“Los crímenes de Atapuerca”. Capítulo 74

Capítulo 74

Carla se enfrenta a su clase de nuevo. En la última fila está sentado Marco. Hace un esfuerzo por no mirar al chico. Mientras habla de El Rey Lear de Shakespeare, nota cómo la voz se le ahoga:

—Lear no entiende cómo la vida puede seguir sin su hija Cordelia porque tras su muerte el mundo se ha vaciado de significado. Por eso su monólogo se ha hecho clásico, porque expresa perfectamente el dolor cuando perdemos a un hijo.

Silencio indiferente y abúlico.

—¿Cuál es la clave del amor según Shakespeare? Demostrarlo sin expresarlo con palabras. Las bonitas palabras, los halagos delante de terceros se los lleva el viento, nos dice Shakespeare.

Cuando la clase termina, Carla le dice a Marco:

—¿Puedo hablar contigo?

Al chico se le nota muy incómodo. Como si ella le estuviera retorciendo el brazo.

—Sí.

—¿Viste a Miriam ese día?

—Escuche, ya se lo he dicho a la policía. Yo no la vi ese día.

La indiferencia hosca del adolescente enerva a Carla, la lleva a traspasar una frontera de frustración que está más allá del dolor vacío, la hartura irritada que suele sentir. No es ya dolor. Es una angustia agotada por vivir, una angustia que le impide levantarse cada día de la cama y atravesar mentalmente el pavimento de las horas vacías que le quedan por vivir. Es la horrible sensación de ser protagonista de una pesadilla que le puede pasar a los demás, pero nunca a una.

—Escucha, si le has hecho daño a mi niña, te mataré, Marco. Me da igual ir a la cárcel. ¿Te crees que tengo ya algo que perder?

Cuatro horas más tarde, Matías, el director del instituto, intercepta a Carla en el aparcamiento cuando ella está apuntando con su mando a la puerta de su Toyota Auris. Carla no quiere ir a casa. Solo quiere conducir. Solo quiere desaparecer. Solo quiere no pensar.

—¿Puedo hablar contigo un momento? —pregunta Matías.

Carla resopla. Se apodera de ella la irritación.

—No es nada malo.

—Sí, claro.

—La madre de un alumno, Marco Herráiz, se ha quejado de ti. Dice que hostigas a su hijo, que le amenazas y que le culpas de lo que le pasó a tu hija.

—Yo no hago eso, Matías.

—Escucha, Carla, sé que lo has pasado muy mal. Y lo estás pasando. Has recibido el peor palo que te puede dar la vida. Pero cógete la baja, no tienes que reincorporarte tan pronto.

—No puedo estar en casa. Me subo por las paredes. La casa se me cae encima.

—Muy bien. Lo entiendo. Pero necesitas descansar, Carla, has estado sometida a mucho estrés últimamente. El chico no…

—Ese chico trafica con drogas aquí en este instituto y metió a mi hija en las drogas, tú lo sabes y miras para otro lado.

—¿Tienes pruebas de lo que dices?

—¿Y tú harías algo, aunque yo te diese una prueba?

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