La misterio más fascinante de Atapuerca

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El misterio más fascinante de Atapuerca

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 70

Luisa volvió a su hotel desanimada y deprimida. Había tenido un día horrible. Su pena la cobijó mientras volvía a casa. Deambuló por Burgos sin rumbo fijo, reacia a meterse entre cuatro paredes. Mientras andaba contempló, alelada, las terrazas llenas de gente que reía y charlaba, gente de la que se sentía amputada, desconectada, como si ella no perteneciese a la especie humana.

La ciudad resplandecía en un océano de oscuridad, calles mojadas, la catedral iluminada. Cruzó el puente de Santa María. Miró el río Arlanzón. Gritó. Dio puñetazos en el pretil para desahogar su rabia. Se hizo una herida en los nudillos, que le sangraron sobre el empedrado. El agua verde remolineó y bramó entre turbulencias coronadas de espuma.

La angustia la ahogó. Una desesperanza cruel le pinzó el corazón con su mano de hielo. Tenía ganas de llorar. No servía de nada. Todo su trabajo no servía de nada. Era como darse cabezazos contra un muro. Iba a dejar el caso. Iba a renunciar. Si no cambiaban a Jiménez, ella se largaba de allí. Pediría el traslado de Homicidios, que la pusieran a patrullar las calles. Estaba tan agotada, no tenía fuerzas ni para andar. Cada paso que daba era un calvario.

Luisa se sentó en un banco y se puso a llorar como una niña. Las lágrimas arrasaron su cara.

Tres días después, en la unidad, detrás de la inspectora Baeza se desplegaba un gran mapa de la sierra de Atapuerca. Al norte culebreaba el río Vena. A la izquierda el pueblo de Villafría. Más al sur emergía el río Pico, que lindaba con el Camino Francés de Santiago de Compostela. En línea descendente se encontraban los pueblos mínimos de Orbaneja de Riopico, Quintanilla de Riopico y Cardeñuela de Riopico. En dirección a la carretera que conducía a Burgos estaban Valhondo, Los Corrales y Cruz de Canto. Al otro lado, Ibeas de Juarros, Castrillo y San Millán, con sus vegas regadas por el río Arlanzón. Más al este destacaba el pueblo de Arlanzón. En dirección norte aparecía Zalduendo. Al otro lado de la carretera a Logroño se atisbaba San Juan de Ortega, Santovenia de Oca y Ages. Al oeste Puente de Canto, La Matanza y La Trinchera. Por último, al noreste aparecía el pueblo de Atapuerca, el Dolmen junto al antiguo camino de la lana que iba de Ibeas de Juarros a Fresno de Rodilla. Pegadas a la pared también había fotos del cadáver de Miriam Sinaloa, imágenes de la salida de la Sima de los Huesos por Cueva del Silo, por donde se había escapado el asesino, un mapa subterráneo de Atapuerca con los capilares intrincados de sus cuevas entrelazadas, fotos de Miriam con cara angelical, más fotos de los moldes de las huellas que el asesino había dejado al huir por Cueva del Silo. Por último, la imagen ampliada de la mordedura en el pecho derecho de Miriam, dos elipsis construidas con marcas color púrpura.

 Sanchís, Roberto, Bonilla, Aduriz miraban sus móviles sentados en sillas desperdigadas, de espaldas al ventanal. Frente a ellos, de pie, estaba la inspectora Baeza.

—Por lo visto, tenemos a un genio en la unidad.

—Por fin me han descubierto. Gracias —dijo Sanchís con una sonrisa triunfal.

—Y no nos hemos dado cuenta. Nicolás Echániz. ¿Quién es?

—Ese tío —respondió Bonilla señalando con el dedo índice a un chico obeso, con la cabeza gacha y vestido de negro que miraba su portátil como si quisiera mimetizarse con la pantalla. Luisa jamás se había fijado en él.

 —¡Pero si yo creía que era el repartidor de Glovo! —gritó Sanchís.

Un corro de risas y carcajadas estalló alrededor de Sanchís, que se infló como si acabara de ganar Operación Triunfo.

