
A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. También se cuenta la historia de amor de Andrea y Lara, dos arqueólogas en Atapuerca.
La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.
Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.
Capítulo 83
Cuando amaneció, Luisa sintió los párpados pegados con pegamento y más sueño del que había tenido en su vida. Nico dormía bocarriba en el sofá, con su camiseta de Iron Maiden encima de su tripa fofa, con la boca abierta. Tenía la vulnerabilidad de un niño indefenso.
Luisa echó un vistazo a su alrededor. Su habitación parecía el garaje de Bill Gates cuando creó Microsoft con Paul Allen. La electricidad estática gravitaba en el aire. Los ordenadores y las impresoras zumbaban, ronroneaban, suspiraban, vibraban y tenían vida. Una hilera de dientes emergía de la aguja de la impresora, que perforaba el material y se movía con complejos movimientos en bucle. Motas de polvo danzaban bajo el haz de luz que se colaba por la ventana. Olía a una sustancia química que Luisa no supo reconocer.
Luisa abrió los ojos y revivió la pesadilla. Sebastián era un monstruo. Fue al baño y vomitó un líquido amarillo ácido. Reprodujo en su mente cómo su lengua la babeaba, cómo sus dientes la mordían como había mordido a Miriam. Un desasosiego espantoso borboteó en su pecho. Se atormentó visionando las imágenes de esa noche en su mente. Se desnudó. Se metió en la ducha. Puso el agua caliente al máximo hasta que se escaldó la piel mientras se restregaba todo el cuerpo, furiosa y asustada, con la esponja y el líquido dorado del jabón, frotó bien su sexo, se metió los dedos en la vagina para no dejar ningún rastro de él mientras una sensación de ahogo crecía y crecía en su pecho. El ala negra de la angustia la cobijó y ella frotó y frotó su piel para borrar todo rastro de él, para purificarse hasta que la piel le escoció. Ardía. Sus piernas se vencieron y Luisa se sentó en la bañera bajo una lluvia de agua muy caliente. Tembló como una niña recién nacida mientras sollozaba bajo la ducha.
—Luisa, ¿estás bien?
—He estado mejor.
—¿Pasa algo?
—Nada.
—Tengo que entrar al baño.
—Ya salgo.
Luisa se puso el albornoz y caminó hacia la puerta. La abrió. Nico parecía el yeti, barba, enorme, con el pelo alborotado.
—Buenos días.
—Buenos días.
Luisa oyó cómo Nico orinaba como un caballo al otro lado de la puerta.
—Voy a por café.
—Genial.
Su entusiasmo le encantó. Todo le parecía genial. Luisa se puso unas bragas limpias, el sujetador, una camiseta blanca del Primark y unos vaqueros. Se miró en el espejo y se peinó con las manos. Sintió un malestar en la boca de su estómago. La mordedura. Ahí estaba. No se iba. Él la había marcado como había marcado a Miriam Sinaloa. «Me va a matar. Me va a matar».

Oyó el sonido de lluvia de la ducha. Al salir, Luisa puso el cartel de «no molestar» en el picaporte dorado de la puerta. Se imaginó el horror de la limpiadora al entrar y descubrir que habían hecho de la habitación una madriguera cibernética de un adolescente friqui, topándose con Nico desnudo en el baño.
Ahora Luisa Baeza atraviesa el silencioso pasillo enmoquetado de azul. Llama al ascensor. No ha querido mirar el móvil por si ve llamadas perdidas de Sebastián. Entierra las cosas malas en los rincones oscuros de su cerebro. «Si no lo ves, no existe».
Cuando sale a la calle, se siente entumecida, metida en una burbuja de cristal. Los sonidos se amplifican: una taladradora que retumba sobre la acera, los cláxones de los coches, el chirrido del autobús que se para, el tráfago de conversaciones por los móviles que la gente mantiene mientras anda con prisa. La habitación era un útero donde se sentía a salvo, ella flotando con Nico en un mar de líquido amniótico, lejos de la crueldad del mundo. Se alegra de no estar sola.
Una hora después llama otra vez a la puerta de su habitación, en una mano sostiene una superficie de cartón con dos cafés con leche y en la otra una bolsa de croissants que prometen alegría y delicia. Oye el sonido de la tele. Bob Esponja. ¿Nico ve Bob Esponja? Nico se levanta, se arrastra hacia la puerta y dice:
—¿Eres tú?
