«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 82

El misterio de Atapuerca

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El misterio de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 82

La inspectora Baeza entra en su habitación de hotel para ducharse y dormir un poco. Gracias a Dios, la limpiadora ha cambiado las sábanas con restos de semen, sudor de Sebastián, su propio sudor, ha puesto fundas de plástico nuevas en las papeleras y toallas limpias en el baño. Su santuario. Su refugio de soledad y quietud. Se pone un whisky. Lo bebe frente a la ventana que da a una calle solitaria. Las farolas salpican rodetes de luz amarilla en la acerca.

Comprueba por tercera vez, compulsiva, al borde de perder el control, que tiene la orden judicial en su bolso. La voz en la cabeza la castiga y no la deja en paz, «eres una idiota integral, no tienes remedio, estarías mejor muerta, dejarías de ser una carga para todo el mundo, sabes lo que te va a pasar, ¿verdad? Te van a crucificar. Te lo mereces, inútil».

Esa noche no duerme, da vueltas en su cama con las mantas pesándole como el velamen de un barco, asfixiada. Unas palpitaciones desagradables percuten sobre su pecho. Le da miedo cerrar los ojos porque ve a Sebastián haciéndole el amor y mordiéndola. Se sube por las paredes mientras el tiempo con su crueldad morosa se arrastra como una serpiente insomne.

Luisa se ducha embargada por sensaciones de desasosiego, desorientación y alivio porque ya es de día, porque la noche de pesadilla ha pasado ya. Cuando se peina frente al espejo, ve en sus ojos una conmoción embotada, un ramalazo de vergüenza la golpea en la cara. Sus ojos se dilatan. La maldita mordedura está en su cuello. Oh, Dios, se parece tanto a la de Miriam. «¿Por qué, Sebastián?, ¿por qué?, ¿por qué a mí?». Un conflicto moral tiene lugar en su cabeza.

«¿Y si no dijera nada?, ¿y si me callase? Además, no estoy segura de que la mordedura la haya hecho él. —Siente una gran agitación interior—. ¿Qué es lo que tengo después de todo? Una conjetura fantasmagórica. Una paranoia mía. Una locura que es no es real». La creencia de que todo es un espejismo de su mente la alivia. La lucha mental encarnizada le drena las últimas fuerzas que le quedan. Pero tiene que hacer lo que tiene que hacer. Es su deber.

Atenazada por el pánico ve en su móvil que tiene tres llamadas perdidas de Sebastián que no piensa contestar. Él ya se huele el pastel. Pero no puede hablar con él. No tiene valor. No puede fingir que no pasa nada.

El misterio de Atapuerca

Se viste con parsimonia mientras siente un agotamiento extremo. Sin energía. Sale de su habitación. Comprueba una y otra vez que ha cogido la tarjeta que abre y cierra la puerta. La ansiedad, su vieja amiga. Nunca da un adiós definitivo.

Cuando sale a la calle, su corazón late salvaje, revolucionado. Alguien tapa sus ojos con las manos. Odia que la gente haga eso.

—¿Quién soy?

—No lo sé —dice con irritación.

—¿No reconoces mi voz?

—No —dice Luisa al borde del desmayo.

El desconocido no quita las manos de su cara. Luisa tiene ganas de aullar. Por fin, tras unos segundos agónicos, la libera de la prisión de sus manos.

Sebastián la mira y sonríe.

—Hace dos noches sí la reconocías —dice Sebastián cuando ella se da la vuelta.

—Hace dos noches es hace mucho tiempo.

Se siente aterrada. Pero disimula. Tiene el cuerpo empapado en sudor. Sus escalofríos la convulsionan.

—¿Estás bien?

—He estado mejor.

—¿Qué pasa?

—Nada.

—¿Te molesta que te acompañe?

—Sí. Tengo mucho trabajo que hacer —responde Luisa con dureza.

La cara de Sebastián se contrae de dolor como si ella le hubiera dado una bofetada.

—Ya lo pillo. Nos vemos —dice Sebastián mientras se aleja andando hacia atrás con grandes zancadas. El viento le revuelve el pelo.

—Hasta luego —dice ella

La clínica dental del doctor Orduna está situada en el barrio de Vista Alegre-G3, muy cerca del Hospital Universitario. Luisa ha llamado a todos los dentistas y clínicas dentales de Burgos presentándose como la agente de policía Laura Fornos, que trabaja en una investigación de un homicidio, y preguntando si han tenido como paciente a Sebastián Mur. En la clínica de Carlos Orduna le dijeron que sí.

Madres que llevan a sus hijos al colegio, putas parejitas que salen juntas a trabajar, pisos nuevos con pista de pádel, gimnasio, zona de juegos para los niños y piscina. Gimnasios donde hay gente corriendo en la cinta, sudando en la elíptica, montando en bici, ataviados con sus camisetas fosforescentes azules, rosas, amarillas, la funda de plástico en el brazo donde llevan su móvil, conectados con sus auriculares a su playlist de Spotify.

El misterio de Atapuerca

La clínica dental de Carlos Orduna es una oda al valor de la sonrisa perfecta para lograr una vida saturada de felicidad. Uno no ha completado la evolución humana si no luce dos hileras de dientes hiperblancos como los que exhiben la pareja de ancianos que aparece ultranimada en la foto gigantesca que tapiza la pared de cristal de la entrada. A Luisa se le revuelve el estómago al mirar sus caras tostadas por el sol, que supuran alegría falsa, sus dentaduras relucientes. También están los padres en radiante armonía, con sus dos hijos, primeros planos de caras orgásmicas de felicidad, más primeros planos de dientes de un blanco nuclear. «Tu sonrisa es tu mejor carta de presentación», reza un eslogan bajo las personas con dientes perfectos, con vidas realizadas.