 —¿A qué esperas? Llama a nuestro crack informático.

 Sanchís se demoró unos segundos en obedecer la orden de la inspectora Baeza. Le jodía que una mujer le mandara. La miró con una sonrisa burlona antes de levantarse como si se encontrase en el instituto ante una maestra tocahuevos y no en la Unidad de Homicidios de la Policía Judicial de Burgos. Se arrastró lentamente hasta donde estaba sentado Nico. Le saludó y se dobló sobre él mientras señalaba sacando la barbilla hacia delante en dirección al grupo. El chico se encogió, asustado. Abrió mucho los ojos, invadido por un lánguido pánico.

—Pasa, no nos comemos a nadie —dijo Luisa.

Nico avanzó como un Jabba el Hutt enorme vestido de negro para disimular su gordura, zapatillas Vans vencidas en los laterales por soportar su peso, camiseta XXL de Los Ramones, barba rubia de tres días, mechones de pelo rubio ceniza revueltos y sudorosos, cara cubierta de granos, ojos incoloros que miraban al suelo y evitaban fijar la mirada en Luisa, que lo escrutó pegada contra la pared. Se parecía a Guillermo del Toro con treinta años menos. ¿Cómo habría marcado su obesidad su vida amorosa?, ¿cuántas bromas crueles había tenido que soportar durante el colegio y el instituto? El chico parecía tan tímido como un cervatillo. La inspectora Baeza sintió una oleada de compasión por su becario informático. Nunca lo había mirado ni una sola vez hasta ese momento. Si le decía que era virgen, se lo creía.

—Es el puto amo. Ha hecho un master y se ha inventado un software que…

—Deja hablar al chico, que pareces su manager, coño.

—Siéntate.

—Este necesita un sofá, no una silla —bisbiseó Sanchís.

Luisa le fulminó con la mirada. A Nico la sangre se le agolpó en la cara. Se puso rojo como un ladrillo. La inspectora sintió un arrebato de extraña ternura por él, pero lo ocultó con habilidad. Si los demás sospechaban que ella le hacía su favorito, lo masacrarían. Todos menos Aduriz. Un espasmo en el corazón. «Ni hablar. Nada de enamorarte de Aduriz. Estás en medio de una investigación de asesinato que va cuesta abajo y sin frenos. No tienes ni tiempo ni energía —dijo su mente—. Además, está casado y su mujer embarazada de ocho meses. Desde luego, tienes un ojo clínico para los hombres» —añadió.

—¿Eres especialista en odontología forense?

—Algo s dejo Nico mientras se encogías-añadiuina y comprando una botella de White Label. oneses a los que una gué —dijo Nico encogiéndose de hombros con timidez. La gente solía apartar la vista cuando le veía. Ahora seis pares de ojos muy abiertos lo miraban como si acabaran de descubrir América.

 —Mejor que el truño de Jiménez.

—Ya vale.

—A ver, Nico aporta un rayo de luz a esta panda de ignorantes indocumentados.

—Bueno, el acto de morder… —dijo mientras sacaba un molde dental del bolsillo derecho de sus pantalones negros.

Risas sofocadas.

—Con esa cosa en el bolsillo, muerde a las tías cuando liga con ellas.

—Tronco.

—¡Callaos ya! —dijo Luisa con voz seca.

Silencio tenso. Nico transpiró vergüenza e infelicidad.

—Sigue, por favor.

—El acto de morder es un acto dinámico. —Con la mano derecha, Nico abrió una dentadura impresa en 3D e hizo castañetear sus dientes. El molde dental emitió un chirrido macabro que engulló la escasa serenidad que le quedaba a Luisa—. En el que intervienen la mandíbula y la reacción de la persona a la que se muerde. También alteran la mordida la elasticidad de la piel y el sitio del cuerpo que se muerde.

—Al grano, Ramones.

Risitas de burla, resoplidos sofocados, silbidos, murmullos, bisbiseos, cuchicheos burlones.

—Y menos BigMacs —añadió Sanchís.

Luisa apretó los puños e intentó controlarse. Se sintió indignada.

