
Sinopsis
A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El crimen más estremecedor de Atapuerca.
La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.
Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.
Capítulo 11
Una niebla blanca difuminaba los contornos de Atapuerca. Andrea corrió campo a través enfundada en unas mallas negras Under Armour y calzada con unas zapatillas de running Mizuno color violeta que le había regalado su padre por su último cumpleaños.
Al cruzar el dolmen, se asemejó a un fantasma flotando en la sierra blanca, una aparición azotada por una brisa fresca. Los montes estaban hechizados por una belleza delirante, cósmica. Cerros, lomas, cumbres. El paraíso terrenal.
A Andrea le gustaba el matiz de la luz cuando rompía la mañana durante el verano, le recordaba cosas buenas de su infancia: Coca-Colas muy frías y polos de fresa, su manita en las manos callosas de su padre, las incursiones con Max en la Dolina, donde se sentía bañada por las miradas de respeto que el equipo le dirigía a Max, los traqueteos a bordo del Halcón Milenario, el Land Rover de Max, en la recta que se internaba en los campos de trigo y cebada camino de Atapuerca, el rumor sedante de las aguas del Arlanzón, los pícnics con Max, cuchillo, chorizo, queso, vino y pan sentados debajo del viejo roble, té frío por la tarde, sandías, abrazos, el cariño que sentía por su padre, la mente tranquila sin trabajar contra sí misma.
El sol ascendió como una inmensa yema de huevo en un cielo veteado de franjas rosas y violetas. Había zonas en las que el calor había agostado la hierba hasta quemarla. Andrea descendió en dirección a Piedrahita. A la derecha estaba la Matanza, a la izquierda Puente de Canto. Latidos violentos, pulsaciones aceleradas.
Andrea empezó a correr de mala gana, ausente, perezosa y pesada. Al principio echó el bofe y odió cada zancada que dio, cada metro que arrancó fuego de sus pulmones. Luego superó esa primera fase de resistencia y el aire latió dulce sobre su cabeza. El corazón bombeó oxígeno a su cuerpo.
Subió una loma en dirección a la Trinchera. Mientras resoplaba y se ahogaba, encontró un oscuro placer en mortificarse y sufrir. Después de correr, se sentiría pletórica. La fuerza de su hábito se lo susurró al oído. El aire, el sol, la paz de la sierra. La mejor forma de sacarse esas horripilantes imágenes de la cabeza que le asfixiaban en la cama y la sumergían en una oscura y viscosa laguna de terror. Miriam con la cabeza negra, su cuerpo dislocado, recogido sobre sí mismo. La muerte y su definitiva ausencia.
Andrea corrió entre arbustos enmarañados que se le enredaron entre las piernas. Fue consciente de su pulso desbocado, de sus rítmicas pisadas sobre la hierba fría, de su respiración agitada y del dolor que palpitaba entre sus costillas.
Estaba desentrenada. En baja forma. Le dio rabia. Demasiado estrés. Demasiado trabajo. Demasiadas cenas copiosas. Demasiadas incursiones a la bodega pródiga de su padre. Demasiado olvidarse de sí misma. Demasiada obsesión con ese artículo sobre la filogénesis entre los Homo antecessors y los preneandertales de la Sima. Era la revista Nature. El miedo a no hacerlo bien, a quedar mal delante de su padre y sus colegas la llevaba al límite.
Crujidos de ramas, piedras resbaladizas con liquen y musgo.
El sudor salino se le metió en los ojos. Pero Andrea se sintió libre y feliz, lejos de la mirada de los demás. Nadie la podía ver. Nadie la podía juzgar. Era maravilloso. Era libre.
Se dio cuenta de que estaba sola en el yacimiento. Una extraña euforia le dolió en sus venas. Subió la loma de la Dolina hasta su punto más alto. Desde allí se dominaba la Trinchera de caliza cretácica. Atisbó la semicircunferencia que primero se ensanchaba, sus paredes parecían hormigón, luego se estrechaba y se volvía blanquecina. De frente la vaguada del río Pico, la alargada loma azul del Alto que dividía el inmenso valle del Arlanzón. Oteó a lo lejos la espalda cárdena de la sierra, el pueblo de Villalbal. Al otro lado estaba el Camino Francés de Santiago.
Los rayos del sol bañaron, con un resplandor dorado, la superficie medio cubierta de tablones de la excavación.

Diez minutos más tarde, Andrea bajó la ladera de la Dolina. Corrió más rápido. Pretiles blancos delante de cuevas. Andamios recubiertos de tejados. Arbustos y líquenes en los taludes de la herida en la sierra.
Todo se debió a una voltereta del destino, a un golpe de azar, a una sorpresa en el plan previsto, a un giro de guion. El plan original era que el ferrocarril fuera recto de Valhondo a Villafría, pero su trayecto original se desbarató y se forzó el que atravesara la caliza haciendo un semicírculo. A día de hoy, todavía es un enigma por qué se desvió el camino del tren. Gracias a ese rodeo en el trazado original, se descubrieron los yacimientos de Atapuerca.