La inspectora Baeza se siente un ser miserable con sus dientes montados, con un tono que tiende al blanco roto.

Al abrir la clínica, la inspectora Baeza se enfrenta a una recepción donde tras una barra blanca la espera una recepcionista con dientes ultrablancos. Se imagina que es requisito indispensable para obtener el trabajo o igual le hacen descuento por trabajar en la clínica del doctor Orduna. Luisa se ríe para sí misma al recordar el episodio de Friends en el que Ross se blanquea los dientes antes de su cita con Hillary y se le va la mano. Todos en esa clínica se han pasado de rosca al blanquearse los dientes.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? —dice una chica de veintitantos años, morena y mona, muy maquillada. Sus dientes refulgen como si hubiera ganado un concurso de simpatía.

A la izquierda, Luisa ve una sala de espera con revistas ¡Hola!, Semana, National Geographic diseminadas sobre una mesa baja de cristal con patas lacadas en negro. Le recorre un escalofrío, recuerdo del sufrimiento que pasó cuando era niña en dentistas de medio pelo, más sacamuelas que otra cosa. Le viene a la memoria un tipo siniestro y viejo que accionaba el torno presionando con el pie un pedal mecánico y que le hizo ver las estrellas. Descargas eléctricas de dolor. Se sintió atrapada en ese potro de tortura. A la salida, su madre le pegó por llorar como una Magdalena.

Echa un vistazo al fondo, donde hay una sala iluminada bajo luces halógenas muy fuertes, como la nave de mister Spock, una silla de paciente forrada de cuero blanco que puede adoptar diferentes posiciones, una exhibición de herramientas dentales: pinzas de ortodoncia, Mershons, empujadores, pinzas de ligadura, posicionadores de brackets, alicates. Huele a enjuague bucal con sabor a menta. En el hilo musical suena Michael Jackson, políticamente incorrecto dado la cantidad de niños que son potenciales clientes.

—Tengo una cita con el doctor Orduna.

—¿De parte de quién?

—De Luisa Baeza.

La chica pizpireta de pelo moreno impoluto y resplandeciente levanta un teléfono blanco y marca un número con aire de eficiencia profesional.

—Doctor Orduna, está aquí la señora Baeza. Sí. Sí. Gracias.

La recepcionista le hace un gesto a Luisa para que la acompañe por un pasillo de aire futurista y vacío, más fotos de gente feliz con sonrisa Profident, hasta una puerta azul situada al fondo. Llama a la puerta de forma cuidadosa.

—¿Sí?

—Doctor Orduna. La señora Baeza.

—Sí, pase, pase.

La recepcionista, que huele a menta y jabón con aroma a rosas, abre la puerta a Luisa y la deja pasar.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes.

El despacho del doctor Orduna es un culto a su personalidad. Hay más ego por centímetro cuadrado que gente en el metro en Pekín en hora punta. Diplomas de máster en Harvard, Odontología en la Complutense, número uno en TopDoctors y Doctoralia, más diplomas de la Universidad de París IV.

Es un hombre de cincuenta y tantos años, cara aquilina, aristocrático perfil, muy moreno, sonrisa hiperblanca de tiburón triunfador, traje de chaqueta caro y reluciente, camisa azul y corbata, bata blanca que destella hasta herirle los ojos.

—Siéntese, por favor. ¿En qué puedo ayudarla? —dice en tono educado y condescendiente, típico de los que tienen mucho dinero y no tienen que preocuparse el resto de sus vidas. Una foto ladeada del doctor Orduna con una mujer más joven que se parece a la mujer de Julio Iglesias y cinco niños rubios vestidos iguales le sonríen desde un marco labrado con arabescos de plata. Todos con sonrisas blanqueadas. Las modas estéticas de Estados Unidos llegan aquí con veinte años de retraso.

—¿Por qué vino a su consulta el señor Sebastián Mur?

—El señor Mur vino porque quería hacerse un implante de titanio. Le hicimos un escáner con una férula radiológica específica.

—¿Por qué quería un implante?

—Tenía una agenesia del segundo premolar inferior.

El estómago le dio un vuelco a Luisa.

—¿Eso qué significa?

—Es la ausencia congénita de un diente debido a una anomalía genética. Causa problemas de oclusión y postura, un acelerado desarrollo de la arcada dental y problemas estéticos.

—¿Tiene el escáner del señor Mur antes del implante?

—Sí —dijo el doctor Orduna, frunció el ceño y emanó preocupación mientras tecleaba con dedos rápidos y esbeltos en el teclado de su ordenador HP—. Espero que esto no me salpique. Yo no tengo nada que ver.

—No se preocupe. Son datos confidenciales.

—No quiero…

—Señor Orduna. Yo nunca he estado aquí.

—Se lo agradezco.

El corazón le latió con violencia a Luisa. Segundos letales de angustia, tiempo que se alarga agónico como relojes fundidos sobre las paredes de su ansiedad.

—Sí, aquí está —dijo el doctor Orduna.

Un inmenso alivio se disolvió dentro del cerebro de Luisa.

—¿Dónde está la orden judicial?

Luisa abrió su bolso grande negro y sacó la orden. A continuación, le dio un pendrive negro y Orduna lo cogió, lo insertó en uno de los puertos USB de su ordenador HP y le copió la carpeta con los escáneres tridimensionales de la dentadura de Sebastián Mur.

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