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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 23

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El secreto más espeluznante de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 23

Atapuerca es un yacimiento en Burgos que conocen incluso los que no saben nada de paleontología. Es uno de los proyectos científicos más importantes, prósperos y famosos de España. Los yacimientos fueron declarados Patrimonio de la Humanidad en el año 2000 por la Unesco.

Por la mañana, la inspectora Luisa Baeza conduce su BMW color azul cobalto desde Burgos a Atapuerca. A su lado está sentado el subinspector Miguel Ángel Aduriz. La carretera se extiende ante ellos como una tira de regaliz infinita.

—¿Puedo poner música? —pregunta Aduriz.

—No —contesta Luisa.

—¿Estás bien?

—He estado mejor.

Vale, Luisa le va a hacer la vida imposible. No le importa. Él no es ningún niño. «Quien piensa que te castiga en realidad te beneficia», piensa.

—Te pones muy guapa cuando te cabreas conmigo

 —Es por eso por lo que siempre estoy cabreada contigo.

—¡Ja, ja, ja!

—Por cierto, micromachismo.

En los márgenes del campo crece la avena loca de color rubio salpicada de amapolas. El sonido de los grajos. El contorno azulado y majestuoso de la sierra.

—¿Estás bien? —pregunta Aduriz.

—Estaría mejor si no me lo preguntaras cada cinco minutos.

Cuando Luisa y Aduriz llegan a Atapuerca, ella le dice a su subordinado que no avise ni a Max ni a Jesús. Quiere llegar por sorpresa.

La inspectora Baeza extrae del chaquetón una llave grande. La introduce en la cerradura del gran portalón negro de hierro colado que da acceso a Atapuerca. Gira la muñeca, empuja la puerta, esta se abre.

—Vaya, todavía funciona.

Luisa saluda a la cámara que graba desde el poste más alto.

—Hola, Jesús.

—¿Tú te criaste aquí? —pregunta Aduriz mientras los dos se adentran por la Trinchera del Ferrocarril, donde reina un silencio sonoro. Es un desfiladero fascinante, un tajo que corta la sierra en dos. Las paredes altas y negras con vetas blanquecinas. Piedra caliza. Los andamios se clavan en el flanco de la derecha de la Trinchera.

—Sí. En el bar Los Geranios.

 Se hace un silencio incómodo entre Luisa y Aduriz mientras avanzan como dos gatos sigilosos por esa garganta de roca caliza gris y blanca que a la inspectora le recuerda a las Termópilas, aunque nunca haya estado en Grecia.

—Si no supiera nada de Atapuerca, si nunca hubiera estado aquí, ¿qué me contarías? —pregunta Luisa.

—El yacimiento funciona como un triunvirato en el que reinan tres machos alfa, tres masters and commanders: Max Rey, Jesús Sinaloa y Rafael Espejo. De entre ellos, primus inter pares, el rey es Max Rey, que domina la Gran Dolina y Atapuerca por méritos propios. Hasta hace quince días, cuando Max perdió el poder.

—¿Por qué lo perdió? —dice Luisa.

—Porque Salazar, presidente de la Junta, pidió su cabeza a cambio de dar dinero para la campaña de excavación del año que viene.

—¿Por qué Max dominaba hasta entonces?

—Fue el primero que llegó de la mano del catedrático de Prehistoria Antonio Castro en 1974. Luego Max trajo a Sinaloa y a Espejo a Atapuerca. Y lo más importante: durante veinte años lideró en la derrota en la Gran Dolina. Campaña tras campaña motivó y animó a su equipo cuando no sacaban nada más que polvo de esa excavación arqueológica. Supo, a fuerza de obsesión, entusiasmo y voluntarismo, arrastrar a su gente, verano tras verano, a seguir trabajando en Atapuerca pagándose ellos mismos todos los gastos.

 —Es un mesías.

—Algo así. Aunque ahora está de capa caída. Max ha perdido su poderío desde que murió Vicky Salazar.

—¿La hija del presidente de la Junta?

—Sí.

—¿Se investigó la muerte de Vicky?

—Sí, pero se determinó muerte accidental. La chica había tomado ayahuasca. Se tiró desde lo más alto de la Dolina durante una fiesta en la que celebraban el fin de campaña.

—Quería volar. Pobre desgraciada.

—Pues sí. El asunto causó bastante revuelo aquí. La prensa se cebó. Que si se organizaban orgías en Atapuerca, sexo, drogas y rituales.

—Me lo imagino.

 —El caso es que Jesús quería echar a Max de la dirección de Atapuerca desde entonces y lo ha conseguido. Fue la gota que colmó el vaso. Además, Jesús considera que la presencia de Max perjudica el proyecto científico. Sinaloa también esgrime razones políticas porque Max es catalán independentista, de la CUP.

—Manda huevos —dice la inspectora Baeza.

—Son muchos los que creen en Atapuerca que por culpa de Max tienen bloqueado gran parte del acceso al dinero público, que fluiría mucho mejor si él no estuviera. Además, Max tiene nula mano diplomática y no oculta su enfrentamiento con el PP en la Junta. No se levantó delante de una bandera española.

—Genio y figura.

—¿Lo conoces?

—Sí. Pero no sé si lo conozco de verdad. Creo que nunca se conoce a alguien de forma profunda. Max oculta muchas cosas y solo deja ver lo que él quiere.

Luisa Baeza le esconde al subinspector mientras caminan a paso vivo por la Trinchera de Ferrocarril que de niña cada noche había rezado a Dios pidiéndole que Max fuera su padre. Le rogaba a su Creador despertarse una mañana y descubrir que Max ocupaba el lugar de su padre, quien jamás le había dado una muestra de cariño, un beso, una caricia, que jamás le había dicho una palabra bonita. Su padre se emborrachaba y se convertía en el Monstruo. Decía incoherencias, pedía su comprensión, se mostraba sensiblero y patético. Luego se ponía agresivo con ella, con Toni y con su madre. Cuando Luisa defendía a su madre en las brutales broncas que tenían, su padre gritaba:

—Esa es un hueso.

«Esa» era Luisa. También era «la idiota», «la inútil», «la subnormal». Su padre jamás la llamaba por su nombre.

Cuando cumplió los quince años, cinco años después de la desaparición de Toni, Luisa se enamoró de Max Rey como quien se agarra a un clavo ardiendo. Lo seguía como un perrito por toda Atapuerca. Era la persona más carismática y entusiasta que Luisa había conocido en su vida. Max reconoció la inteligencia de la adolescente, la animó a estudiar y la empotró en su equipo de la Dolina enseñándole teorías de evolución humana y técnicas de excavación sobre el terreno. Max hizo que Sebastián cuidara de la niña y la ocupara haciendo algo útil.

Luisa vivía durante todo el año para el mes de junio, cuando empezaba la campaña en Atapuerca. Sobrevivía durante todo el año con la perspectiva ilusionada de participar en prospecciones, muestreos, retranqueos, catas, excavaciones en extensión durante el verano.

—En un solo verano aquí se han descubierto restos de neandertales de hace 300 000 años y fósiles de un millón y medio de años.

Cuando su madre le dijo a Luisa que no había dinero para estudiar, que tenía que ponerse a trabajar y aportar fondos a casa, Luisa masticó su orgullo, se tragó su pena y se apuntó a la Academia de Policía mientras trabajaba de camarera en todos los bares y restaurantes de Burgos. Su madre no le perdonó ni su talento ni el que tuviera un horizonte más radiante fuera del agujero en el que vivían. Ahora Luisa se clava las uñas en la palma de su mano derecha para dejar de pensar en su madre y todas las humillaciones que ha sufrido desde niña. Ha enterrado su infancia. Pero el pasado siempre te alcanza cuando ya creías que le habías dado esquinazo. El tiempo es más inteligente que tú. «Nadie se va de esta vida sin susto ni muerte», pensó Luisa.

«No pienses». Aduriz la miró, extrañado. ¿Se daba cuenta de que se empequeñecía cuando su mente la torturaba de esa manera?

«¿Por qué no has muerto tú? —le gritó su madre en el oscuro apartamento de Rota—. ¿Por qué Toni?».

El ambiente destila una cualidad sagrada. Un escalofrío recorre la espina dorsal de Luisa. La Trinchera se corona de encinas y quejigos, arbustos, matorral, hierbajos traslúcidos a la luz tibia del sol de las nueve y media de la mañana. Pasan al lado de la Sima del Elefante, cuya boca da al valle del río Pico.

 —Antes Max y Jesús eran muy buenos amigos —dice Luisa—. Desde hace años se llevan a matar. Max acusa a Jesús de deslealtad.

—No hace falta que Jesús eche a su mentor. Max se jubila este año de su puesto de catedrático en la universidad y lo lógico es que salga de Atapuerca.

—Sí. Pero Max sabe la prisa que tiene Sinaloa por quitárselo de encima y lo de irse de aquí y dejar paso a la sangre joven no lo va a hacer. Se ha ido de la Dolina, pero sigue manejando los hilos en la sombra.

—Solo por joder.

—Sí.

—¿Qué tal se llevan los equipos de la Dolina y la Sima de los Huesos?

—De cara a la galería, bien, en realidad fatal. Son enemigos. La Sima la dirige Jesús. Norberto Seseña manda en la Dolina. Es raro. Esta campaña arrancó antes, a mediados de mayo, cuando siempre suele empezar en julio, cuando acaba el curso en la universidad.

