo había dejado a un familiar. Su abogado pidió interrumpir la vista cuando vio que su defendido —que se había inculpado anteriormente— cambiaba su versión sin previo aviso.

—Yo estaba en mi casa. No tuve nada que ver.

La Audiencia de Burgos le condenó a veinte años por asesinato con alevosía.

Luisa respiró por la boca. Sintió su aliento, que apestaba a alcohol. Su lengua negra se coló fugaz por sus dientes. El Ruso tenía dos líneas de sudor sobre la frente. Su olor acre, nauseabundo, sucio se le metió en el cuerpo y le provocó náuseas. Estaba tan pegada a él que oía sus latidos desenfrenados, olía su camiseta de running de poliéster que olía muy fuerte, como si no la hubiera lavado en un año. Notó su miembro erecto presionando y frotándose contra su culo. El Ruso le retorció el brazo izquierdo otra vez. Oleadas de dolor.

La iba a degollar delante de Sebastián, pero antes quería que ella le suplicase. ¿Lo haría o no lo haría? Durante esos minutos aterradores que le parecieron días, cambió de opinión varias veces.

 —Déjala. No te pasará nada. No pondremos denuncia. Déjala ir. ¿Quieres volver a la cárcel? Acabas de salir. Tienes una segunda oportunidad. Una nueva vida —dijo Sebastián levantando las manos. Tenía una forma suave de hablar que hacía que las cosas fueran mejores de lo que en realidad eran.

Luisa no lo pensó porque supo que, si lo pensaba, moriría. Se echó hacia atrás, clavó el tacón de su zapato en el pie de él. El Ruso trastabilló, perdió el equilibro y se cayó al suelo. Su cabeza rebotó contra el empedrado. El sonido metálico del cuchillo retumbó en la quieta noche. Sebastián cogió del brazo a Luisa y tiró de ella con todas sus fuerzas.

Sebastián y Luisa corrieron como desesperados. Ella sintió su sangre bajando por el cuello, cayendo sobre su blusa blanca. El pánico bombeó en su corazón.

Media hora después se rieron, uno en brazos del otro, se miraron y lentamente, en medio de un silencio eléctrico, se besaron sin poder despegarse ya. Caminaron abrazados camino del hotel de Luisa, excitados por la euforia de haber rozado la muerte y haber sobrevivido.

—¿Estás bien?

—Sí.

—Déjame ver la herida.

—No es nada.

—¿Vamos a Urgencias?

—No.

—¿De verdad?

—De verdad.

Luisa se abrazó a Sebastián de forma muy fuerte. Le cogió la cara entre sus manos, lo besó, le mordió los labios, buscó su lengua. Cuando llegaron al hotel en un silencio cómplice, se sintieron ligeros y afortunados.

Sebastián sonrió al fondo del vestíbulo mientras ella pedía su llave, guarnecida por la chaqueta negra de Sebastián, con las solapas subidas para ocultar su herida, su sangre, su blusa manchada.

En el ascensor, Luisa y Sebastián se abrazaron y se besaron. Un éxtasis acuchilló a Luisa. Se entregó por completo a él mientras el delirio achicharraba su cabeza como si estuviera llena de millones de fósforos y llamearan. La lengua de Sebastián lamió su sangre, que manaba del picotazo que tenía en el cuello.

Al llegar a su habitación, limpia y ordenada, gracias a Dios y al servicio de habitaciones, él insistió en curarle la herida. Luisa sacó un kit con vendas, agua oxigenada, esparadrapo de un maletín negro.

Burgos Cathedral and city panorama at sunset. Burgos, Castile and Leon, Spain.

En el baño, él le desabrochó la camisa manchada y le limpió el cuello con una gasa empapada en alcohol. Ella se sobrecogió de dolor. Pero la herida era superficial. El Ruso podía haberle rajado la garganta como si fuera un melón. La vida cambia en un solo segundo. La muerte llega tan callando.

Él le puso una venda con esparadrapo en el cuello. Ella era incapaz de dejar de tiritar. Le castañeteaban los dientes y le sacudían escalofríos que la dejaban temblorosa. Un vacío de cansancio ganó terreno en su interior.

Sebastián la acarició mientras Luisa lloraba sin parar.

—Tómate esto.

Se metió la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta y extrajo un blíster de pastillas blancas y pequeñas.

—¿Qué es?

—El señor lorazepam. Te hará dormir.

—No quiero dormir.

—¿Entonces qué quieres?

—Que me lleves a la cama.

Sebastián sonrió y miró al suelo.

Llenó la bañera con agua ardiendo. Luisa se sintió como una cordera sumisa, grande y lenta.

Sebastián la bañó. Frotó su cuerpo con la esponja llena de jabón, empapándola en el agua llena de espuma.

—¿Alguna vez has hecho algo horrible?

—Sí, muchas veces.

—¿Y qué haces?

—Me perdono.

—¿Por qué?

—Los seres humanos nos equivocamos.

—Maté a Max.

—Fue un accidente. ¿Tú querías hacerlo?

—No.

—Pues perdónate a ti misma.

Sebastián la secó con una toalla grande que cogió de la barra metálica sujeta a la pared, encima de la bañera. La llevó a la cama. La besó.

Luisa enterró su cabeza en el cabello negro de Sebastián. Lo besó. El deseo se espesó en su vientre. Las ganas le acariciaron las entrañas con sus yemas incandescentes. Su sexo se humedeció. Él le puso las manos sobre los pechos y la besó como si fuera la última cosa que hacía en la vida. La excitación culebreó en sus entrañas. Buscó el cinturón, se lo desató, le acarició el pantalón con la lengua. Siempre había fantaseado con hacer lo que estaba haciendo.

La noche se hizo más suave cuando se abrazaron. Las manos de Sebastián apretaron con fuerza sus manos, su alma. El techo blando se alejó de la cama y se onduló como un océano. El aire corrió dulce sobre sus cuerpos desnudos entrelazados. Luisa se fundió en la oquedad del cuerpo de Sebastián. Como en el cuadro de Klimt que vio en Viena, El beso, ella se sintió bañada en pan de oro, en sosegado olvido. En su abrazo encontró el consuelo que necesitaba.

Se rieron y contaron historias arrullados por un dulce letargo. La bola punzante de dolor en el corazón de Luisa desapareció. El sueño la atrapó. Luisa entró en un pasadizo de morfina y olvido que se cerró sobre ella y la apagó como a una vela. Se deslizó en un trineo por una ladera nevada, azul y lisérgica. La luna, el frío, la Dolina, el cielo y las estrellas. Estaba cerca de Dios.

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