Andrea culebreó por la Trinchera hasta el gran portalón de hierro colado negro, al otro lado estaba el aparcamiento, ahora vacío de coches. El bar Los Geranios cerrado desde hace años. Contempló el vacío condensado bajo el arco de un puente semiderruido y lúgubre, por donde pasaba hace más de un siglo un tren que transportaba mineral al abandonar la sierra.

Corrió a través de los trigales. El corazón le martilleó muy fuerte en el pecho. Riscos, gargantas, torrentes secos, terrazas, paredes blancas de piedra caliza. Un silencio propio de un planeta deshabitado.
De repente, una ráfaga de viento eléctrico preñada de tormenta golpeó su cara. Tuvo la sensación de que algo ominoso se cernía sobre ella. Un mal presentimiento. Alguien la acechaba. Trotó entre las zarzas y aulagas. Nubes negras y panzudas como corderos inmensos desfilaron morosas por el cielo. Olor a tierra y a hierba fresca.
El río Arlanzón bajaba tumultuoso. Venía crecido de la sierra y retumbaba. Andrea escuchó su estruendo desde la chopera. A la sombra, el aire se volvió húmedo. Fuera el sol caía desvaído, ausente.
Lara le vino a su cabeza en todo su esplendor y enigma. Pero no quería pensar en ella. Cada vez que deseaba ardientemente a alguien, no salía bien. Cada vez que se ilusionaba mucho en una relación, acababa decepcionándose. Albergar demasiadas expectativas daba mala suerte. Porque la vida no funcionaba así. Era mejor no esperar nada.
Pero Lara la deseaba. En la piscina, en la cama, en el jardín, en la Dolina, en el Land Rover de Max. Por la mañana, por la tarde, por la noche. Le debía más placer que el que había debido nunca a un hombre. Cuando le daban esos arrebatos a Lara, Andrea se sentía segura. Pero al día siguiente volvía a tener esa sensación de no tener un suelo bajo los pies.
Se quitó las zapatillas Mizuno. Anduvo descalza por la orilla. Tuvo la sensación de que el río se despertaba solo para ella. Se despojó de la ropa lejos de las cámaras camufladas que había en los chopos por culpa de los robos de las máquinas de lavado de sedimento que se habían producido y entró despacio, ceremoniosa, en el agua glacial del río.
Tiritó, le castañetearon los dientes. Se puso a nadar con brazadas furiosas para entrar en calor. Ejercicio enconado para olvidarse de sí misma. La mayor carga es nuestra propia mente, fuente de sufrimiento y gloria.
Un golpe infernal. Truenos que percutían en el cielo como si fuera la piel de un tambor. Nubes negras y púrpuras. Lluvia que repicaba sobre el río, sobre su cabeza. Rayos como culebras amarillas que cruzaban la panza gris que la cubría. Sonoridad acuática y fragante.
Empezó a llover como si se acercara el fin del mundo. Andrea salió del río, se puso sus ropas mojadas, se cargó su mochila a la espalda y corrió camino a casa. Todavía le quedaba un buen trecho antes de volver al refugio. Mientras se alejaba a grandes zancadas, notaba ya las piernas acalambradas. Se caló bajo el aguacero helado e iracundo. Oyó cómo las aguas del Arlanzón bramaban a su espalda.
Lara no tenía la culpa. Cuando se diera cuenta de lo podrida que ella estaba por dentro, la dejaría. Su mente se perdió en una maraña de pensamientos angustiosos. «Te va a dejar. Es cuestión de días. En realidad, está loca por Sebastián. No has visto cómo se miran y se ríen. Se está pasando un verano de puta madre a gastos pagados. Eso es todo». Los celos la aguijonearon como un enjambre de abejas furiosas sobre su piel embadurnada de miel. Se moría de celos. «Nunca te ha querido. —Andrea corrió más deprisa para apagar la voz de su cabeza—. Tu madre te dejó porque eras defectuosa». «Cállate. Cállate. Cállate». Era la misma historia negativa en bucle. «No pienses. No pienses. Ya».
En realidad, había sido una locura bañarse bajo semejante tempestad. Pero la muerte siempre había acompañado a Andrea desde que nació. A veces pensaba que la muerte solucionaría todos sus problemas. Se decía a sí misma que prefería la muerte al sufrimiento. Se obligó a correr más rápido para agotarse y aplastar sus pensamientos negativos bajo el delirio de endorfinas que regalaba el sobresfuerzo.