Dejan atrás la Galería, que adopta la forma de una sala con un techo horizontal. Le falta un gran trozo en el lado sur. Antes era un torcal. En la pared amarronada y roja hay orificios hechos para datar los fósiles y las herramientas. Los grandes picotazos en la pared se hacen para calcular la antigüedad de los hallazgos. Se tiene como referencia el último cambio de polaridad magnética, que fue hace 780 000 años. La antigüedad máxima de los fósiles es esa porque la polaridad magnética sigue siendo la actual. La datación fósil se realiza analizando los espeleotemas de la Galería con métodos físicos centrados en los isótopos de uranio que se aplican en estos carbonatos. También se utilizan los análisis del espín electrónico y las series de uranio. Los espeleotemas se crearon hace 200 000 años.

La unidad uno de los sedimentos tiene un color claro. La unidad dos tiene una tonalidad de arcilla roja.

La Galería era una trampa mortal donde caían cérvidos, caballos, humanos. Los homínidos descuartizaban la pieza. Luego abandonaban el tronco y la cabeza en la cueva. Solo se llevaban las partes más carnosas.

—Jesús también aprovechó que Max estaba enfermo de cáncer. Un momento de debilidad —añade Aduriz.

—A Jesús Sinaloa se le ve el rabo.

—¿Le conoces?

—Sí.

—¿Qué opinas de él?

—Que vendería a su primogénito por una portada en Science.

—Ya. La verdad es que es un asunto bastante turbio. Traición. Engaño. Deslealtad.

—La tríada.

—¿Pero un móvil como para que Max asesine a la sobrina de Sinaloa?

—No lo sé.

—¿Jesús tiene hijos?

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 19

SINOPSIS

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 19

2 de junio de 2019. 14 días antes del asesinato. Atapuerca

Cuando fuimos a excavar a las cuatro de la madrugada a Atapuerca, había luna llena. Una miríada de estrellas iluminaba el yacimiento como si fuera un plató cinematográfico en un mar de oscuridad.

Andrea entró la primera en el túnel que conectaba la Galería con el TD6 de la Dolina.

Hacía años Max puso en práctica un método de excavación propio en la Galería. La investigación empezó en los niveles superiores. Max hizo un sondeo de cuatro metros cuadrados que llegó a la altura de los sedimentos fértiles. Él y su equipo sacaron los sedimentos estériles que se acumulaban en los veinticinco metros cuadrados de la Covacha de los Zarpazos. Al mismo tiempo investigaron en los treinta metros cuadrados de la Galería.

Años después excavó en «pastilla», en superficies verticales del mismo tamaño. Cuando se acababa de trabajar en esas «pastillas» y se desenterraban los niveles con material arqueopaleontológico, se picaba otra al lado. Así se contrastaban datos de las diferentes pastillas. Tras trabajar años se conseguía la misma información que en una excavación en extensión. La ventaja era que en cada abertura se profundizaba más y más para alcanzar antes lo más antiguo. Se excavaba solo en unas pocas pastillas. A medida que se ahondaba hacia el interior, escaseaban los fósiles porque los Homo del Pleistoceno medio e inferior ocupaban las entradas de las cavernas, donde tenían luz del sol.

«Luego voy yo», pensé. La angustia oprimió mi pecho como una tonelada de piedras.

Nos turnábamos dentro del túnel Andrea, Sebastián, Manu, Helena y yo porque debido a la falta de oxígeno no podíamos permanecer en el interior más de treinta minutos.

Cuando Andrea salió, con la cara negra y exhausta, y llegó mi turno, yo estaba aterrorizada, fuera de mí, con una corbata de hierro que se cerraba en mi garganta. Sebastián me ató la cuerda a la cintura. Me puse el casco de espeleología con la luz frontal. Me agaché a cuatro patas y gateé dentro del orificio.

Un aire nauseabundo, viciado y húmedo que olía a tierra y mineral me golpeó en la cara como un puñetazo. Hilos de sedimento y pequeños fragmentos de roca caliza se desgajaron del techo y me cayeron en el pelo. Me estremecí de miedo eléctrico. Una pitón de pánico frío e inquieto se ovilló dentro de mi tripa. Sentí los latidos de mi corazón en los oídos. Me obligué a arrastrarme hacia delante impulsándome con los codos porque todo mi ser me gritaba que me largara de allí y lo mandara todo a freír espárragos. Pero me adentré en esa oscuridad con la picoleta en la mano. Vi el capacho de obra color negro que me esperaba al fondo del túnel lleno de sedimento rojo oscuro. Allí tendría que echar el sedimento que excavara del TD6, el nivel donde se encontraban los fósiles humanos del Homo antecessor. Luego Sebastián sacaría el capacho cuando estuviera a rebosar y lo cargaría en el Land Rover de Max, en el Halcón Milenario, para almacenar el sedimento en la bodega de la casa en la sierra de Max. Allí se amontonaban montañas del material que habíamos extraído de las entrañas de la Dolina a la espera de ser cribado y lavado por las máquinas que estaban en la orilla del río Arlanzón. Pero no sería en esta campaña, sino en la siguiente. En un yacimiento paleolítico, y la Gran Dolina databa del Pleistoceno, hay que cribar todo el sedimento posible para recuperar los pequeños huesos de animales, los diminutos fragmentos que queden de las herramientas de la industria lítica, el polen y restos vegetales fosilizados.

Estábamos lejos de la hondonada en lo alto de la Gran Dolina, donde se excavaba normalmente, en un tablero de escaques formado por cuerdas blancas ancladas al suelo, con coordenadas cartesianas para situar geoespacialmente los fósiles, cuadrados suspendidos a medio metro de la superficie caliza. También había una cubierta de tablones de madera para no dañar el sedimento.

Me cayó un reguero de tierra sobre la cabeza. Me estremecí en un espasmo de terror cuando oí un murmullo de piedras que se desprendían, un fuerte estruendo, un trozo de túnel se derrumbó delante de mí.

Mi corazón se paró y luego latió muy acelerado. La sangre rugió en mi garganta. Sentí una quemazón en mi cara. Y otra vez esa espantosa sensación de miedo eléctrico, oscuro, que me dejó parada en el sitio sin poder mover un músculo, respirando con la boca abierta el aire con poco oxígeno del túnel. Me mareé y el vómito ácido e incontenible ascendió hasta mi boca, noté su amargura en la boca del esófago, reprimí el vómito. Tenía ganas de echarme a llorar. Las lágrimas se agolparon en los ojos y me oriné encima.

Fui cada vez más consciente del desastre que me acechaba, del riesgo que estaba corriendo, de la temeridad absoluta de lo que estábamos haciendo durante esas noches de verano. No podía llegar al TD6. El túnel estaba cegado. Tenía que salir antes de que se derrumbara otra parte del pozo horizontal y yo me quedara atrapada dentro.

Me sentí como una niña pequeña que, de repente, es consciente de que juega a un juego muy peligroso y quiere volver a su casa. Solo que yo no tenía ninguna casa a la que volver.

Mi menté proyectó escenas escalofriantes para obligarme a salir de ese agujero: yo sepultada bajo toneladas de tierra y roca caliza, yo muerta, pálida y fría, con la cara exangüe, salpicada de moraduras, tumbada sobre la mesa metálica de la sala de autopsias del Instituto Anatómico Forense de Burgos, yo asfixiándome con la boca llena de tierra. El corazón me latía, salvaje y desquiciado, sabiendo que iba a morir. El último soplo de vida, el último segundo y luego se pararía. Se acabaría la historia de la vida que me quedaba por vivir, solo tenía veinte años, por Dios.

De pronto sentí un apego brutal a esa vida que antes había despreciado y le prometí a Dios que jamás la volvería a desdeñar ni a minusvalorar si Él me daba una segunda oportunidad. Sería como volver a nacer, vivir con un nuevo yo más agradecido, con menos miedo, más feliz, más en paz. No quería morir. Aún no había escrito mis novelas, aún no había disfrutado de la vida lo suficiente, aún no había amado lo suficiente.

—¿Qué hacéis ahí? —gritó una voz bronca y desconocida.

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«Los crímenes de Atapuerca». Novela negra. Capítulo 21

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El secreto inconfensable de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 21

2 de junio de 2019. 14 días antes del asesinato. Atapuerca

—Alto.

—Para.

—Guardia Civil, documentación, por favor.

—¿Qué estáis haciendo ahí? —una voz chillona alzó el tono para darse importancia. Reconocí la voz de torpe soberbia de Norberto Seseña, director de la Gran Dolina.

—Nada que a ti te importe, valiente —respondió Andrea.

—Documentación.

—Somos del equipo. Este señor está loco. Nos conoce perfectamente.

—El señor Seseña asegura que unos intrusos han entrado de forma ilegal en Atapuerca —dijo otra voz masculina.

—No es verdad, agente —dijo Sebastián. Reconocí su voz elegante como si él flotara a diez metros sobre el suelo—. Pertenecemos al equipo de excavación de la Gran Dolina.

Me imaginé que Sebastián señalaba a Andrea.

—Su padre es Max Rey —dijo.

—Ah, Max, sí, claro —dijo el guardia civil.

El agente quería acabar su turno ya para irse a su casa.

—En todo caso, estas no son horas de excavar, señores —dijo la voz de otro guardia civil.

—¿Quién lo dice? —dijo Andrea, testaruda.

Cortó Sebastián.

—En eso le concedo que tiene usted razón, agente. Ya nos íbamos a casa.

Sentí un alivio inmenso al darme cuenta de que algo había pasado fuera, alguna catástrofe externa a mí, algún desastre del que yo no tenía ninguna responsabilidad que iba a parar la locura en la que estaba inmersa.

Distinguí, entre la algarabía de voces, el tono chirriante, alto, indignado y falaz de Norberto Seseña. Me estremecí de placer. Nos habían descubierto. Por fin.

