
Sinopsis
A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El secreto inconfensable de Atapuerca.
La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.
Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.
Capítulo 21
2 de junio de 2019. 14 días antes del asesinato. Atapuerca
—Alto.
—Para.
—Guardia Civil, documentación, por favor.
—¿Qué estáis haciendo ahí? —una voz chillona alzó el tono para darse importancia. Reconocí la voz de torpe soberbia de Norberto Seseña, director de la Gran Dolina.
—Nada que a ti te importe, valiente —respondió Andrea.
—Documentación.
—Somos del equipo. Este señor está loco. Nos conoce perfectamente.
—El señor Seseña asegura que unos intrusos han entrado de forma ilegal en Atapuerca —dijo otra voz masculina.
—No es verdad, agente —dijo Sebastián. Reconocí su voz elegante como si él flotara a diez metros sobre el suelo—. Pertenecemos al equipo de excavación de la Gran Dolina.
Me imaginé que Sebastián señalaba a Andrea.
—Su padre es Max Rey —dijo.
—Ah, Max, sí, claro —dijo el guardia civil.
El agente quería acabar su turno ya para irse a su casa.
—En todo caso, estas no son horas de excavar, señores —dijo la voz de otro guardia civil.
—¿Quién lo dice? —dijo Andrea, testaruda.
Cortó Sebastián.
—En eso le concedo que tiene usted razón, agente. Ya nos íbamos a casa.
Sentí un alivio inmenso al darme cuenta de que algo había pasado fuera, alguna catástrofe externa a mí, algún desastre del que yo no tenía ninguna responsabilidad que iba a parar la locura en la que estaba inmersa.
Distinguí, entre la algarabía de voces, el tono chirriante, alto, indignado y falaz de Norberto Seseña. Me estremecí de placer. Nos habían descubierto. Por fin.
—¿Qué estáis haciendo?, ¿quién os ha dado permiso para excavar aquí?, ¿qué? —Hizo una pausa teatral—. ¿Qué demonios estáis haciendo?
Me di cuenta de que Seseña había querido decir: «¿Qué cojones estáis haciendo?», pero se había inhibido por su devota reverencia a la autoridad. Cobarde como una rata. Cagón. Le complacía rendir pleitesía a los que tenían algún poder, por mísero que fuera. Sin embargo, nunca me había alegrado más de oír su voz de cortesano hipócrita. Esta vez el muy idiota iba a salvarme la vida.
—Ya verás cuando se entere Jesús —dijo Seseña.
—Corre a chivarte a papá —farfulló Sebastián.
—Una salvajada contra nuestro proyecto científico. ¡Un atentado! ¡Sin permiso!
—Uy, qué miedo.
Norberto añadió, compungido, pero en el fondo encantado, que nos había pillado haciendo un acto de terrorismo científico como si los guardias civiles fueran agentes de la NSA.
—¡Fuera de aquí! —repitió Seseña. Me imaginé su figura enana, llevaba botas con alza, saltando sobre el suelo terroso salpicado de hierbajos y aulagas amarillas.
—¿Quién lo dice? —intervino Manu, nervioso.
Me di cuenta de que Manu aparentaba seguridad en su tono, pero la voz le temblaba.
—Yo lo digo —terció Norberto.
—¿Y quién eres tú?
—El jefe.
—Judas —atajó Andrea.
—Un jefe ilegítimo. Yo no reconozco tu autoridad —dijo Manu.
—Yo tampoco —se sumó Andrea.
—Yo tampoco —dijo Sebastián—. Roma no paga a traidores —sentenció.
—Yo tampoco —grité mientras gateaba hacia atrás con ansia pánica por salir de esa ratonera antes de que se me cayera encima. Me costaba mucho esfuerzo moverme. Era por la falta de oxígeno. Me mareé.
—Largo de aquí. No volveréis a excavar en Atapuerca en la vida, ¡terroristas! —la voz empapada de triunfo disfrazado de indignación de Seseña resonó en la sierra de la Demanda.

—Yo tampoco —grité otra vez, deseosa de apuntarme un tanto de cara a Andrea, sin mayor riesgo por mi parte. Solo quería salir de esa trampa mortal cuanto antes. Pero otro hilo de tierra del techo me cayó sobre el pelo. Noté un bicho que se movía en mi cabeza. Chillé y me revolví mientras me manoteaba la cabeza. Me toqué, histérica, el pelo con las manos. Algo vivo me picaba y recorría mi cuero cabelludo. Palmoteé mi cabeza hasta que el bicho cayó frente a la luz frontal de mi casco. Era una cucaracha gigante, negra, que revolvía sus patas bocarriba. ¡Qué asco, coño! Qué angustia estar metida ahí dentro.
Pero tenía que tener un extremo cuidado, moverme muy despacio. Cualquier movimiento brusco, cualquier golpe tonto podía hacer que el túnel se cayera sobre mi cabeza. Consciente de que me estaba jugando la vida por algo que no me importaba —yo solo estaba enamorada de Andrea y lo hacía por ella—, me sentí al borde del desmayo. Hiperventilé. Se me secó la boca. El estómago me dio un vuelco.
El oxígeno era cada vez más escaso. Podía caer en un estado de hipoxia y derrumbarme inconsciente en cualquier momento.
—A mí nadie me echa de Atapuerca, y menos tú. No hay huevos, Seseña.
—Me sacas de aquí con los pies por delante.
—Oh, Brutus, ¿tú también, hijo mío? —dijo Sebastián.
—Lo que habéis hecho es un delito, un crimen. ¡Menudos paleontólogos estáis hechos! —un desprecio viscoso como la tripa de una serpiente.
Sus gritos subieron in crescendo y resonaron en la sierra plácida y negra. Sebastián cortó a Seseña:
—Venga, que te estás corriendo de gusto, Norberto.
—No te permito que me hables así.
—Corre a contárselo a papá.
Coño, muy bien, pero nadie se acordaba de mí, que seguía dentro del estrecho pozo horizontal que conectaba la Galería con la Gran Dolina. La luz frontal del casco de espeleología parpadeó, aleteó como una mariposa lumínica herida y, por fin, se apagó. Oscuridad total. Pavor absoluto. Olor mineral.
Grité de miedo, un miedo físico, táctil como melaza negra en mi cerebro, un miedo que subía en forma de descargas eléctricas, en frías ráfagas desde mi estómago. «Voy a morir. No respiro».
Los guardias civiles bufaron de hartura y cansancio. Se dieron cuenta de que esto era una pelea privada entre los miembros del equipo de Atapuerca. Ellos allí no pintaban nada.
—Cállate —dijo Norberto.
— Puto Judas —murmuró Andrea, quien, de pronto, estalló en carcajadas, que reverberaron en la Trinchera del Ferrocarril.
Su risa nerviosa se contagió al resto del grupo. Los guardias civiles hicieron un esfuerzo para no reírse.
—Por favor, que yo sigo aquí. Sacadme, cabrones —quise gritar.
Pero la voz no me salió. Mi boca no me respondía. Era una criatura que respiraba aire contaminado, aterrorizada, en medio de la oscuridad mortuoria que me rodeaba.
—¡Joder, que Lara está ahí dentro! —gritó Sebastián.
—¡Ya ha pasado más de media hora! —dijo Helena.

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Escritora. Autora junto con Gonzalo Toledano del libro “Cómo crear una serie de televisión” (Ediciones T&B) y “El verdadero tercer hombre” (Ediciones del Viento) “Los crímenes de Atapuerca” (Caligrama)
Periodista de RTVE.