—Soy Patricio.
El chico le abre. Pelo mojado, se ha peinado, una vaharada de colonia del hotel la golpea en la cara. Olor cítrico.
—He llamado al trabajo para decir que estaba malo. Es la primera vez que hago algo así en mi vida.
—No tienes que hacer eso.
—Quiero hacerlo. Quiero… —Una pausa dubitativa—. Trabajar contigo. Esto es lo mejor que me ha pasado.
Luisa no quiere pensar cómo es la vida de Nico si esto es lo mejor que le ha pasado. Siente mucha ternura por él.
—¿Cómo van los moldes?
—Al primero le queda una hora. Luego pondré el segundo.
—Agua con ajos. Toca esperar.
—Sí.
Desayunaron en silencio con el sonido monótono de la aguja de la impresora en 3D de fondo. Nico la miró y sonrió. Luisa aportaba una cualidad brillante al ambiente de la habitación con su sola presencia. Ella resplandecía y las sillas, la mesa, la cama, los ordenadores, las impresoras desaparecían. Solo estaba ella.
Una emoción latió en el vientre de Nico. Se sintió muy vivo. Nunca se había sentido tan feliz en la vida. Destellos de alegría.
Se abrieron el uno al otro como si no tuvieran nada que perder. Dos desconocidos que se encuentran en una situación extraña, cómplices. Luisa confiaba en él. Le conmovía que Nico se arriesgara por ella.
Charlaron durante horas. Los dos fueron sinceros.
Nico le dijo que le había criado su abuela. Sus padres eran fantásticos, pero estaban absortos el uno en el otro, se pasaban la vida viajando y no le prestaban atención. No le gustaba salir de fiesta con los amigos. No le dijo a Luisa que los otros chicos se metían con él por su gordura, bromas crueles que al final le hacían preferir quedarse en casa con su abuela enfrascado en sus criaturas.
Luisa le contó que su padre era alcohólico. Le dijo que su relación con su madre era un desastre. Su madre tenía problemas mentales y un día la quería mucho, de una manera desorbitada, y al siguiente la odiaba y la despreciaba. Una montaña rusa emocional. También le habló del secuestro de Toni, le dijo que ella no sentía el corazón, solo una plomada de culpa que tiraba de ella hacia abajo.
Él tenía raíces. Ella carecía de ellas.
No le habló de lo desesperada que se sentía por haber matado a Max. Esa caja cerrada en el rincón más oscuro de su mente no quería abrirla.
De repente, la aguja paró de moverse. Una luz roja se encendió. Nico se levantó, se acercó a la impresora, sacó la parte superior de la dentadura, sopló, un polvillo blanco cayó sobre la alfombra como escarcha. Con el dedo índice, Nico acarició el contorno de los dientes. Colocó una gruesa lámina de material en la parte baja de la impresora 3D, tecleó en su portátil y la aguja empezó a funcionar de nuevo.
Nico y Luisa se emboscaron en su refugio, lejos de las miradas de los adultos. Él puso en YouTube música de Philip Glass. Metaformosis.
—Mira qué pasada esta parte —dijo Nico—. Es una maravilla.
Ella dejó de sentir esa pesadez letal en la cabeza.
¿Lo había hecho él solito? No le extrañaba que los genios españoles se marcharan a Israel o a Silicon Valley a desarrollar sus apps, a conseguir capital, a desarrollar su software.
El peligroso y ambiguo juego de las apariencias. A veces quien menos te esperas se convierte en tu amigo.
El día pasó sin sentir. Cuando Luisa abrió los cortinajes y miró por el ventanal, la ciudad resplandecía en un mar de oscuridad.
—Voy a por la cena.
—Genial.
Luisa cogió el bolso y salió de la habitación. Oyó el sonido de la canción de Bob Esponja desde el pasillo.


Escritora. Autora junto con Gonzalo Toledano del libro “Cómo crear una serie de televisión” (Ediciones T&B) y “El verdadero tercer hombre” (Ediciones del Viento) “Los crímenes de Atapuerca” (Caligrama)
Periodista de RTVE.