A pesar del agotamiento que sentía —estaba exhausta y notaba las piernas muy cargadas—, aún permanecía en su interior ese poso de tristeza profunda, esa reminiscencia de rabia hacia sí misma. Una sensación de responsabilidad la agobiaba. Andrea se sentía obligada a estar agradecida de por vida a Max y Teresa porque le habían salvado del centro de tutela un mes después de que cumpliera los tres años. Tenía que demostrarlo todo el tiempo. Al final se sentía como si cargara el peso del mundo sobre sus hombros. Nunca se relajaba. Tenía que hacerlo todo mejor que los demás. Era como llevar un ancla al cuello desde que se levantaba hasta que se acostaba. Indómita, enfadada, superresponsable. Así era ella. Max la quiso desde el principio. La llevó a excavar a la Dolina, a Dmanisi, a Olduvai, lo cual provocó los celos de Teresa. Ella, a cambio, se convirtió en la mejor aliada, la mejor confidente de su padre. Andrea se enteró de sus infidelidades y las tapó. Cuando bebía, Max se iba de la lengua y Max siempre bebía más de la cuenta. Una tarde de bares y cine por Madrid le había dicho:
—Es una trampa.
—¿El qué?
—El matrimonio es una trampa. Nos atrapan cuando estamos obnubilados con el sexo, luego tenemos hijos. Y nos encadenan a sus faldas para siempre. Nos quedamos tontitos. —Sonrió con aire bobalicón y frunció los labios sacando la punta de la lengua—. Y ya es demasiado tarde.
Max tenía dos hijos mayores a los que apenas veía y que ya se habían ido de casa.
¿Quiénes?, ¿las mujeres?, ¿su madre? Andrea no quiso preguntar. Cuando Max se ponía a hablarle de cosas íntimas de su matrimonio, hacía alusiones sexuales hacia otras mujeres, le hablaba de una amiga japonesa que tenía, Sasuki, y de lo mucho que le gustaban las mujeres orientales, sobre todo las japonesas, Andrea fingía una despreocupación falsa, una desenvoltura de quincalla, pero en realidad un desasosiego inquieto roía su estómago. Se sentía violenta por ser la receptora de las confidencias sexuales de su padre. Esas cosas no se cuentan a una hija.
Había aprendido a mostrarse cauta cuando Max se ponía de ese humor excitado, eufórico y quijotesco, cuando se enfadaba por la menor tontería, cuando montaba broncas de órdago y siempre quería tener la razón, incluso cuando era obvio que se equivocaba. A Andrea le muy ponía nerviosa estar cerca de su padre cuando estaba a punto de cabrearse y cargaba de tensión el ambiente. Solía seguirle la corriente. Le decía a todo que sí como a los locos.
Desde que tuvo conciencia, Andrea supo que no le gustaba a su madre. No es que no la quisiera, no. No era que le disgustase su carácter. No. No. Su madre sentía verdadera aversión por ella. Quería quitársela de en medio. Internado en Inglaterra. King College. Veranos en Estados Unidos. EF. Cuando Andrea se puso a estudiar Historia en la Universidad Complutense, su madre la estimuló a independizarse. Lo de independizarse era un decir. Teresa le pagaba el alquiler de un cuco apartamento en la calle Príncipe. Escaleras y pasillos intrincados, pisos divididos en estudios reformados, tejados rojos y grises de Madrid. Si mirabas la fachada del edificio desde la calle Príncipe, era imposible adivinar el fondo de vericuetos y puertas que se ocultaba dentro. Teresa la quería fuera de casa, fuera de sus vidas. Se habían peleado dos semanas atrás. Teresa le dijo que le pagaba un curso de verano en Cambridge, pero Andrea se había negado. Odiaba que dominara su vida, odiaba que le dijera lo que tenía que hacer, odiaba que la tratara con esa displicencia despreciativa como si ella fuera un mueble que se podía cambiar de sitio e incluso tirar a la basura. Andrea le dijo que se iba a Atapuerca.
—Espero que no conviertas en un lupanar la casa de tu padre y que no lleves a ninguna de tus amigas tan raras.
El tono de abierta repugnancia la puso frenética. Andrea se dio la vuelta y se marchó sin contestar a su madre.
Cuando estaba a punto de llegar a casa, Andrea se tropezó con una rama vieja de árbol en el suelo. Se cayó de boca al suelo. Se retorció de dolor después de aterrizar con las manos sobre la gravilla y arena fina del camino. Permaneció un buen rato sin levantarse. Todo el cuerpo le temblaba. Cuando se puso de pie, gruesas gotas de sangre le cayeron como monedas de cinco céntimos sobre las Mizuno. Tenía una herida en la rodilla que latía con un dolor atroz. Cojeó hasta casa mientras oleadas de agonía le subían calientes e irritantes desde el tobillo. Se había hecho un esguince. Un cristal se le clavó una y otra vez en la carne, le arañó el hueso. Andrea se sintió muy frustrada consigo misma. Se tomó su lesión como una derrota personal.

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El crimen más estremecedor de Atapuerca.
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Escritora. Autora junto con Gonzalo Toledano del libro “Cómo crear una serie de televisión” (Ediciones T&B) y “El verdadero tercer hombre” (Ediciones del Viento) “Los crímenes de Atapuerca” (Caligrama)
Periodista de RTVE.