—¿Qué estáis haciendo?, ¿quién os ha dado permiso para excavar aquí?, ¿qué? —Hizo una pausa teatral—. ¿Qué demonios estáis haciendo?

Me di cuenta de que Seseña había querido decir: «¿Qué cojones estáis haciendo?», pero se había inhibido por su devota reverencia a la autoridad. Cobarde como una rata. Cagón. Le complacía rendir pleitesía a los que tenían algún poder, por mísero que fuera. Sin embargo, nunca me había alegrado más de oír su voz de cortesano hipócrita. Esta vez el muy idiota iba a salvarme la vida.

—Ya verás cuando se entere Jesús —dijo Seseña.

—Corre a chivarte a papá —farfulló Sebastián.

—Una salvajada contra nuestro proyecto científico. ¡Un atentado! ¡Sin permiso!

—Uy, qué miedo.

Norberto añadió, compungido, pero en el fondo encantado, que nos había pillado haciendo un acto de terrorismo científico como si los guardias civiles fueran agentes de la NSA.

—¡Fuera de aquí! —repitió Seseña. Me imaginé su figura enana, llevaba botas con alza, saltando sobre el suelo terroso salpicado de hierbajos y aulagas amarillas.

—¿Quién lo dice? —intervino Manu, nervioso.

Me di cuenta de que Manu aparentaba seguridad en su tono, pero la voz le temblaba.

—Yo lo digo —terció Norberto.

—¿Y quién eres tú?

—El jefe.

—Judas —atajó Andrea.

—Un jefe ilegítimo. Yo no reconozco tu autoridad —dijo Manu.

—Yo tampoco —se sumó Andrea.

—Yo tampoco —dijo Sebastián—. Roma no paga a traidores —sentenció.

—Yo tampoco —grité mientras gateaba hacia atrás con ansia pánica por salir de esa ratonera antes de que se me cayera encima. Me costaba mucho esfuerzo moverme. Era por la falta de oxígeno. Me mareé.

—Largo de aquí. No volveréis a excavar en Atapuerca en la vida, ¡terroristas! —la voz empapada de triunfo disfrazado de indignación de Seseña resonó en la sierra de la Demanda.

—Yo tampoco —grité otra vez, deseosa de apuntarme un tanto de cara a Andrea, sin mayor riesgo por mi parte. Solo quería salir de esa trampa mortal cuanto antes. Pero otro hilo de tierra del techo me cayó sobre el pelo. Noté un bicho que se movía en mi cabeza. Chillé y me revolví mientras me manoteaba la cabeza. Me toqué, histérica, el pelo con las manos. Algo vivo me picaba y recorría mi cuero cabelludo. Palmoteé mi cabeza hasta que el bicho cayó frente a la luz frontal de mi casco. Era una cucaracha gigante, negra, que revolvía sus patas bocarriba. ¡Qué asco, coño! Qué angustia estar metida ahí dentro.

Pero tenía que tener un extremo cuidado, moverme muy despacio. Cualquier movimiento brusco, cualquier golpe tonto podía hacer que el túnel se cayera sobre mi cabeza. Consciente de que me estaba jugando la vida por algo que no me importaba —yo solo estaba enamorada de Andrea y lo hacía por ella—, me sentí al borde del desmayo. Hiperventilé. Se me secó la boca. El estómago me dio un vuelco.

El oxígeno era cada vez más escaso. Podía caer en un estado de hipoxia y derrumbarme inconsciente en cualquier momento.

—A mí nadie me echa de Atapuerca, y menos tú. No hay huevos, Seseña.

—Me sacas de aquí con los pies por delante.

—Oh, Brutus, ¿tú también, hijo mío? —dijo Sebastián.

—Lo que habéis hecho es un delito, un crimen. ¡Menudos paleontólogos estáis hechos! —un desprecio viscoso como la tripa de una serpiente.

Sus gritos subieron in crescendo y resonaron en la sierra plácida y negra. Sebastián cortó a Seseña:

—Venga, que te estás corriendo de gusto, Norberto.

—No te permito que me hables así.

—Corre a contárselo a papá.

Coño, muy bien, pero nadie se acordaba de mí, que seguía dentro del estrecho pozo horizontal que conectaba la Galería con la Gran Dolina. La luz frontal del casco de espeleología parpadeó, aleteó como una mariposa lumínica herida y, por fin, se apagó. Oscuridad total. Pavor absoluto. Olor mineral.

Grité de miedo, un miedo físico, táctil como melaza negra en mi cerebro, un miedo que subía en forma de descargas eléctricas, en frías ráfagas desde mi estómago. «Voy a morir. No respiro».

Los guardias civiles bufaron de hartura y cansancio. Se dieron cuenta de que esto era una pelea privada entre los miembros del equipo de Atapuerca. Ellos allí no pintaban nada.

—Cállate —dijo Norberto.

— Puto Judas —murmuró Andrea, quien, de pronto, estalló en carcajadas, que reverberaron en la Trinchera del Ferrocarril.

Su risa nerviosa se contagió al resto del grupo. Los guardias civiles hicieron un esfuerzo para no reírse.

—Por favor, que yo sigo aquí. Sacadme, cabrones —quise gritar.

Pero la voz no me salió. Mi boca no me respondía. Era una criatura que respiraba aire contaminado, aterrorizada, en medio de la oscuridad mortuoria que me rodeaba.

—¡Joder, que Lara está ahí dentro! —gritó Sebastián.

—¡Ya ha pasado más de media hora! —dijo Helena.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 16

Sinopsis

El crimen más increíble de Atapuerca. A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 16

1 de junio de 2019. Quince días antes del asesinato. Burgos

Una confusión de cuerpos bajo la noche cálida, dulce, sin estrellas bailó en una histeria efervescente, solo interrumpida para tomarse un respiro e ir a la barra a por el siguiente vodka con naranja y seguir desparramando bajo el conjuro de la atracción y el amor y el alcohol y la juventud que se expandía como un time lapse de una noche en bucle.

Sin embargo, ahora el placer ha pasado. Tengo una sensación de bajón como un termómetro en el Polo Norte. Odio esa noche. Me odio a mí misma. La negra ansiedad no deja espacio para nada más. ¿Qué había hecho? Oh, Dios mío, ¿por qué me empantanaba de esa manera?, ¿por qué me dejaba arrastrar por mis compulsiones y luego a la mañana siguiente me arrepentía? Papá me dijo en la playa de Rota: «No puedes beber tanto, no puedes beber, Lara. Lo sabes». Lo sabía, pero no sabía cómo podía dejar de beber. Era como alguien con diarrea al que le dices que controle sus esfínteres. No funciona. Arrastro conmigo mi cuerpo dolorido. Me identifico con él.

—Perdonad que lleguemos tarde —digo después de entrar en el despacho de Max.

—Cierra la puerta —dice Max.

Max me mira, despreciativo y frío, como si me odiara. Quizás solo es la paranoia que me entra tras cada borrachera. Intuyo sus celos. Le molesta todo lo que yo hago. Si yo hablo, le molesta. Si yo me río, le molesta. El solo hecho de que yo exista y esté en su despacho le irrita. Tal vez no. Tal vez solo sea una ilusión perversa, una falsedad de mi mente. Tal vez solo sea la brutal desconfianza que se apodera de mí con la resaca.

Max Rey había estado enfermo de cáncer, pero me niego a compadecerme de él porque ser una víctima no te convierte en una buena persona. Y Max me cae mal. Es entusiasta. Es seductor. Es manipulador. Es controlador y dominante.

Me contraigo bajo su mirada desaprobadora. Siento su hostilidad como si me hubiera arrojado ácido sulfúrico a la cara.

Andrea y yo nos sentamos en el suelo junto a Sebastián, que nos saluda con una mano alzada, con una sonrisa enigmática y torcida muy propia de él. Helena, a la que le gustaba ejercer el papel de madre, nos tiende dos tazas de té darjeeling. Le doy las gracias. Bebo un tímido sorbo. Su calor y su sabor a clavo me alivian el dolor de garganta, la culpabilidad, el miedo que me da el que Max me descubra, la vergüenza de que él me tenga esa manía irracional solo por ser la novia de su hija.

—¿Y Manu? —nos susurra Sebastián a Andrea y a mí.

Andrea se encoje de hombros. Yo me callo.

—Creo que la morena esa de los ojos con medio camión de rímel de la fiesta lo ha secuestrado —dice Helena en voz baja, con su dulce sonrisa de chica que parece salida de un lienzo de Dante Gabriel Rosetti.

Una sombra de depresión cruza la cara de Sebastián. De repente, mi mejor amigo en Atapuerca se hunde en uno de sus agujeros negros de silencio y hosquedad. Siento una oleada de ternura por él. Le tengo un cariño loco.

Según los rumores más malévolos de Atapuerca, Sebastián está enamorado de su mejor amigo y toda esa cinefilia, esa obsesión con Kieswslovsky y La doble vida de Verónica, todo ese leer a Shelley, Byron, Thoreau, Whitman, Verlaine y Baudelaire, toda esa afición hiperromántica y literaria por crear su exclusivo circulo à deux no es más que una excusa para estar con Manu porque Sebastián necesitaba la presencia de Manu como un yonqui ansía la heroína. Dentro de mí crece una ráfaga de simpatía hacia Sebastián. Lo mismo me pasa con Andrea. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.

Lo que acaba de decir Helena es como si alguien le hubiera lanzado una lanza envenenada en el costado y él sangrara a la vista de todos. Aparto los ojos de mi amigo, impulsada por un pudor doloroso. Me cruzo con la mirada de Max, que atraviesa mi corazón como si me observara con pupilas de hielo. ¿Lo sabe?, ¿alguien nos vio anoche a Germán y a mí?, ¿alguien se lo ha contado? La paranoia posalcohólica se ceba conmigo.

