Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 89

Luisa conduce su BMW azul cobalto por la carretera que va de Burgos a Atapuerca. A su lado está sentado el subinspector Aduriz.

—¿Por qué no nos dijo la verdad, Enrique?

—A lo mejor no lo relacionó con la muerte de su hija, a lo mejor sí, pero prefirió engañarse a sí mismo.

—¿Por qué?

—Para seguir viviendo.

Luisa se castigó, se fustigó con el látigo de siete puntas de la culpa. Lo tenía delante de sus propias narices y no lo ha visto.

Sebastián. Su hermano. La persona que la sacó del pozo negro de la depresión en el que Luisa se metió tras el secuestro de su hermano Toni. La persona que se hizo cargo ese verano aciago de ella y la empotró en su equipo de la Dolina en Atapuerca enseñándola a excavar, aunque ella era una niña. La persona que construyó la elevación del andamio sobre el repecho de la Dolina ante sus ojos y le pedía, con una sonrisa dulce, que le trajera las barras para levantar metro tras metro y le hacía sentir que ella, que tan avergonzada se sentía, era una persona útil y necesaria en ese yacimiento. La persona que se había abrazado a Max Rey tras terminar de construir el andamio que se elevaba hacia el cielo desde el altozano de la Dolina.

—Viva la República de Atapuerca —dijo Max—. Tendremos nuestras propias leyes, nuestra propia organización social, nuestras propias reglas del juego. Sin jerarquías. Con libertad. Independencia —añadió.

—Brindo por eso —dijo Sebastián levantando el brazo, sosteniendo una copa imaginaria.

La persona de la que había estado enamorada en silencio toda su vida. La persona a la que más quería después de su hermano. Pero Toni estaba muerto. Mejor que estuviera muerto porque las otras alternativas eran demasiado espantosas. Por su culpa. Porque Luisa lo había matado. Porque Luisa había traicionado su confianza de inocente.

Su madre la tenía que haber matado aquella noche.

Luisa ha llamado al móvil de Sebastián. No lo ha cogido. Pero Luisa sabe dónde está. En la Gran Dolina, el yacimiento donde él ha sido tan feliz.

Luisa corre con Aduriz por la Trinchera del Ferrocarril. El subinspector le ha dejado a Baeza su pistola HK USP COMPACT 9 mm Parabellum. Él no se siente capaz de disparar si hay que hacerlo.

Reina un silencio mineral que no es de este mundo. La soledad es absoluta. No hay nadie excavando.

Luisa no quiere asustar a Sebastián. Le ha dicho a Aduriz que la deje a ella.

Si suben por las escaleras metálicas con forma de zigzag que conectan la base con el alto de la Dolina, Sebastián los oirá llegar.

Luisa y Aduriz ascienden a paso lento, concentrado, tenso, por el lomo de la colina que da acceso al yacimiento, circundándolo por detrás.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Ahora Luisa ve a Sebastián recortado en el repecho más alto de la Dolina, junto al andamio que ese verano él levantó con ella.

Luisa le apunta con su pistola.

—No te muevas. Las manos. Donde yo las vea.

Sebastián mira la sierra. Se vuelve hacia Luisa. Levanta las manos.

—De rodillas. Quieto. No te muevas —grita Luisa.

Sus palabras reverberan en el silencio sonoro de Atapuerca. La Trinchera del Ferrocarril le devuelve su eco.

—¿Me vas a matar?

—¿Por qué? Ay, Sebastián —le sale una voz triste a Luisa, la voz de una madre cuando ve sufrir a su hijo.

—¿Y tú me lo preguntas? —dice Sebastián.

—¿Por qué?

—Has visto a mi hijo.

Luisa se muerde los labios. Un desmayo afloja su cuerpo, una melancolía desatornilla su determinación. Las piernas le tiemblan. Aduriz la mira con angustia.

La tensión se corta con un cuchillo.

—Ese hijo de puta le hizo sufrir antes de que tuviera ninguna oportunidad. Lucas era un niño sano, perfecto. Y ahora no puede andar. No puede moverse. No puede hablar. No puede comer. No puede respirar. Se lo hace todo encima. Y venía sano. Su madre, oh, es la persona más inocente del mundo. No es justo.

—No, no lo es —la voz ahogada de Luisa, la emoción le obtura la garganta—. La vida no es justa.

Encajan las piezas en la mente de Luisa como si fueran bloques de un juego de Tetris.

—Por eso le rompiste los brazos y las piernas a su hija.

—¿Que Dios permitiría lo que le pasó a mi hijo?

—Sebastián. Mírame. Estoy contigo. No lo hagas.

—Y Max. Menudo cabrón.

—¿Cómo conseguiste su semen?

—Helena se acostaba con los dos. Dormí a Helena y se lo saqué con una jeringa. Después de dormirla dándole lorazepam. Luego se lo inyecté a la chica.

Pero ¿por qué? Antes de que Sebastián diga nada, Luisa ya lo sabe. Ha sido una venganza. Max era muy amigo de Enrique Sinaloa. Él le había recomendado a Jesús, su hermano, para que Max lo metiera en Atapuerca.

—Fue Max quien recomendó a Marta que cogiera a ese cabrón como ginecólogo.

—Mírame, Sebastián. Quédate conmigo.

Luisa se acerca muy lentamente hacia él sin dejar de apuntarle con su pistola.

—Se acabó.

—No, mírame.

Sebastián se acerca a ella. Luisa le apunta con su pistola, que le pesa mucho en las manos. Ojalá pudiera dejar de temblar. El corazón le martillea muy fuerte. Siente sus golpes sordos y dolorosos contra su pecho.

—Quieto.

—¿Me vas a disparar? —Esa sonrisa elegante de Sebastián. Él la había salvado durante aquel verano.

Sebastián trepa por el andamio hacia la luz radiante que baña la Dolina. Los campos, los árboles, la sierra, el cielo.

De repente, Sebastián extiende los brazos y cae al vacío como el ángel que siempre fue.

Nuria Verde
Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

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