El mayor enigma de Atapuerca

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El mayor enigma de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 90

Jesús Sinaola citó a Rafael Espejo en Atapuerca a su hora favorita: las ocho de la tarde, cuando el crepúsculo se dilataba y el cielo se teñía de rosas y violetas y la silueta cárdena de la sierra de la Demanda era más deliciosa de contemplar. Jesús no pudo soportar la idea de reunirse con Rafael para tratar el espinoso tema de la sucesión de Max Rey en un espacio cerrado, en su despacho del Gil de Siloé o en el Aranda.

La muerte de su sobrina ha angustiado a Jesús de tal forma que el tiempo se le ha parado. La vida, esa mala puta, por fin le ha alcanzado tras años de absurda baraka.

Ya no veía a Carla por cobardía. Jesús no podía enfrentarse a ese dolor tan descomunal que ella exudaba y, a la vez, se atormentaba por su miseria moral. Estaba paralizado. Estaba muerto. Estaba asustado como un niño que se pierde en una playa. Tenía miedo de quedarse solo en casa. Tenía miedo de salir a la calle. Marga, su mujer, lo cuidaba como si fuera un crío, lo cual acentuaba su culpa por no saber amar en la cotidianidad a la única mujer que lo quería tal y como era.

Cuando Jesús llegó con su Audi A5, tan diferente del 600 que tenía cuando pisó por primera vez Atapuerca, Los Geranios parecía a punto de derrumbarse. Una punzada de melancolía atravesó a Jesús. De repente, se sintió mortificado por el paso del tiempo que todo lo cambia y todo lo destruye, hasta las relaciones más sagradas.

Sinaloa dio una vuelta a la casa que otrora había albergado el bar de sus cuchipandas, de sus ruidosos, alegres, emocionados encuentros. Las paredes a punto de caerse, desconchadas de cal, el enfoscado agrietado.

Jesús se paró y oyó cómo reverberaban las risas, conversaciones, debates científicos, brindis al sol entre los coñacs y cañas, el tintineo de los miles de whiskys en vaso de tubo a palo seco que se había tomado allí con Max. Resonaron en su memoria las sobremesas infinitas con Max y Rafael y sus equipos, con Jordi, con Julia antes de que a Julia le alcanzara la catástrofe, con Sebastián y Helena, con Norberto y Paz, con Ana antes de que Ana muriera asfixiada dentro de la sima, con Andrea y Manu.

En pocos segundos, Jesús revivió su juventud en Atapuerca, cuando cada hora de vida le parecía un milagro, cuando una felicidad increíble le recorría las venas.

Ahora, de repente, Jesús se ha hecho viejo. Tras el asesinato de Miriam le han caído treinta años encima. Le faltan las fuerzas. El sol se ha puesto en su mundo resplandeciente. Jesús quería mucho a Miriam. El corazón siempre le daba un vuelco cuando la veía. Y ahora se atormenta: ¿había sufrido allí dentro de la sima?, ¿había luchado desesperadamente por su vida? Su niña. Jesús se desmoronó por dentro y apartó a manotazos los pensamientos negros.

Su bucle obsesivo de pena y remordimientos lo interrumpió Rafael cuando llegó a la entrada de Atapuerca, conduciendo su Toyota blanco híbrido. Otro que había cambiado de coche. Rafael tenía un Dos Caballos cuando Jesús lo conoció.

—Vaya, ya no nos podemos tomar un coñac en Los Geraniosantes de entrar.

—Mejor.

—Para mí no. Dame drogas, dame alcohol, que quiero estar en otro sitio —dijo Jesús.
Jesús y Rafael se abrazaron y atravesaron la explanada. Se dirigieron al fondo, donde estaba el portalón de hierro negro que cerraba la entrada a Atapuerca. Había un guardia de seguridad que les abrió la puerta después de saludarlos, ceremonioso. Jesús le devolvió el saludo con voz átona de indiferencia. Qué deprimido se sentía. Qué falta de sentido la vida.

Atapuerca ahora parecía un parque temático, con sus cartelones y expositores, con sus grandes fotos, su pulcritud y su limpieza. Era un yacimiento empaquetado, con un gran lazo dorado, con su parking perfecto, con su aire de dinero y prosperidad, tan diferente al yacimiento salvaje que era cuando Jesús llegó hace treinta y cinco años de la mano de Max Rey. Mejor no pensarlo. No quería llorar delante de Rafael.

Jesús y Rafael anduvieron por la Trinchera del Ferrocarril. Los trabajos de excavación en Cueva Mayor y la Sima de los Huesos estaban parados. En la Dolina no excavaba nadie porque no había dinero. Atapuerca se hundía como un Titanic. La decadencia reinaba en el yacimiento.

—¿Qué tal estás? —preguntó Rafael.

—Mejor no hablamos. No deseo esto ni a mi peor enemigo.

—¿Y Carla?

—Hecha polvo. No sé si va a poder sobrevivir a esto.

—Lo siento. Dicen que es lo peor que te puede pasar.