Me siento descompuesta, al borde del colapso. Siento que me voy a morir.

—¿Estás bien? —me pregunta Andrea.

—Sí. Bien —contesto.

—Tienes muy mala cara. ¿Te pasa algo?

—No, nada.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 15

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Un secreto estremecedor en Atapuerca

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 15

Después de que se fueran la inspectora Baeza y el subinspector Aduriz de casa, flotó una calma tensa. Las preguntas de la policía se sedimentaron en las capas de mi agotamiento y mi miedo.

Para no pensar, decidí bajar a la bodega de Max. Descendí los escalones de piedra. Al entrar en la estancia subterránea y encender la luz, suaves focos halógenos —la casa de Max olía a dinero y buen gusto, cultura, buenas viandas y mejores vinos—, noté un descenso de la temperatura. Me fijé en el termómetro atornillado a la pared que medía los grados y la humedad de la bodega. Percibí un leve olor a moho y a frío. Me acerqué a los estantes alabeados donde se apilaban botellas de Vega Sicilia; Pesquera; Arzuaga; Balbás Reserva; Viñarroyo; Pagos de Quintana Roble; Valdubón; Emilio Moro; Finca Resalso; Doce Linajes; Señorío de los Baldíos; Durón; Pingus; Emina y Alión reserva, mi favorito quizás porque me lo había descubierto mi padre durante unas Navidades en Málaga, cuando nuestra familia aún no se había roto por su suicidio.

La bodega era magnífica y estaba muy bien surtida. Cuanto más lenta sea la evolución de un vino, mayores posibilidades de envejecimiento hay, me había explicado papá, que era un enólogo apasionado. Sus ahorros se los gastaba en buenos vinos. A papá le quemaba el dinero en las manos y siempre andaba arruinado. Mi primer sueldo trabajando de camarera en el bar de mi tío, La Chancla, en Pedregalejo, Málaga, se lo di a él para que se comprara caprichos en forma de botellas de vino y se pagara un curso de enología en la Sociedad de Amigos del Vino de Málaga. Papá disfrutó como un loco y, a la vez, estudió con ahínco las diferentes denominaciones de origen, se aprendió de memoria la Guía Peñín de los vinos de España de ese año, retuvo en su cabeza las puntuaciones y características de más de 2600 vinos.

Papá y yo también visitamos juntos muchas bodegas de Málaga, nuevo motivo para ganarme el rencor de mi madre, que se sentía suplantada por mí.

Recuerdo que en una ocasión papá dirigió una cata sobre Remelluri Gran Reserva, un vino que le chiflaba.

—El tono es picota, el borde es violáceo, con un toque de naranja. Parece más joven que el 904. —El gran reserva 904 que habíamos catado con la sociedad la semana pasada—. A pesar de que solo los separan tres años a los dos vinos. La bodega ha mantenido menos tiempo el vino en barrica —dijo papá.

 La alegría de papá fue absoluta cuando le tocó la lotería, dos millones de pesetas. Ocurrió antes de la llegada del euro. No se lo dijo a mi madre y se gastó el dinero en escapadas conmigo a bodegas y en comprar deliciosos vinos que nos bebimos juntos, aunque yo era menor de edad, tenía quince años. Nunca fui tan feliz en la vida como entonces.

Si mi madre le preguntaba a papá por alguna de las botellas que él descorchaba en las comidas durante los fines de semana:

—Es un resto de una feria del Corte Inglés. Un chollo —contestaba papá mientras sonreía con sus ojos resplandecientes de trilero.

Con papá había aprendido que los factores que pueden alterar la calidad de un vino son la temperatura, la humedad de la bodega y el estado del tapón. Mi padre me explicó que muchos vinos se picaban porque el corcho del tapón era malo, por el calor, porque las botellas no estaban tumbadas. Él me enseñó que el vino joven no debe consumirse más allá de los tres años de la fecha de la cosecha que figura en la etiqueta y que un vino de Jumilla no tarda mucho en enranciarse y volverse ajerezado.

Lo ideal era una temperatura fresca y estable como la que había en la bodega de Max. Dieciocho grados centígrados, una humedad del 75 al 80 %, una buena ventilación y sustituir el tapón de los vinos almacenados cada quince años.

Papá también me advirtió de algunas trampas de bodegueros poco escrupulosos y me contó que hasta 1979, cuando se puso en marcha en España la legislación para el control de las añadas, algunos pícaros ponían en la etiqueta un año que no se correspondía con la realidad. Por esa razón ciertas cosechas famosas y legendarias no tenían fin.

Encendí la luz, cogí dos botellas de Alión y subí las escaleras. Emergí en la cocina de un color blanco nuclear, con el calendario de pájaros que se había quedado anclado en 1980, enmarcado en la pared. La estancia estaba bañada en la luz vainilla que irradiaba la lámpara de tulipa amarilla que colgaba del techo.

Abrí la botella. Un vino viejo de más de cinco años en botella revela mejor su aroma si lo descorchas una hora antes de consumirlo. Pero las ganas de tomarme una copa de vino me hicieron saltarme a la torera esa norma.

—¿Te apetece una copa de vino? —pregunté a Andrea cuando entró en la cocina con pinta de llevar el peso del mundo sobre sus hombros.

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Un secreto estremecedor en Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 24

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El secreto más terrible de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en las mejores novelas negras.

Capítulo 24

Cuando la inspectora Luisa Baeza llega a las faldas de la Gran Dolina, se estremece de nostalgia. El pasado le sale al encuentro. Aquel verano.

Luisa gira la cabeza y descubre a Toni, su hermano de seis años, que la mira con ojos melancólicos. La culpa arde dentro de ella.

—¿Ya te has olvidado de mí? —pregunta el niño mientras coge de la mano a su hermana mayor.

—Eso es imposible.

—Perdone. ¿Dice usted algo? —pregunta Aduriz.

Desechos mentales, jirones de recuerdos, imágenes dispersas, percepciones desvaídas cruzan la mente de Luisa. De repente, Aduriz le coge el brazo. Ella se sobresalta.

—¿Estás bien?

—He estado mejor.

Luisa siente una sacudida de pánico, de histérico miedo a la muerte, y vuelve a la realidad. Los bordes del túnel que atraviesa la montaña, las mallas sobre las paredes para evitar desprendimientos. Luisa se fija en los andamios que escalan la trancha de piedra y sedimento vertical de la Dolina.

—¿Por qué hay tanto conflicto entre Max y Jesús? —pregunta Luisa.

—Ambos tienen dos concepciones muy diferentes a la hora de dirigir el yacimiento. Max es más político, con sus teorías marxistas y materialistas que aplica a la investigación. La socialización de la tecnológica, que no seremos humanos hasta que no compartamos los conocimientos sobre la innovación técnica. Jesús es más científico, más presentable, más vendible. No quiere saber nada de política, y menos aún política de izquierdas. Eso ha creado un conflicto entre los dos por sus formas diferentes de entender la evolución humana.

—¿Dirías que en Atapuerca hay dos clanes?

—Sí.

—¿Cuáles?

Aduriz se siente incómodo. Luisa sabe mucho más que él de Atapuerca. Tiene la sensación de que ella lo está examinando. Finge una mayor despreocupación, una actitud relajada y tranquila. Aunque tiene ganas de preguntar a Luisa qué se siente al creerse siempre más lista que los demás. Sí, se lo dirá cuando estén a solas. Le dirá que no le trate como a un becario.

—Ha habido dos clanes desde el principio: el clan catalán, que lidera Max Rey, que incorpora a muchos profesores y becarios de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, donde él es catedrático de Prehistoria, y el clan madrileño, que domina Jesús Sinaloa, que agrupa al equipo que trabaja con él en la Universidad Complutense y el CSIC de Madrid.

—Se odian. Típico de la universidad y la paleontología.

—¿Por qué?

—Hay mucho ego.

—Como en la policía entonces.

—Sí. Nos peleamos por el poder, el dinero, el prestigio.

—Por el amor.

—Eres un romántico, Aduriz.

Un silencio mineral, de otro mundo, los acompaña. Luisa echa de menos los sonidos tan característicos de las mazas y los martillos golpeando los destornilladores para extraer los fragmentos de sedimento. Volvió a 1987, cuando Max voló el tapón que conectaba Tres Simas con la Galería. Treinta kilos de anagolita, nitrato amónico con una mezcla de 5,6 % de fueloil. Le ayudó el Regimiento de Ingenieros número cinco de Castrillo del Val.

—¿Algún conflicto más que deba saber?

—Max Rey quiere hacer otra cata hasta el TD6 para encontrar más cráneos de Homo antecessor. Está picado porque su supuesta nueva especie de homínidos está en entredicho. Jesús Sinaloa se opone. Cree que la Dolina se podría derrumbar si se hace otra cata hasta el nivel donde está el antecessor. La gota que colmó el vaso fueron dos muertes de dos estudiantes durante la campaña pasada por un derrumbe en la Dolina durante una semana en la que llovió mucho.

—¿Qué pasó?

—Hubo un corrimiento de tierras por la lluvia.

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El secreto más terrible de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 18

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El increíble misterio de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 18

1 de junio de 2019. Quince días antes del asesinato. Burgos

Me acordé de Ana. Pero la aparté de mi cabeza. Yo era como Rebeca en el nuevo milenio, muerta de celos porque intuía que Andrea, mi novia, seguía enamorada de una mujer muerta que era perfecta. Su ex.

