Ilustrar la novela Los crimenes de Atapuerca

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Un misterio alucinante en Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en las mejores novelas negras.

Capítulo 29

2 de junio de 2019. 14 días antes del asesinato. Atapuerca

Mis entrañas dieron un vuelco. La decepción tembló en mi pecho. No había sido Andrea quien se había dado cuenta de que su novia seguía dentro del túnel. Había sido Sebastián. Esa verdad me hizo sufrir más allá de todo límite. No me quiere. No puede estar sola. Por eso está conmigo.

Alguien tiró de la cuerda que llevaba anudada a la cintura. Un dolor punzante me atravesó como una espada. Una fuerza me arrastró hacia atrás, solté la picoleta, mi cabeza rebotó contra el suelo, un alarido de sufrimiento rugió dentro de mí.

—¡Ayyyy, para, ayyy, coño! ¡No tires!

—¿Quién hay dentro? —gritó una voz.

—Yo —dije con un débil hilo de voz.

—Salga usted de ahí, por favor —dijo la voz desconocida, cargada de seriedad.

Su sonido reverberó en las paredes del túnel, luego se extinguió. Respiré. Me sentí sucia, asquerosa. Una criatura salvaje. Extrañas cosas se hacen por amor. La mayoría equivocadas.

—Ya voy.

Me arrastré hacia atrás como un cangrejo ermitaño. Agonicé de deseo por salir de ese agujero, a cielo abierto, y respirar aire fresco. Sentí oleadas de alivio y euforia mientras gateaba hacia el foco de luz. Vi piernas desenfocadas, botas negras, pantalones verdosos, un capacho negro, mazas y martillos en el suelo, luz y vida al final de la abertura del túnel.

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Me sobrevino una sensación de esperanza como si hubiera naufragado y por fin pisara tierra firme. Con un último impulso desesperado salí al aire libre, empapada en mi propia orina y mi miedo.

¡Dios, qué gusto! Cielo y tierra. Respiré la noche de verano, deliciosa y dulce. Respiré la vida. Me arrastré sobre el suelo embarrado y me tumbé bocarriba, con la vista en el cielo negro punteado de estrellas amarillas resplandecientes. Una niebla algodonosa flotaba a un palmo del suelo.

Dos guardias civiles ataviados con su uniforme verde, el escudo, con la espada y el hacha dorados cruzados, chalecos amarillos fosforescentes, me escrutaron con una mirada severa. Me fijé en sus pistolas macizas, que colgaban sujetas a su cinto, en sus botas negras de suela gruesa manchadas de barro.

Tosí sin poder parar. Andrea vino hacia a mí con cara de preocupación mientras me ofrecía una botella de agua. Notó la frialdad con la que se la cogía.

Una ira me cegó, una ira como nunca había sentido antes: enorme, dolorosa.

—¿Estás bien? —preguntó Andrea, preocupada.

Asentí sin mirarla.

—A esta también la quieres matar —musitó Norberto. Con un gesto relámpago que yo ni siquiera vi porque me tumbé y volví a boquear bocarriba como una cucaracha inane sobre el suelo negro salpicado de hierba gris, esforzándome para no vomitar, Andrea le cruzó la cara de un bofetón.

—Vale ya —dijo uno de los guardias civiles, interponiéndose entre Andrea y Norberto.

—Te voy a denunciar. ¡Sal de aquí ahora mismo! —gritó Norberto con la mano sobre su mejilla roja como un ladrillo.

—Pareces un minero, Lara —dijo Sebastián mientras me acariciaba la espalda.

—Gracias, yo también me alegro de verte, Sebas.

Mis bronquios expulsaron parte de la porquería que había respirado allí dentro. Tosí y escupí un esputo de flemas negras. La garganta me picaba muchísimo y, cuanto más tosía, como un minero con silicosis, más me picaba.

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—¡Ni siquiera es paleontóloga! ¡Lara es una estudiante! —gritó Norberto en un tono altivo, aunque me di cuenta de que estaba a punto de llorar con su cara marcada con la huella ardiente de la mano de Andrea. Me dio pena. Aunque por su tono de voz lo mismo podría haber dicho: «Lara es una mendiga».

Norberto estaba de color escarlata y sudaba a chorros. Detecté un brillo de satisfacción en sus consternadas pupilas cuando conseguí dejar de toser y lo miré. Me dejó de dar pena. Bebí un trago de agua de la botella que Andrea me había dado. Estaba muerta de sed. Me sentí más viva que nunca.

—El túnel se ha derrumbado por la parte de delante —dije.

Andrea me miró como si me viera por primera vez. Me di cuenta de que en ese mismo instante fue consciente del peligro que yo había corrido ahí dentro. Su cara se quedó sin sangre. Buscó mi mirada, pero yo la volví a ignorar, dolida. Con espíritu masoquista, reconstruí muchas cosas que había hecho por ella: abandonar Madrid, alejarme de mi familia y de mis amigos, dejar mi mundo. La decepción me asfixió. El desengaño me absorbió.

—Bueno, aquí hemos acabado. Recojan sus cosas. Y todos para fuera —dijo uno de los guardias.

—¿No los va a detener? —preguntó Seseña.

—No. Son miembros de su equipo. No han cometido ningún delito. Esto queda entre ustedes.

—Pero están aquí sin permiso haciendo algo ilegal. Jesús Sinaloa…

—No, mejor que nos encierren de por vida en la cárcel y tiren la llave —atajó Manu.

—¡La habéis cagado! ¡No me lo puedo creer! De verdad. De verdad. No me entra en la cabeza.

—¿Cómo te va a entrar con un cerebro de tu tamaño? —farfulló Sebastián mientras alargaba su mano grande, dedos largos y delgados, para cogerme de la mano y ayudar a levantarme. Tiró de mí hacia sí. Respiré la noche mágica. Mi corazón latió a una velocidad descontrolada y feliz. ¡Ah, qué bueno era vivir!

—¿Llega tu cerebro a los 1300 centímetros cúbicos? —preguntó Andrea a Norberto.

Me puse a reír de puros nervios. Sentí una alegría balsámica que se expandía en un ligero temblor por mi pecho, que se mezcló con mi decepción amorosa. La pesadilla había acabado. Ya no tenía miedo a morir enterrada. Todo había terminado. Solo quería irme a casa y dormir tres días seguidos sin saber nada de nadie. Solo quería olvidarme del mundo.

Un gran cansancio invadió cada músculo de mi cuerpo. Ahora que todo había acabado, mi organismo se colapsaba. Me destensé. Me avergoncé de mis bragas y mis pantalones mojados por mi propia orina. Pero era de noche. A nadie le preocupaba el estado de mis bragas. Miré hacia arriba. El cielo estaba precioso como un océano negro que emanaba luz.

¡Ahhhhhh! ¡Era maravilloso! Una noche más en el planeta Tierra. Una noche más en Atapuerca. Una noche más de vida.

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