—Intervienen el maxilar superior…

—Silencio. Al que vuelva a interrumpir le pongo un parte —dijo Luisa frunciendo los labios mientras meneaba la cabeza, indignada.

El misterio más fascinante de Atapuerca

La realidad de la Unidad de Homicidios estaba lejos de esas escenas protagonizadas por policías pulcros y profesionales, con un cociente intelectual de 140, que trabajaban en equipo analizando pruebas forenses en perfecta armonía propias de la serie CSI. En su equipo abundaban los jetas salidos de una película de los Albóndigas que habían sido promocionados en la unidad por criterios no profesionales. Luisa a veces se sentía como la señorita Rottenmeier. A sus espaldas la llamaban «la sargento de plomo», una imagen de sí misma que la frustraba, aunque fingía encajarla con buen humor. Siempre esperamos de los demás una mirada más benevolente que la que normalmente obtenemos. Luisa desconfiaba de la gente que la criticaba, pero más aún de la que la apoyaba.

—Se necesita un reconocimiento automático de las marcas dentales en las fotografías de las marcas en la piel. He creado una tecnología tridimensional para usarla en el análisis de las mordeduras humanas.

—Pero, bueno, tantas noches aquí en vela…

—Creíamos que te estabas haciendo pajas —dijo Sanchís con una mueca taimada.

—Fuera.

—Era una broma.

—Fuera de mi equipo ya. Expulsado. Fuera. Te olvidas de que han asesinado a una chica de dieciséis años con toda la vida por delante —la ira hizo temblar su voz—. No quiero volverte a ver.

—Era una broma.

—Estoy harta de tus bromas, Sanchís. Esto no es el instituto.

Sanchís se levantó con cara pavorosa, resopló y se arrastró hacia la puerta, desencajado por la humillación.

—Nazi sin vida.

—¿Qué has dicho?

Los hombres se aliaban entre sí. Los hombres estaban acostumbrados a ser cómplices frente a las mujeres. Llevaban en los genes ser jefes y mandar. Las bromas, los chascarrillos, los chistes machistas iban contra ella, que estaba sola, aunque fuera la jefa. Las alianzas masculinas eran estables y fuertes en el mundo patriarcal en el que vivía. Pero no le importaba porque a Luisa le daba igual no caer bien.

—¿Sabes qué te falta, Sanchís?

—¿Qué?

—Unas gafas de espejo. Así tu imagen de poli chulo de mierda está completa.

La inspectora Baeza luchó por calmarse. Apretó muy fuerte los puños.

—Perdona, Nico, sigue.

Todos se callaron. Aduriz suspiró y dijo:

—Luisa tiene razón. Una chica ha muerto. Pensemos en la familia.

—Eso es Bites. Un software que he creado y quiere lograr una huella dental que conserve lo que la hace única. También he mejorado el registro de módulos dentales.

—¿Cuál era el problema?

—El problema es lo que pasó con el informe de Jiménez con el sospechoso Max Rey. El análisis subjetivo de la comparación de los patrones de mordida. Rafael Espejo y yo creemos que se puede afinar mucho más gracias a la tecnología.

—¿Cómo nos puede ayudar Bites?

—Calculando los parámetros que permiten identificar a un individuo. Distancia intercanina, rotación, excentricidad —explicó Nico mientras encendía su portátil y conectaba un disco externo en uno de los puertos USB. Manejó el ratón y le dio al icono de un molde dental azul fosforescente que titilaba en la oscuridad cósmica de su escritorio. El programa se abrió como la cueva de Alibaba prometiendo emociones fuertes—. Y represento los bordes incisales de los modelos dentales como un grupo de coeficientes geométricos. Así el análisis de las marcas por mordeduras se puede medir, cuantificar.

—Bingo.

—¿Cómo funciona?

Nico movió el ratón y emergieron elipses, números, operaciones matemáticas al clicar en las funciones de un menú que era un galimatías para la inspectora Baeza.

—Bites aproxima cada marca dental a una elipse y el arco dental a una semicircunferencia.