—Pero ¿cómo vamos a hacerlo, Max? —dijo Helena mientras se retiraba el pelo castaño de la frente, en un gesto coqueto, antiguo, de Virgen de Botticelli.

—A plena luz del día. Imposible.

—Por la noche —dijo Max.

—Aun así, se enterarán.

—No.

—Pero ¿estás loco?

—Hay un detalle que a todos se os escapa. No excavaremos desde la Dolina —dijo Max.

Miré a Max. De repente sentí una súbita indiferencia y aversión hacia él, como si fuera un loco que se había puesto a gritarme mientras esperaba el autobús. Le quería lejos, no cerca.

—¡Tú estás fumao, tío! —se partió de risa Andrea. Sus carcajadas resonaron como campanadas. Solo ella, que era su hija, se atrevía a hablar así a Max Rey.

—Excavaremos desde la Galería.

Andrea echó su cabeza hacia atrás, dejando al aire su garganta blanca y sensual. Se desternilló de risa.

—La Galería está cerrada.

—Sí, pero hay un túnel que conecta la Galería con la Dolina.

—No. No lo hay.

¿Se le había ido la olla a Max? Había pasado mucho estrés últimamente. El cáncer lo había acorralado, las sesiones de quimio, el alcohol, los problemas en Atapuerca, el pánico de la perspectiva de la muerte, su divorcio.

—Lo ha hecho Sebastián. Y yo le he ayudado —dijo Manu.

—No… —Boca abierta de Andrea.

—¿Cuándo?

—Este invierno.

Andrea desorbitó los ojos.

—No me lo puedo creer —risa alucinada de Andrea.

Andrea, Helena y yo miramos a Max, sobrecogidos por la sorpresa. Experimenté una tensión en el corazón como si se me hubiera contracturado el ventrículo derecho. Un dolor me perforó el esternón. Boqueé en busca de oxígeno.

De repente, resonó un brusco portazo. Una ráfaga de luz cegadora entró en el despacho en penumbra, cargado por el humo de la pipa de Max. Un grito escalofriante me cortó la respiración. Max puso cara de lánguido pánico como si una serpiente se le hubiera lanzado a la yugular. Mi corazón latió muy deprisa y se me salió de la boca. La sangre batió en mis venas. Oí el grito más horrible y desesperado que había oído en mi vida. Una mujer con las manos rojas, negras ojeras de mapache, ojos fijos de loca —me perturbé al darme cuenta de la desolación que se abismaba en ellos— irrumpió en el despacho de Max.

Andrea humilló la cabeza al ver a la mujer. Sentí un montón de emociones a la vez: placer y miedo, alivio porque esa mujer fuera a romper la cuenta atrás de la decisión que estábamos a punto de tomar.

 —Diga lo que diga. No le hagáis caso.

Alarido de la desconocida.

Me fijé en ella, flash de una imagen, sentí un rechazo visceral hacia su desesperación. Me di cuenta de que llevaba el pelo corto, a trasquilones, como si ella misma se lo hubiera cortado de cualquier manera en casa a tijeretazos, parecía que llevaba puesto un casco de un soldado alemán de la Primera Guerra Mundial, su cara redonda y blanca y cerosa como una luna agónica. La mujer se paró en el umbral luminoso de la puerta y señaló, con el dedo índice, a Max como una bruja medieval.

—Tú mataste a mi hija. Me quitaste a mi pequeña. La utilizaste y luego la asesinaste.

Dios mío. La madre de Ana. La chica que había ascendido de becaria a mano derecha de Jesús Sinaloa en la Sima de Los Huesos. La novia de Andrea.

Nos quedamos petrificados. El ambiente del despacho de Max dejó de ser un refugio reconfortante e intelectual en el que se hablaba de cómo nace la inteligencia humana, de la complejidad del género Homo, de los neandertales y su desaparición, de cómo se adquiere el arte y el simbolismo, de los grandes descubrimientos de la conciencia humana, para convertirse en una cueva cargada de ansiedad. Silencio sobrenatural.

Se me puso un nudo en la garganta. Andrea sudó un dolor frío y pareció a punto de desmayarse con su cara pálida, donde sobresalían unos pómulos afilados como hachas por la preocupación y culpa.

—Y tú lo sabías. —Señaló a Andrea.

—Fue un accidente —balbució Andrea—. Yo también la echo mucho de menos.

—No era vuestra hija, vosotros podéis decir que fue un accidente, pero para mí fue un asesinato. Y la culpa la tuvo este cabrón. Toda esa filosofía que aquí tenéis, todas esas gilipolleces bonitas, ¿qué tenías que enredar con mi hija, Max?

Silencio. ¿Qué se puede decir a eso? Un sufrimiento horrible deformó la cara de Max. Ana era su discípula predilecta. La niña de sus ojos. La recomendó a Jesús Sinaloa para que trabajara en la Sima en una investigación pionera para extraer el ADN más antiguo de un fósil humano, el fémur de una homínida llamada EVA, de hace medio millón de años.

—Mi niña, ¿por qué tuvo que morir? Era tan joven. Solo tenía veinticinco años. Nunca disfrutó de la vida. Hasta que entró en Atapuerca. Estaba tan ilusionada mi pobre. Y ahora está bajo tierra, ahora se pudre en una tumba…

El dolor y la incomodidad me asfixiaron sin dejar ningún espacio libre en mi pecho, como si estuviera sentada sobre el filo de una navaja. La tensión se podía cortar con un escalpelo.

Nos quedamos paralizados como si viviéramos dentro de un cuadro de Goya, de un aquelarre, con una bruja como maestra de ceremonias.

Andrea bajó la cabeza como si esa mujer la hubiera abofeteado en plena cara.

—Yo también siento mucho lo que pasó. Echo de menos a Ana…

Un grito horrible, desgarrador, que me erizó la piel del alma como si a la mujer le estuvieran quemando con un soplete.

—Tú le diste el último empujón, hija de puta.

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El increíble misterio de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 17

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 17

1 de junio de 2019. Quince días antes del asesinato. Burgos

Poco a poco mi sensación de tristeza amaina. Mi estómago se calma, el dolor de cabeza me da una tregua. Mientras me tomo mi té, mi cerebro emana una suave euforia que me hace reconciliarme con el mundo y olvidarme de la agresividad disfrazada de una amplia sonrisa de cordero con la que me mira Max.

Andrea no sabe nada. Solo tengo que acumular tiempo, dejar pasar los días. Al cabo de unas semanas, esa aciaga noche se quemará en la incineradora del olvido como tantas otras noches negras. En esta mañana de junio, la vida se ha creado a mi medida. El mundo está lleno de posibilidades. Esta mañana es el pistoletazo de salida de muchas mañanas, de muchas noches, de muchos días llenos de sentido si consigo zafarme de mi cuerpo dolorido y dejar atrás a los fantasmas del pasado.

Ahora Andrea me acaricia la mano, me roza con su dedo el interior de mi palma. Qué dulce éxtasis, qué descarga de placer y felicidad.

Cruzo los dedos. Aparto a manotazos los pensamientos negativos. Ahuyento los negros augurios de mi mente. Ya no me identifico con la voz de mi dolor.

La canción machacona de anoche vuelve a sonar en mi cabeza: «Jefe, no se queje y ponga otra copita más. No hay como el calor del amor en un bar. La noche ha sido larga y llena de emoción. Pero amanece y apetece estar juntos los dos».

De repente, Andrea me sirve más té de la tetera blanca y hace un mohín triste. Ricardo Díez pasa otra vez por el pasillo y nos escruta con suspicacia. La puerta sigue abierta, pero yo me levanto y la cierro en sus narices, sin importarme lo que piense Ricardo. El rumor de nuestra reunión con Max se extenderá por Atapuerca como un incendio en un piso que recibe, de pronto, el oxígeno de una ventana rota, llamaradas de cotilleo y runrún se propagarán por las doscientas mentes del equipo de la Gran Dolina y la Sima de los Huesos. El solo hecho de ser un grupo de estudiantes escogidos por Max para recibir unas clases privadas al margen del trabajo normal del yacimiento ya suscita todo tipo de resquemores, envidias, críticas, ataques, desprecios y celos. En realidad, ni siquiera son clases. Más bien son debates, conversaciones, divagaciones, confesiones, desahogos ahora que Max ha perdido el poder en la Dolina. Era la forma que tenía Max de vindicarse tras superar su cáncer. Era la manera de tener un cenáculo privado de alumnos pendientes de su experiencia y sabiduría acumuladas desde que llegó a Atapuerca en 1974.

Vivir este verano es lo más emocionante que me ha pasado en toda mi vida. De repente, Andrea me acaricia con más delicadeza. Me aprieta la mano debajo de los cojines. Yo le devuelvo el apretón. Le acaricio la mano, sobrecogida y borracha por la alegría. Mi frente anímico ha cambiado. Aleluya.

—Bueno, no podemos esperar más, empecemos —dice Max mientras enciende su pipa, con su mechero Zippo con la leyenda Homo antecessor en su lomo plateado. Inspira por la boquilla de su pipa. Exhala una vaharada de humo blanco, sedante de tabaco con olor dulzón en el ambiente cargado y caldeado de su despacho.

Me siento como una niña rodeada de sus mejores amigos dentro de una cabaña que hemos construido en el corazón del bosque, aislados del mundo. La conexión con Helena, Sebastián, Andrea se hace más fuerte, un vínculo de amistad que me hormiguea en la nuca y me hace desear estar en este lugar, aquí y ahora.