—Por eso no he tenido hijos.

—Oh, no, no ha sido por eso, Jesús.

—¿Y por qué ha sido entonces? —preguntó Jesús a su amigo.

—Porque te importa solo el trabajo.

—Bueno, también. De eso quería hablarte precisamente.

«El peloteo ha acabado», pensó Rafael. Ahora empezaba a disputarse el partido. Jesús se sintió agotado. Pero tenía que hacerlo. No iba a tirar el trabajo de una vida a la basura. No podía permanecer indiferente ante la visión de cómo Atapuerca se desintegraba día tras día.

Se hizo un silencio sobrenatural mientras recorrían a paso vivo y ligero la Trinchera del Ferrocarril. Las sombras ganaban terreno a la luz. Los arbustos desmochados coronaban las paredes blancas de piedra caliza. El suelo de tierra color beige, con gravilla, se extendía ante ellos bajo el sonido chirriante de sus botas.

Rafael tuvo la sensación de estar en un lugar sagrado. Nunca se acostumbraba. Nunca.

Pasaron la Sima del Elefante.

—Quería hablar contigo de la sucesión de Max —dijo Jesús.

—Me lo imaginaba —contestó Rafael.

—¿Querrías aceptar la dirección de la Dolina?

—No soy tu hombre, Jesús.

—¿Por qué?

—Porque Max lo viviría como una traición.

—Max está muerto.

—Pero no su hija.

—¿Quién mejor para ocupar su puesto que tú? Andrea confía en ti, tienes conocimientos y experiencia. Eres parte del legado de su padre.

—Parece mentira que me digas eso. Andrea pensaría que apuñalo por la espalda a su padre después de muerto.

Un silencio cuajado de desesperanza.

—Además, a estas alturas de la película yo ya no tengo energía —dijo Rafael al llegar a la curva que conducía a la Gran Dolina, vacía y desierta.

—Piénsalo al menos.

—Ya lo tengo pensado, Jesús. Max me trajo aquí, se lo debo. No ocuparé su cargo.

—Te debes a Atapuerca, al equipo, al objetivo que tenemos en común de investigar la historia de la evolución humana.

—Siempre has hablado muy bien, Jesús. Pero prefiero no hacerlo.

—Admiro tu lealtad, Rafael. Pero piénsatelo. No digas todavía que no. Piénsatelo.

—No cuentes conmigo.

—Te crees que Andrea es mi enemiga y que hago esto para perjudicarla. Pero no es así.

—Yo no he dicho eso.

—Me da igual, no quiero hacer reproches ni justificaciones. No le guardo rencor a Max. Y tampoco a su hija.

—Pero sois enemigos.

—No somos amigos.

—Lo que tú digas. —Rafael esbozó una sonrisa irónica. Antes creía que Jesús Sinaloa era un seductor, pero ahora sabía que era un manipulador.

—¿Por qué no pones a Andrea al frente de la Dolina? —preguntó Rafael al llegar a la altura de la Galería.

—Jamás.

—Ten a tus enemigos más cerca que a tus amigos.

El príncipe ha sido malinterpretado. En primer lugar, Maquiavelo no lo escribió para complacer a los Medici. Quería que los Medici hicieran algo importante por Italia. Igual que yo quiero que tú hagas algo importante por Atapuerca. Eres el mejor para el puesto.

 —Maquiavelo también decía que hay circunstancias especiales que justificaban la crueldad, la traición, la infidelidad. Yo no estoy de acuerdo.

—De todo eso ya hemos tenido más que suficiente aquí. Te ofrezco empezar de cero.

—No. Amo Atapuerca más que mi alma. Pero es el momento de decir adiós.

—¿Es tu última palabra?

—Sí.

Una pausa tensa se dilató y contuvo el distanciamiento de los dos amigos.

—Espera, que no veo ni Pepe Leches.

Rafael asintió. Sacó la linterna de un bolsillo de su chaqueta de fotógrafo y la encendió.

El mayor enigma de Atapuerca

—Ser inteligente no es suficiente para dirigir la Dolina —dijo Jesús, que volvía a pensar en Andrea.

—Lo ha pasado muy mal.

—Ser víctima no la convierte ni en buena persona ni en la persona apta para dirigir la Dolina.

—¿Por qué la odias tanto?

—No la odio. No confío en ella. No puedo hacer jefa a alguien en quien no confío. No respeta las reglas. La he pillado excavando a escondidas por la noche, sin mi permiso. Además, es otro Quijote y no quiero a otro Quijote. De visionarios iluminados y populistas ya he tenido bastante con Max Rey. Quiero a un Sancho Panza, a alguien que se ciña a la realidad y lleve la Dolina con sensatez. ¿Soy mala persona por ello?

—No, no lo eres. Por eso me quieres a mí.

—No te lo tomes a mal. Acepta, Rafael, será la guinda de tu carrera.

—No quiero más gloria, Jesús. Ya he tenido suficiente. Y, sinceramente, no era lo que creía que iba a ser.

—¿Entonces qué quieres?

