El asesinato que estremeció Atapuerca

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El asesinato que estremeció Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 86

Sebastián se interna en una zona tranquila de chalets adosados nuevos e iguales, chopos recién plantados, coches Citroën C4 Picasso, Dacia Logan MCV, Seat Alhambra, Peugeot 5008, Skoda Superb Combi. Todos los vehículos tienen la sillita para el niño —a veces dos— instalada en el asiento trasero.

Luisa se queda en la esquina de la calle. Desde allí observa cómo Sebastián llama al telefonillo de uno de los adosados. Con un zumbido, alguien le abre la puerta y él recorre un pequeño camino con losetas color amarillo pálido hasta subir los escalones, situarse frente a la puerta de entrada y llamar al timbre.

En el pequeño jardín hay una bicicleta de mujer apoyada contra el murete del garaje. Luisa se palpa su chaqueta. Tienen que estar ahí. Siempre lleva una pequeña linterna y una ganzúa metidas en uno de los bolsillos interiores. Si no ha llevado la chaqueta al tinte, tienen que estar ahí. Ella no las ha sacado. «Dios mío, venga, venga, por favor».

Sus manos tocan un gancho de metal tibio. Luisa se acerca a la casa y mete su gancho en la cerradura de la puerta esforzándose por hacer el mínimo ruido posible. Un sudor frío le baña la cara. Siente una gran sequedad en la boca. Sabe que es por la paroxetina. Efecto secundario. También quedarte sin libido, sin deseo, sin picos altos ni bajos de ánimo. Por fin, tras un tenso y lento forcejeo, la cerradura cede y la puerta se abre con un clic.

Luisa se agacha todo lo que puede y se acerca a la ventana de la cocina como un hurón. Ha puesto el móvil en silencio.

Una luz tibia de color melocotón baña a un niño de dos años en una silla de ruedas. El corazón late muy deprisa a Luisa mientras espía a Sebastián, que se quita el abrigo, se acerca al niño que está conectado a un respirador por la garganta y no se mueve. Su cabeza de pájaro desolado se agita al reconocer a Sebastián, que le besa el pelo.

¿Qué está haciendo allí?, ¿qué tienen que ver esa mujer y el niño con él?

Una extraña terquedad, una perspicacia instintiva hacen permanecer a Luisa agazapada bajo el ventanal de la cocina.

La madre, una mujer morena y alta, guapa a pesar de su cara agotada y la opacidad de sus ojos, levanta la camiseta al niño y le inyecta en una cánula conectada a su estómago el contenido de una gran jeringa. El niño permanece flácido, sin vida, mira con sus ojos desorbitados a su madre mientras Sebastián le acaricia la cabeza.

El niño sonríe en una mueca ausente mientras su madre le alimenta con la jeringa. Luisa se fija en los otros tubos. Todos están conectados a un respirador artificial adosado a la silla de ruedas. Un escalofrío le recorre su columna vertebral. Ella se ha librado de semejante pesadilla al decidir no tener hijos.

De repente, el niño se agita, se convierte un bulto tembloroso y aúlla con la cara deforme por la angustia. Sebastián coge al niño en brazos, con cuidado de no desconectar los tubos que hacen respirar al niño, y vuelve la cara hacia Luisa. Parece un Cristo martirizado. A Luisa le impresiona el sufrimiento que irradia. Un sufrimiento que se hace eco en Luisa, que llora en silencio, sin poderlo evitar. Llora por su hermano Toni, por ese niño, por Sebastián, por ella.

El grito se hace espantoso. La madre parece drogada por los ansiolíticos. Una expresión hierática, desesperanzada, flota en su cara. De pronto, Sebastián besa el pelo al niño, que se calma y se adormece en sus brazos. Ese delicado gesto de ternura se le clava en el pecho a Luisa. Siente celos. Ella nunca ha tenido muestras de afecto así en su infancia.

Nada en la vida te prepara para algo así. Luisa, que en ese momento se siente una intrusa infame, una aprovechada inmoral, sigue robando imágenes de la intimidad de esa familia destrozada por las graves lesiones de su hijo. ¿Ocurrió durante el parto?, ¿una mala praxis médica? El niño es muy guapo. Es moreno y de ojos negros, tan hermoso como Sebastián.

En la encimera color azul de la cocina, Luisa atisba una hilera de origamis con forma de grullas color púrpura.

Luisa no puede respirar. Siente que se avecina un ataque de pánico. Se ve reducida a un manojo de nervios destruido sobre la extensión de césped artificial del chalet.

Luisa se aleja de allí como una miserable cobarde.

—Ojalá hubieras muerto tú y no tu hermano —le grita su madre hace veinticinco años.

Cuando Luisa saca el móvil, le tiemblan las manos. El ataque de pánico está muy cerca. En la habitación trasera de su cerebro le sonríe con los ojos crueles de un monstruo que no tiene piedad. La inspectora abre su bolso. Saca un lorazepam del blíster que siempre lleva dentro. Respira muy fuerte y muy rápido. Ya está hiperventilando. Siente la ansiedad como arena blanca cruel restregándose sobre su pecho. ¡Qué desagradable es! La caja torácica se le hunde a la vez que siente la arritmia desquiciada de su corazón. Se coloca la pastilla blanca bajo la lengua porque así hace un efecto más rápido. «¡Gracias, Dios mío, por las benzodiacepinas!».

Luisa se sienta en un banco de la calle donde está la casa porque tiene miedo a desmayarse. Tiene miedo de perder el dominio de sí misma. Tiene miedo de enloquecer. Tiene miedo de que la ingresen de por vida en un psiquiátrico. Tiene miedo de ser como su madre. Su cuerpo se desmadeja y se afloja.

Una depresión te pone de rodillas. Te da una humildad espantosa. Te hace perder todo orgullo. A su lado está su hermano Toni, que la mira con sus ojos aniñados, dulces. Es tan inocente que Luisa se desgarra de ternura al mirarlo.

—¿Por qué no viniste a buscarme, Luisa? —le pregunta el niño. Luisa le coge la mano.

Luisa saca el móvil. Llama a Aduriz, quien se lo coge al primer timbrazo. Le atormenta la mala conciencia por haber traicionado a su superior.

—¿A qué se dedica el padre de Miriam?

Nuria Verde, autora de "Los crímenes de Atapuerca". El asesinato que estremeció Atapuerca

Una respuesta a ““Los crímenes de Atapuerca”. Capítulo 86”

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