—Os he reunido aquí porque confío en vosotros. Pero, por favor, no se lo contéis a nadie. No quiero que todo el mundo entre en pánico. Tenemos un problema. Como sabéis, nuestra situación económica es desesperada. La Junta nos retiró la subvención el año pasado y ya estamos pasando todo tipo de penurias económicas este año. No sé ni siquiera si podremos acabar esta campaña de excavación. La dirección del Gil Siloé nos ha amenazado con echarnos porque la Junta ya no paga nuestro alojamiento. No hay dinero ni para pagar la comida cada día en Atapuerca. Lo que significa que quien quiera volver a excavar el año que viene tendrá que pagarse sus gastos. No podremos mantener los laboratorios abiertos más allá de este verano. Y encima a mí Jesús me ha dado la patada. Esto es un Titanic que va a la deriva.

Jesús Sinaloa, con su cara de niño que no ha roto un plato en su vida, el escritor que triunfa y vende libros, el famoso, el hombre amable, el profesor afable y simpático, el favorito de los periodistas, el Homo mediaticus. En comparación, Max parece un zorro cano, peligroso y oscuro, con sus ojos negros y turbios como el petróleo. El chivo expiatorio. El que carga con la culpa y tiene que ser expulsado de Atapuerca por todo lo malo que ha pasado.

Andrea baja la cabeza, abatida. Una cascada de pelo moreno oculta sus facciones.

De repente, la puerta se abre con un golpe brusco que nos sobresalta a todos. Manu saluda y entra. Es un chico delgado, vestido de negro, vaqueros negros y camiseta negra, nariz chata y boca bien formada, aire aniñado, inocente, puro y un pelo muy negro, reluciente, que cubre su cabeza como un casco de obrero. Sebastián le echa una mirada furtiva. Agradece su presencia, pero no se le escapa que Manu apesta a colonia Nenuco y a gel con olor cítrico, tiene ojeras. Un resplandor feliz flota en su cara de efebo. Sin decir nada, Manu se sienta en el suelo con las piernas encogidas y pegadas al pecho junto a Sebastián.

—¿Es definitivo? —pregunta Sebastián. Con su manera racional de afrontar las cosas, siempre quiere saber toda la información antes de dar su opinión.

—Sí, antes de que pasara toda esta movida y me derrocaran, me reuní con el segundo de Salazar. Él ni siquiera se ha dignado a hablar conmigo. Me ha dicho que no tenían dinero, que tenían que recortar, que este año nos cierran el grifo.

—Todos sabemos el porqué —dice Sebastián mientras extrae una cajetilla de Gauloise del bolsillo de su chaqueta negra Armani y saca un cigarro con sus dedos largos y elegantes. Lo enciende con su mechero Zippo, que tiene tallado el cráneo número cinco, Miguelón. Sebastián empezó a excavar en la Sima de los Huesos.

Un silencio incómodo gravita sobre nosotros.

Max lanza una mirada de advertencia a Sebastián. Ese tema es tabú. Y mucho más con Andrea delante.

—Pero lo de Vicky fue un accidente. Estamos todos hechos polvo por lo que pasó, pero fue un accidente —susurra Manu.

—No es culpa nuestra —dice Helena, que normalmente se calla en este tipo de reuniones con Max, como si tuviera miedo de meter la pata delante de él. Lo admira por encima de todas las cosas.

Me doy cuenta de que Andrea se ha puesto rígida. Retira su mano bajo la manta. Noto el vacío como un hambre punzante en mi estómago. Echo de menos su contacto físico. Andrea baja la cabeza. Todo su ser se contrae en un espasmo de dolor. Max la mira y se da cuenta. Es su padre y conoce a su hija, que tanto sufrió de niña. Él también se hace eco de su dolor como si ambos estuvieran unidos por un cordón umbilical invisible, flotando en el mismo líquido amniótico.

—No vamos a hablar de eso ahora. No quiero hablar de problemas, sino de soluciones —dice Max dando por zanjada la discusión.

Hablar de Vicky Salazar es como abrir un tarro purulento lleno de gusanos. Un silencio tenso nos envuelve a todos como un sudario culpable. Yo soy la única que no he conocido a Vicky, drogadicta oficial de Atapuerca. Solo la evocación del nombre de Vicky Salazar, la hija de Ricardo Salazar, el presidente de la Junta de Castilla y León, nos llena de angustia.

En Atapuerca, Vicky se ponía de todo: coca, dexedrinas, éxtasis, ácidos, heroína, hierba y hachís. Hasta la noche de la fiesta en la Dolina en la que alguien le vendió ayahuasca, un potente alucinógeno, a Vicky, esa chica alocada, neurótica, siempre sonriente, siempre triste, proclive a la impulsividad y a los brotes depresivos. La mala suerte fue que la locura y un buen colocón se apoderaron de ella en plena fiesta para celebrar el fin de la campaña de excavación en Atapuerca y se tiró haciendo el salto del ángel desde lo más alto de los andamios que se elevaban hacia el cielo en el yacimiento de la Gran Dolina, con vistas a las montañas violetas de la Sierra de la Demanda.

Murió nada más tocar el suelo. Se rompió el cuello, se aplastó el cráneo. Había más de treinta metros de caída. Max se encerró durante una semana en su habitación para beber y no hablar con nadie y rumiar su depresión tras la muerte de Victoria. De algún modo, se sintió culpable por lo que había pasado. La chica estaba a su cargo.

—Puedo volar —gritó Vicky al aire ruidoso de la noche antes de precipitarse al vacío.

La fiesta bullía abajo, en la explanada antes de llegar a la Dolina, enfrente de la caseta donde se guardaban las herramientas, los suministros, las cervezas, los embutidos para los bocadillos de la pausa del almuerzo. Antes donaban grandes marcas como El Pozo o cervezas Ámbar los botellines y los paquetes de jamón de York, de chorizo y de salchichón para el bocata de las once de la mañana. Pero a raíz de las últimas muertes, de los recientes escándalos, habían dejado de hacerlo. La costumbre de tomar un bocata y una birra a media mañana se suspendió en Atapuerca.

Ricardo Salazar, intoxicado por la ira y el dolor, había culpado a Max Rey de la muerte de su hija en la Gran Dolina. Salazar había acusado a Max de no haber cuidado de su hija, como si Max le hubiera puesto un embudo en la boca a Vicky y la hubiera cebado a ayahuasca como a un pato del que se busca extraer su hígado. Mi madre decía que la responsabilidad individual era un valor a la baja en nuestra sociedad. Por una vez en la vida le daba la razón.

Hubo una investigación policial, pero la conclusión fue muerte accidental. Eso sí, se abrió la caja de pandora sobre el tráfico de drogas en Atapuerca y las orgías que se celebraban en el yacimiento. No hay nada como que muera la hija de alguien poderoso para que se ponga todo patas arriba.

—¿Y la Fundación Botín?, ¿no pueden ellos aflojar la pasta? —pregunta Sebastián, que está pálido como si se hubiera tragado una tonelada de tizas. No le había visto en la fiesta de la noche anterior. Pero eso no era raro porque Sebastián prefería quedarse en su habitación monacal oyendo a Wagner mientras veía Nosferatu en su ordenador. Pasaba de las vocingleras y ruidosas fiestas en nuestra residencia de estudiantes. Algazara de la plebe. Circos vulgares. Charangas ordinarias.

—Es mucha pasta —dice Max con tono tranquilo mientras fuma su pipa. Es demasiado elegante como para echarnos en cara lo que cuesta mantener Atapuerca en funcionamiento. Sin embargo, hay un subtexto de reproche velado en las palabras de Max que yo capto. Nosotros vivíamos a espaldas de la realidad del esfuerzo económico que suponía alimentar al monstruo. Olvidábamos lo caro que era sostener a un equipo de más de doscientas personas una vez que la Junta nos había retirado su ayuda. Pero Max Rey nunca hablaba de temas de dinero ni se quejaba de los problemas económicos ni de la urgencia de buscar financiación todos los veranos. No era su estilo.

—Están los problemas de los escapes de gas. Si perforamos en el lugar equivocado, podíamos acabar muertos todos —dice Manu.

 —Lo de los escapes de gas es un mito —corta Max. La mirada altiva sonríe, fría.

Nadie se atreve a contradecir a Max. Pero todos sabemos la verdad: esa es la razón por la que Norberto Seseña, el nuevo director de la Dolina, no quiere hacer un sondeo al TD6 durante la campaña del 2019. Norberto decía que no quería que un muerto más se le apareciese al cabo de los años en sus peores pesadillas. Pero había otras razones de peso. Norberto era un miedoso. Llegar de nuevo al TD6 era un plan de Max porque estaba desquiciado por las críticas de su antiguo mentor, Antonio Castro, el catedrático de Prehistoria que lo llevó a Atapuerca en los 70, que le había reprochado públicamente el que hubiera dicho que el Homo antecessor era una nueva especie humana. Para Castro no lo era. Max quería tapar la boca a su mentor. Y para eso necesitaba nuevos esqueletos del Homo antecessor que demostraran sus diferencias anatómicas de nueva especie, esqueletos que estaban en el TD6. Ahora se excavaba en el nivel TD9 en la Gran Dolina. Faltaban más de cuatro años para volver a llegar al TD6.

Dos años antes, Max era el mentor de Norberto, pero ahora se había convertido para él en el padre al que había que matar. Además, Norberto tenía un plan secreto junto con Sinaloa: pedir financiación a las universidades privadas de Madrid y organizar un máster en Atapuerca que costaría un riñón. Un plan que a Max —uno de los pocos materialistas marxistas que quedaban en España— le olía a cuerno quemado.

—Vete en paz, que yo me voy en paz —le había dicho Norberto cuando le arrebató a Max la dirección de la Dolina.