—Odio mi trabajo, llévame a Silicon Valley contigo.

La inspectora Baeza se dio cuenta de que Nico estaba disfrutando de sus quince minutos de gloria. Experimentó una extraña satisfacción al ver que el chico era el centro de atención por primera vez desde que pisó el suelo de linóleo de la unidad.

De repente, una sensación de zozobra apretó el estómago de Luisa. A medida que la alegría de su equipo crecía, ella se sentía más angustiada.

—El asesino tiene un rasgo positivo, tiene un diente con un rasgo individualizador, le falta este premolar. Lo cual es una suerte —dijo Nico con voz excitada.

Nico se volvió a una audiencia boquiabierta que le aplaudió en un arranque de euforia espontánea. Le ardió la cara. Le hirvió la sangre.

Aduriz se acercó a una neverita blanca, el sanctasanctórum de la planta principal donde trabajaba la Unidad de Homicidios. Luisa lo acompañó.

—¿Qué pasa?

—¿Tienes un minuto?

—Claro.

El misterio más fascinante de Atapuerca
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Aduriz se puso de pie junto al ventanal por donde se filtraba el zumbido amortiguado del tráfico, por donde se colaba el resplandor amarillo apagado de las farolas. El viento aulló e hizo temblar los cristales. Su traje relució como las hojas de los árboles al atardecer. Aduriz se agachó y abrió la nevera. Táperes con restos de comida, naranjas, manzanas pochas, yogures tropicales desnatados, botellas de leche desnatada medio vacías, tetrabricks de leche de soja, batidos de chocolate. Luisa Baeza se agachó a su lado.

—¿Nos podemos fiar de él? —preguntó a Aduriz con voz nerviosa.

—¿Qué alternativa tenemos? —dijo él con serenidad mientras abría el congelador. Un aliento de hielo les dio en la cara. Una botella de champán reposaba sobre el caótico lecho de hielo del interior.

—Ninguna.

—¿Por qué no te fías?

—Es un becario.

—¿De qué tienes miedo?

—De volver a cagarla.

—Miriam es más importante que nuestro ego.

Aduriz sacó la botella de Moët & Chandon del congelador. El broche color rojo, la cubertura dorada, restos de hielo apelmazados sobre su elegante superficie verde oscura. Se puso de pie. Luisa se sintió ridícula al seguir acuclillada. Un océano de malestar batió contra su pecho.

Aduriz se acercó al grupo arracimado alrededor del portátil de Nico como si fuera un tótem mágico. Luisa lo miró con pupilas impotentes frente a la nevera todavía abierta.

—¿Qué celebramos? —preguntó la voz ronca de camionero de Bonilla.

—Una nueva era libre de enchufados —dijo Aduriz con entusiasmo, nimbado de un aura luminosa que Luisa Baeza envidió.

—Por una nueva era —dijo Aduriz.

Gritos y berreos empapados de excitación efervescente. Aduriz agitó la botella como hacían los futbolistas en el vestuario para celebrar la victoria de la Liga. Un chorro de champán brotó y ascendió al techo mojándolos a todos.

Nico los miró con ojos desorbitados. El corazón brincó en su pecho. Sintió la cabeza a punto de estallar. ¿Todo eso era por él?

—¡Por el becario! —bramó Aduriz levantando la botella de Moët & Chandon en un gesto triunfal que desató la complicidad incondicional del grupo.

Luisa lo contempló. Aduriz poseía algo que ella no tendría ni aunque se reencarnara un millón de veces. Carisma. La capacidad de hacer sentir bien a la gente. La facultad de que lo difícil fuera fácil. Todo el mundo quería estar a su lado.

Nico sonrió, abrumado por el súbito reconocimiento. Recibió con cortesía y prudencia el tributo de sus compañeros, quienes lo abrazaron y levantaron dos palmos del suelo.

—Muerde, muerde, muerde —canturreó Bonilla, que ya venía borracho de fábrica.

El becario se balanceó sobre sus Vans aturdido por una alegría burbujeante.

Nuria Verde
El misterio más fascinante de Atapuerca

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