—Vivir. Recostarme sobre una barca y mirar el mar. Disfrutar de mi nieto. Me he comprado con Carmen un apartamento en Rota. Disfrutar de mis vacaciones, no venir cada verano a Atapuerca a trabajar bajo presión.

—Atapuerca es tu vida.

—Y le estoy agradecido, Jesús. Pero yo desde el infarto no soy el mismo. He cambiado. Quiero pasar más tiempo con los míos.

—Pues entonces el sucesor tiene que ser Norberto.

—Matarás a Andrea si haces eso.

—Me da igual. Andrea no manda aquí. Y no es superior a nosotros, por muy arrogante y capaz que sea.

—Menos mal que no era tu enemigo.

Cuando Jesús y Rafael llegaron a las faldas de la Dolina, ya había oscurecido. La noche se había comido la pared de roca kárstica, la malla de andamios, el corsé metálico que ceñía la espalda del yacimiento más importante de toda Atapuerca.

Anda que no se había quemado bajo el sol excavando allí Rafael. Cómo se emocionó cuando Andrea encontró los dientes del Homo antecessor. De repente, una sonrisa emergió en su cara cuando recordó la broma que le gastó Max cuando él tiró una piedra al capacho de los desperdicios y Max le gritó: «¿Qué haces, loco? Es un fémur de caballo, pedazo de fósil». Rafael se quedó hecho polvo. Ráfagas de la risa de Max, la mejor risa del mundo. Cuando estaba entusiasmado, Max era el mejor, pero cuando se oscurecía, era el más oscuro.

—Es una broma, Rafa —dijo Max partiéndose de risa.

Qué alegría y emoción había entonces en Atapuerca. Qué pena que todo se haya perdido. El tiempo se lo come todo.

Rafael sintió cómo el pecho se le llenaba de vacío existencial. Se metió dentro de un agujero de soledad que lo absorbió y lo dejó sin fuerzas.

—El elegido es Norberto Seseña entonces. ¿Me apoyarás al menos?

A Rafael le dio pavor ver a su amigo tan derrotado y acorralado. El estómago se le tensó. Asintió.

Rafael se dio cuenta de que Jesús sentía un inmenso alivio. Se había quitado un peso de encima.

—Confío en Seseña. Ahora mismo no confío en nadie más en Atapuerca. Solo en él y en ti. No quiero una guerra con Andrea Rey, pero no puedo tirar todo el trabajo de años por la borda, todo el esfuerzo de cientos de personas. No puedo dilapidar el trabajo de mi vida.

—¿Le eliges porque te es fiel?

—Por supuesto.

—¿Ese es el único criterio?

—Sí.

—¿Entonces por qué buscas mi aprobación?

—Porque eres el único amigo que me queda.

Los dos amigos caminan por la explanada negra a los pies de la Dolina.

—Ya sé que Seseña está tocado por el derrumbe de la Dolina. Fue mala idea excavar con esa lluvia.

—Murieron dos personas. Sepultadas.

—Fue un accidente.

—Max le pidió que parase de trabajar en la Dolina.

—Trabajábamos bajo mucha presión, una campaña sin resultados, y tras el accidente de Vicky, la Junta nos cerró el grifo del dinero.

—Otro accidente.

Una ráfaga de viento frío los sorprendió mientras hablaban.

—A veces pienso que la montaña no quiere que le robemos sus secretos. Es una profanación —dijo Rafael.

—Oh, vamos, no te pongas supersticioso. Somos científicos —contestó Jesús. Había tal carga de reproche en su voz que Rafael dijo:

—Era una broma.

Se remansó otro silencio. Jesús se sintió menos abatido. Una cosa menos. La sucesión de Max. Se sobresaltó cuando oyó a Rafael:

—¿Todavía crees que merece la pena?

 —Si no creyera que merece la pena, no podría volver otro verano.

—Pero el buen humor se ha perdido. Esto se parece cada vez más a la universidad a la que tanto hemos criticado. Sus malos rollos, sus guerras intestinas, sus venganzas.

—¿Qué nos ha pasado?

—Hemos dejado de ser una familia.

De golpe, Jesús recordó cuando, tras el descubrimiento del Homo antecessor, Max reunió al equipo en la Dolina y abrió cinco botellas de Moët & Chandon para celebrarlo. Su lengua lamiendo la espuma del cuello de una de las botellas. Las risas alegres burbujeando en la tarde quieta.

—Sois como mi familia, sois gente buena y os quiero mucho —dijo Max.

Rafael se emocionó. Vibró. ¡Oh, el carisma de Max! Cómo ardía Max, cómo ardía. Con él era todo o nada. ¿No podía tranquilizarse?, ¿no podía pedir menos? No, con él había que arder.

—No somos un equipo, no somos solidarios y no colaboramos. Y cuando la gente deja de colaborar es la muerte de un grupo.

Nuria Verde, autora de "Los crímenes de Atapuerca"
El mayor enigma de Atapuerca

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El mayor enigma de Atapuerca.

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