 Que Max dejara el poder era el requisito que había puesto Ricardo Salazar, presidente de la Junta de Castilla y León, para volver a financiar Atapuerca en la campaña del año que viene. Max se había marchado sin comandar la cofradía del santo reproche.

Pero Max Rey no se había ido en paz, se había ido a la guerra. Una guerra secreta. Había conseguido congregar a un grupo selecto de fieles —entre los que yo me encontraba por puro azar— y había larvado su estrategia secreta: volver a excavar en el nivel TD6, ese tubo de seis metros cuadrados de la Gran Dolina, esta vez a escondidas, por la noche.

Sebastián mira con censura a Manu. No quiere que su mejor amigo plantee semejante problema a su adorado Max.

Miro a Manu con una ira fingida, secretamente aliviada de que hubiera puesto una excusa plausible para evitar la misión suicida de excavar por la noche para encontrar restos fósiles de Homo antecessor y apuntalar la teoría de Max de que realmente había descubierto una nueva especie.

Tengo sentimientos encontrados, sensaciones contradictorias. Por una parte, me emociona ayudar a Andrea en esa tarea que tanto significa para ella, se lo he prometido tras una noche de amor, narcotizada por la dulce morfina del orgasmo y la exaltación romántica con ella en mis brazos. Con mi cerebro saturado de oxitocina y serotonina y endorfinas, habría matado a alguien si me lo hubiera pedido. Pero en la resaca cruda de la luz blanca de la realidad, el miedo me devora, el pánico me araña la garganta. No quiero morir. ¿Por qué coño tengo que hacer esto? Me siento atrapada en el dominio agobiante de Max Rey, un vampiro que absorbe la energía de los que están a su alrededor. Lo más curioso es que las personas que formábamos su grupito de elegidos le entregábamos nuestro esfuerzo, energía, trabajo, tiempo de forma voluntaria. Experimentabas en su presencia una rendición, una laxitud de tu voluntad que ponías a su disposición. Sentías una necesidad de gustarle, una decisión súbita de decir que sí a todos los planes locos que proponía para complacerle porque su entusiasmo era contagioso y porque su carisma era definitivo.

Fuera el mundo era más feo y gris y deprimente de lo que era dentro de esa comunidad monástica y cerrada que era Atapuerca, un yacimiento que funcionaba como una abadía kamikaze dirigida por el ego insatisfecho de Max, el padre abad, el ego elefantiásico de Jesús Sinaloa, el segundo padre abad, y la tranquilidad y normalidad de Rafael Espejo, el tercer padre abad.

Yo no voy a morir por él. Pero finjo que quiero excavar por la noche, a espaldas de todos, delante de Andrea. Me reservo mi miedo, aunque mi racionalidad me grite a gritos que soy joven para morir. Tengo veinte años. Ni siquiera soy del equipo. Soy una estudiante de la carrera de Historia en la Universidad Complutense de Madrid que ha tenido la suerte de ganar un concurso propuesto por Andrea con un trabajo de investigación sobre la mala datación y peor clasificación en lo que a la especie humana se refiere que Jesús Sinaloa había hecho de los restos fósiles que había encontrado desde 1992 en la Sima de Atapuerca.

Seis meses después, me quería quedar en el yacimiento porque me había enamorado de Andrea y vivía una historia de amor que tenía la caducidad de un verano. Y el verano todavía no había acabado.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 13

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 13

Dos días después, el coche azul BMW cobalto que conduce la inspectora Luisa Baeza cruza la Nacional. El subinspector Aduriz va sentado en el asiento del copiloto. Piensa en su hijo, que pronto va a nacer. ¿Será un buen padre? Solo quiere ser un padre al que su hijo no tenga miedo, al contrario de lo que le pasa a él con su padre. Ahora sabe que se hizo policía solo para joder a su padre. No tiene vocación. Ver cadáveres en la mesa de autopsias le descompone. Jamás ha disparado su arma y tener que dispararla le da pavor. Examinar fotografías de cuerpos mutilados, heridos, acuchillados, destrozados de forma violenta, le pone malo. Estudió la oposición para subinspector impulsado por la necesidad de demostrar al mundo que podía hacerlo, impelido por el miedo a fracasar, azuzado por la obligación de decir: «Yo valgo». La alegría de aprobar la oposición le duró menos de una semana.

Sin embargo, Aduriz sabe que su vida está a punto de cambiar por el nacimiento de Iván. La vida te puede cambiar en un solo segundo. A él le va a cambiar. Su hijo y su mujer le importan mucho más que su trabajo. Se esforzará en ser un buen padre. Sin embargo, le acosan las preocupaciones: que el niño no nazca sano y los condene a su mujer y a él a una vida de sufrimiento, que el niño muera dentro de la madre antes de nacer, que Ángela tenga un aborto y pierdan al niño. Tantas cosas pueden ir mal durante un embarazo. Tantas cosas pueden ir mal en una vida. Se acuerda de los padres de Miriam y siente un arrebato de compasión y, a la vez, de alivio por no estar en su pellejo.

Aduriz respira hondo y se obliga a dejar de pensar de esa forma oscura y entrópica.

Yo nado en la piscina bajo el cielo azul caramelo de junio. Me llega la fragante brisa fresca cargada del olor de los naranjos. Se levanta un sol amarillo como un melocotón que calienta la tierra. De repente, oigo el sonido del telefonillo. Me da un vuelco al corazón. Salgo del agua, me pongo la camiseta, siento los pezones inhiestos por el frío que marcan la camiseta y corro al porche a buscar un bañador de Sebastián o Manu. Siempre los dejan secando en la baranda.

Descalza, ando con pasos ligeros por el camino de piedras flanqueado de aligustres y cipreses que lleva hasta la reja de la puerta. La hiedra recorre en zigzag la pared blanca trasera de la casa.

Abro la puerta a una policía a la que no conozco. Va acompañada por ese policía tan guapo, Aduriz.

—Buenos días.

—Buenos días. Soy la inspectora Luisa Baeza. ¿Puedo hacerles unas preguntas a usted y a Andrea? —pregunta Luisa mientras espera frente a la puerta a que yo le dé permiso para entrar.

Fuera está aparcado el Land Rover de Max, el Halcón Milenario.

—Claro. Pasen —digo mientras me aparto dejando el camino libre. Exagero mi buena educación. Quiero caerles bien. Quiero demostrarles que no tengo nada que ver con este crimen. Quiero convencerlos de que soy inofensiva.

—Disculpe que la molestemos tan temprano —dice Aduriz.

—No pasa nada. Por favor. Pasen.

La inspectora Baeza lleva un maletín negro en su mano derecha. Tiene el pelo moreno recogido en una cola de caballo. Sus ojos negros me perforan con inteligencia. Aparto la mirada con un gesto que pretende ser timidez. Viste un traje pantalón con chaqueta gris marengo. Irradia un aire profesional, respetuoso y severo. Camina con zapatos negros muy brillantes de suela baja.

Me sorprende la belleza de Aduriz. Su pelo muy corto, su nariz romana, sus ojos azules. Me recuerda a un Paul Newman joven sin rizos, más moreno, con el pelo más corto. Se asemeja a un Apolo que destella bajo el sol. El mismo hoyuelo le marca la barbilla. El subinspector se mueve como un felino, impulsado por una actitud serena.

Los acompaño hasta el porche. Subimos los cuatros escalones que conducen a la puerta de entrada. Entramos en la cocina.

Lo primero que siente Luisa Baeza al entrar en la casa y contemplar las grandes estancias, los altos techos, es corrosiva envidia. Ella se crio en una casucha rodeada de fealdad y miseria. Ahora, para compensar, le domina una pasión inmobiliaria que quiere vengar su difícil infancia. Admira el buen gusto de Max Rey. Tiene celos del dinero que el codirector de Atapuerca ha invertido en decorar su casa con sumo cuidado, con cultivado instinto. Envidia su elegancia, su perspicacia astuta para comprar un escritorio Luis XV, un cuadro gigante de San Bartolomé que, junto con un gran espejo biselado con marco dorado, presiden la pared del salón. Luisa también se fija en la gran mesa alargada de caoba, en el sillón Chester del rincón, en la chimenea del siglo xix en la pared que da al porche, en la gran goleta en miniatura en la que se reproducen los velámenes, los altos mástiles de una goleta británica real, colocada sobre el poyete de mármol de la chimenea. Se recrea en las dos sedas chinas negras y grises enmarcadas que están en la única pared libre del salón, unas sedas imponentes. En una de ellas, un músico toca un piano delante de su señor, acompañado de cortesanos, en la otra, unas grullas zancudas se encuentran semisumergidas en una laguna plácida donde sobresalen los juncos y flotan nenúfares. También captan la atención de Luisa los dibujos a carboncillo de cráneos de los omnipresentes Homo antecessors decorando los huecos libres que quedan en las paredes. En el rincón izquierdo del fondo del salón reposa un sillón orejero de cuero negro con una lámpara alta lacada en color cereza. Sobre las mesas hay colocados cuencos art déco, jarrones y búcaros con rosas del jardín que exhalan un olor dulzón. Un aroma decadente impregna toda la estancia.

Luisa baja su vista y siente pisar las hermosas alfombras persas adornadas con motivos florales color burdeos sobre un fondo negro que tapizan los suelos entarimados del salón. Sillas y muebles victorianos.

Una luz dorada y quieta penetra por la ventana y revela el esplendor antiguo y refinado del salón. Max ha invertido sus ahorros en esa casa, pero no ha sabido disfrutarla. Su hija sí. Aún recuerda su infantil y loco intento de adoptarla. Cuánto deseaba ser hija de Max Rey en vez de hija de sus padres.

