«Málaga 82». Málaga era Hawai

Málaga 82. Málaga era Hawai

Capítulo 5

Sinopsis

Málaga 82Sara Rojas es una adolescente que no tiene amigos. La novela relata la historia de Sara y Margarita, alumnas de BUP en la “insignificante” ciudad de Málaga hace cuatro décadas. Margarita es extrovertida, popular y ha estado con innumerables chicos, pero encuentra su vida exasperantemente aburrida. Sara, por el contrario, es tímida y no ha conseguido tener ninguna relación desde que se mudó con su familia a Málaga hace un año.

Una semana antes.

En 1982, Málaga era Hawai: palmeras, playa, cielos rosas y una temperatura, con una media de 22 grados durante todo el año, que te hacía creer que siempre era verano.

Esa noche de domingo tibia y benigna de diciembre, yo me había encerrado en mi habitación, poster de James Dean en Gigante bajo el que me masturbaba y me quedaba vacía, flotando, extraía todos los pensamientos de mi cabeza, subiendo mi serotonina. Cama marinera imitación de barco, con un broche dorado con forma de ancla incrustada en el armazón de falsa caoba, color coñac llama.

Escribí en mi diario secreto. Hacía dos domingos habíamos celebrado el cumpleaños de Natalia, en un burger de Echevarría, donde ella vivía en un piso de los bloques verdes, muy cerca del colegio Estanislao de Koska. Había ido con Mónica y Virginia. Mónica era la única amiga que tenía, Virginia era una sofisticada y elegante adolescente, muy lista, espigada, y con media melena morena brillante como el pelaje lustroso de una foca. Sacaba buenas notas pero era una empollona diferente a mí. Yo me centraba en los estudios por una obsesión ciega y feroz por ser buena en algo, por compensar mi sensación de ser fea y cero carismática. Sin embargo Virginia brillaba en el colegio León XIII como si fuera natural en ella, como si todo lo que hiciera en la vida se revelase fácil, como si no le costase ningún esfuerzo ser una nínfula grácil, etérea, inteligente y crítica, que caminaba a diez metros del suelo de las demás mortales, como las deliciosas criaturas que hacían las delicias de Humbert Humbert en Lolita de Navokov.

Natalia nos había invitado a una hamburguesa, patatas y una Coca Cola grande. Estaba también su madre, Mariola, una mujer muy agradable que era la mujer del director del colegio León XIII, y trabajaba en secretaría. Se había quedado esperando en el banco de fuera del burger.

Como yo había llegado nueva ese año, y era más rara que un perro verde, jamás nadie me invitaba a un cumpleaños. La ilusión que me hizo ser una de las elegidas de Natalia fue sideral, brutal. Deambulé, borracha de alegría, por nuestro piso del Paseo Marítimo como en trance, embobada, y perdida en una ensoñación delirante, enredada en mis pensamientos excitados como muñecos sorpresa que hubieran salido de su caja prisión.

Al volver del burger a casa de Natalia, descubrí que salía humo por el ventanuco del garaje. Se estaba quemando un coche. Sentí un acelerado orgullo por dar la noticia a todo el mundo porque fui la primera en percatarme del incendio. Me excitó que un acontecimiento fuera de lo normal animara una tarde previsible y poder contar algo el lunes siguiente en el colegio.

A Natalia le habíamos regalado un diario de tapas duras azul cielo, con un broche dorado y una mágica llavecita plateada para clausurar la turbación efervescente de sus secretos. Mónica y yo lo habíamos comprado en la Azalea, una tienda de chucherías caras pero preciosas que estaba en el Paseo de Reding. Pero mi madre, siempre generosa en extremo, me había dado el doble de dinero de la parte que tenía que aportar. Así que yo había vuelto a la tienda, a espaldas de Mónica para que no pensara que tenía más dinero que ella y quedar mal, y me había comprado un diario idéntico, con gran satisfacción de propietario y con la embriagadora ilusión de escribir mis pensamientos más íntimos en él, el comienzo de una novela, una obra de teatro.

-No quiero ir a la fiesta de Navidad del colegio-escribí, sentada frente a mi escritorio de madera rayada, una pegatina de Acción contra el cáncer en la ventana, piso quince del Paseo Marítimo, el rumor amortiguado del Melillero en el puerto, el rumor de los niños que jugaban en el patio-y añadí:

-Quiero que Margarita se fije en mí. Quiero que Margarita se enamore de mí.

Margarita era una chica canaria, de melena color cobrizo, y una simpatía sobrenatural, alta y delgada, que vestía con jersey anchos de su hermano mayor, vaqueros pegados a sus piernas, de mi clase del colegio León XIII.

En ese momento, se abrió la puerta, y Marta, mi hermana pequeña, aulló como una hidra demente mientras yo me sobresaltaba de terror rojo y cerraba mi diario de un golpetazo brusco.

-¡Guarra. Fanguta. Me has robado mis bragas nuevas!

-No. Te lo juro-mentí.

-Que te folle un pez, mentirosa de mierda. Te odio-gritó Marta mientras me tiraba un libro a la cabeza que me impactó en la frente. Me puse a llorar. Una vez, Marta me había mordido la oreja en un ataque de rabia y me habían tenido que llevar a Urgencias. Me sentía como Van Gogh reencarnado aunque sin su genio para pintar noches estrelladas.

-Niñas, pero ¿para eso vais a colegios de pago?-preguntó, escandalizada, mi abuela desde el salón mientras veía un especial de Lina Morgan en la primera cadena de Televisión Española.

-¡Confiesa, perra!

-¡Que no he sido yo!

-Te odio.

-Yo también.

Nuria Verde, escritora

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