Voy a buscar a Andrea. Duerme a pierna suelta sobre la cama, estirada como una gata tranquila. Le toco el brazo y la meneo.

—Andrea, levanta.

—¿Qué?

—Está aquí la policía.

—Yaaaa. —Todo su ser protesta por tener que levantarse. Se incorpora, con el pelo como una maraña de zarzas revuelta y crespa. Se pone unos vaqueros y una camiseta negra. Yo aprovecho también para ponerme mis Levi’s 501 con una camiseta blanca que tiene impreso un fragmento de la partitura de las Variaciones Goldberg de Bach.

Una cortina blanca, con un mandarino pintado en ella, aletea en la puerta de la habitación de Andrea. Las mandarinas destellan bajo la tibia luz de la mañana. Andrea cojea hacia el salón. Parece una perra apaleada. Oscuras ojeras de cansancio y tensión marcan su rostro. Yo voy detrás.

Lo primero que piensa la inspectora Baeza es: «¿Cómo le han dejado construir esta casa aquí, en medio de la sierra, a Max Rey?».

Aunque Luisa lo sabe, por supuesto. Max le ha pedido el favor a la persona adecuada, a un político dispuesto a ayudar a cambio de alguna prebenda.

He ensayado en mi cabeza lo que voy a decirle a la policía, diez mil variantes, a cada cual más desquiciada, diez mil repeticiones en bucle representadas en el escenario aturdido de mi mente, diez mil diálogos mal hilados que buscan no dar la impresión de que estoy a la defensiva, de que oculto algo. No, no vimos nada. A ningún sospechoso. No, no era raro que excaváramos a esa hora. No, no me llevé el móvil. No conocía a Miriam. No hablar de las GoPro ni de las imágenes que grabamos.

Le había pedido a Andrea que llevara la iniciativa durante el interrogatorio de la policía. Ella había accedido.

—¿Quieren un café, un té? —ofrezco como si su visita fuera de cortesía.

—No, gracias —contesta Aduriz.

Luisa Baeza levanta la vista y reconoce a Andrea, la niña que tenía que haber sido ella. Se quedan en silencio mirándose la una a la otra. El tiempo se suspende. Una corriente de consciencia, de recuerdos, de pesadillas, de horas dolidas y baldías, fluye entre ambas.

Andrea y yo nos sentamos como dos alumnas modestas y púberes frente a la mesa de caoba donde nos esperan la inspectora Baeza y el subinspector Aduriz.

—Buenos días.

—Buenos días.

—¿Quién tiene las llaves de Portalón? —pregunta la inspectora Baeza. Aduriz toma notas en una libreta de tapas negras.

 —Solo Max, Jesús y Rafael Espejo. Y Antonio López, la mano derecha de Jesús, creo. Y yo —contesta Andrea.

—¿Y cómo tenías tú una copia de la llave?

—Me hizo una copia Rafael Espejo.

Andrea protege a su padre. Miente. Sé que la copia de las llaves se la hizo Max.

—¿Y tú hiciste más copias?

—No.

—¿Cómo llegasteis a Atapuerca?

—En el Land Rover de Max.

—¿Quién conducía?

—Yo.

—¿Por dónde entrasteis al yacimiento?

—Por la puerta principal.

—El vigilante no os vio.

—Ese nunca ve nada —dice Andrea después de soltar un bufido.

—¿Cómo entrasteis?

—Yo tenía la llave de la entrada principal.

—¿A qué hora entrasteis en Cueva Mayor?

—A las doce de la noche. Lo sé porque estoy tomando antibióticos. Me tocaba la dosis. Y miré el reloj.

—¿Os llevasteis los móviles?

—No.

—¿Por qué? —pregunta la inspectora Baeza.

—Cuando excavo quiero estar tranquila y en paz. No quiero que nadie me incordie.

 —¿Conocías a la víctima?

—Sí. De vista.

—¿Qué relación tenías con ella?

—Ninguna. La había visto alguna vez en alguna fiesta de fin de campaña.

—¿Y tú, Lara?

—No la conocía.

—¿Qué hicisteis la tarde y la noche del martes antes de ir a Atapuerca?

—Estuvimos en casa juntas leyendo, viendo la tele.

—¿Algún testigo?

—Manu y Helena.

Recuerdo que el martes Sebastián estuvo en el Gil de Siloé trabajando con Max.

—¿Excaváis fuera del horario de trabajo?

—Sí. Estoy trabajando en mi tesis. Me gusta excavar a solas.

—¿Sueles hacerlo a esa hora?

—A veces.

—¿Por qué?

—Es una hora muy tranquila —dice Andrea.

—¿Jesús Sinaloa te da permiso?

—Yo no necesito permiso de Jesús para excavar en la Sima de los Huesos.

—¿Visteis a alguien en Atapuerca?

—No.

—¿Os fijasteis en algún coche?

—No vimos a nadie.

—¿Había huellas de neumáticos a la entrada de Portalón?

Recuerdo la cuesta embarrada con mucha pendiente. No había marcas de ningún coche.

—No —contesto. Mantengo las manos debajo de la mesa porque me tiemblan mucho. Los nervios me ahogan. Sin embargo, finjo que estoy muy tranquila. Miro a los ojos a la inspectora para aparentar seguridad en mí misma.

—Hemos encontrado ADN tuyo en el cuerpo de la víctima —dice la inspectora Baeza a Andrea.

—Me acerqué a Miriam y la toqué.

—¿Por qué?

—Quería saber si estaba viva.

—Siendo científica, ¿no sabes que no hay que tocar a la víctima?

—Solo quería saber si vivía y podía ayudarla.

—¿Tenéis las mazas y martillos con los que trabajáis?

—Sí.

—¿Podéis enseñárnoslos?

Andrea asiente, agotada.

 Nos levantamos y fuimos al garaje, donde dejábamos colgados en los percheros nuestros monos y mochilas manchados de arcilla y sedimento. Cogí una de las mochilas azules, desabroché los correajes y enseñé su contenido a la inspectora Baeza, que extrajo dos guantes de látex color blanco de su maletín negro y cogió las mazas, los destornilladores, los martillos con los que excavábamos en nuestras cuadrículas de sedimento y metió las herramientas en unas bolsas para guardar pruebas.

—¿Somos sospechosas? —preguntó Andrea—. ¿Tengo que llamar a mi abogado?

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Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 14

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El crimen más escalofriante de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 14

No vi entrar a Sebastián en el salón. Luisa se fijó en él antes que yo. Algo en su interior se animó, como si de repente se encendiera una llama dentro de ella, como si alguien hubiera encendido la luz bajo su piel. Me di cuenta de que había habido algo entre ellos por la manera en la que la inspectora Baeza le acarició con la mirada. Ella, que era cortante como el hielo, se suavizó.

—Hola, ¿cómo estás? —preguntó Sebastián.

—He estado mejor. ¿Y tú?

—También.

—Me alegro de verte, Sebastián.

 Sebastián estaba hecho un dandi. Vestía un traje negro de Armani sin una arruga, llevaba una camisa blanca también de Armani pulcramente planchada. Se acababa de duchar. Exhalaba un perfume cítrico que le hacía muy atractivo. Tenía el pelo oscuro, aún mojado de agua, peinado hacia atrás.

—¿Quieres un té verde? Iba a hacer ahora mismo. Es orgánico y detox —preguntó Sebastián.

—Sí, gracias —dijo Luisa, que hizo un esfuerzo ímprobo por no dejar traslucir ninguna emoción en su cara.

—Muy amable.

Aduriz se sintió un paleto al lado de Sebastián, quien le cayó fatal al instante. Le azuzó un rencor de clase. También se había dado cuenta del efecto que Sebastián causaba en Luisa. Le azotó una oleada de celos negros. Le acosó una sensación lacerante de humillación. No se había dirigido a él.

Sebastián abrió la caja verde Twinings, cogió un puñado de hebras negras y las echó en una tetera japonesa de hierro fundido color negro. Puso un cazo con agua a calentar.

—¿Y usted?

—Nada, gracias.

—¿Nos vienes a detener, Luisa? —preguntó con una sonrisa torcida.

—¿Tendría que hacerlo?

Sebastián sonrió y el sol salió en la habitación.

A Luisa le vino de golpe a la memoria al oler su olor cítrico intenso aquel verano cuando él, por orden de Max, se hizo cargo de ella, una niña de diez años destrozada tras el secuestro de su hermano. Sebastián le enseñó a excavar a la Dolina, le prestó libros de Prehistoria, le habló de evolución humana, de datación de fósiles, de geología, de huesos, de cráneos, de especies de homínidos, la llevó al Gil de Siloé y la invitó a comer en la cantina, la invitó al laboratorio y le puso a mirar por el microscopio electrónico los fósiles que habían desenterrado —después de inyectarles una solución consolidante con una jeringuilla y esperar veinticuatro horas— por la mañana en la Gran Dolina.

Sebastián le explicó que los cortes de los rellenos tenían más de veinte metros de altura en la Gran Dolina. Por esa razón habían levantado el andamio desde la base hasta lo más alto. También le contó que la cueva esta partida en dos, la cavidad continuaba al otro lado de la Trinchera, en el yacimiento del Penal. Alguna noche Sebastián también la llevó en su coche a Los Geranios cuando Luisa caía rendida de sueño tras una tarde infinita y maravillosa pasada con Max y él charlando, desafiando teorías científicas dominantes como la que aseguraba que en Europa no había fósiles de homínidos más antiguos de 500 000 años.

Sebastián le había salvado la vida. Ella lo miró y sonrió. Él la miró y sonrió.

—¿Con azúcar?

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El crimen más terrible de Atapuerca.