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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 12

Sinopsis

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en las mejores novelas negras.

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 12

Mientras me preparo mi segundo café de la mañana en la cafetera italiana de Max bajo un fuego de llamas azules que zumba en el silencio mineral de la casa, mi mente me tortura. Mis pensamientos me hacen sufrir. Hay una voz que no para de hablar dentro de mi cabeza, no para de anticipar catástrofes: el interrogatorio de la policía sale mal, yo detenida, yo condenada por el asesinato de Miriam, yo pudriéndome en la cárcel. El corazón me late vertiginoso y desquiciado. El miedo me aprieta la garganta con su mano de hierro.

Después de servirme el café en una gran taza blanca con el cráneo del antecessor pintado en ella en color rojo, salgo otra vez al jardín. Me concentro en mirar los árboles. La naturaleza me calma. Borra los pensamientos negativos de mi cabeza. Es fuente de alivio y paz.

«No pienses», me digo a mí misma mientras camino sobre el césped con los pies descalzos, con mi taza de café en la mano. Me la bebo a pequeños sorbos.

Busco las fuerzas para entrar en la piscina, recinto vallado, parte que no cubre muy poco honda, llorones lánguidos que han llenado de hojas alargadas verde pálido la superficie turquesa. Max tenía pánico de que su hija Andrea se ahogase en esa piscina. La vida ya le había dado suficientes zarpazos de dolor como para dar por hecho que a quienes quería estaban a salvo.

Me desnudo. Me quito la camiseta azul marino grande de mi padre con el escudo de la Universidad de Málaga impreso, donde él enseña Historia. Me despojo de las bragas.

Me meto en el agua. Está muy fría. No es de extrañar porque nuestra casa está enclavada en el corazón de la sierra de Atapuerca. Rodeada de montañas cárdenas, de lomas color verde oliva salpicadas de encinas y rocas, de matorral bajo. Inviernos duros, veranos frescos. Un lugar fuera del mundo.

Nado a buen ritmo buscando acallar la voz de mi cabeza que me dice que todo va a salir mal. Al principio, al sumergir mi cabeza bajo el agua, la sangre se me hiela, pero me obligo a mover los brazos y piernas, a dar brazadas y mover mis pies como palas de un patín acuático. Quiero vivir. Ver a Miriam muerta me ha hecho valorar mi vida.

Cinco horas después, en la comisaría de la Policía Judicial de Burgos, Unidad de Homicidios, el subinspector Miguel Ángel Aduriz calienta su túper con marmitako y verduras dentro del microondas común.

En la mesa, otros agentes comen sándwiches, bocatas, paninis, fajitas, burritos precocinados y hamburguesas. Miguel Ángel es el único que se ha traído comida casera de casa. Se lo ha cocinado su mujer, Ángela, que está embarazada de su primer hijo.

—Míralo, qué gourmet, primero y segundo y postre. Qué envidia —dice Roberto, agente de la Policía Judicial.

—No solo de Ruffles y Mars de la máquina vive el hombre —responde Miguel Ángel, que saca el túper del micro y se sienta a la mesa con los demás.

Aduriz es insultantemente guapo. Emana una luz radiante que hace que muchos se sientan atraídos hacia él como polillas a la luz y que otros lo envidien. Top model, le llaman algunos, maricón otros. Las mujeres lo adoran porque es un hombre que no está pagado de sí mismo. Es un chico dulce e inocente.

—¿Has conocido a tu nueva jefa? —pregunta Sanchís, policía judicial.

—No, aún no —responde Aduriz.

—Pues no tengas prisa. Por lo visto, es una zorra del quince.

—¿Por qué se fue de Madrid? Allí Baeza era Dios —pregunta Miguel Ángel.

—No se lo cuentes a nadie. La echaron. Cuatro sanciones disciplinarias. Disparó contra un pederasta acusado de secuestrar y abusar de niños. Lo mató.

—Un cabrón menos —dice Roberto.

—Y eso no es todo, Luisa también pegó a un detenido esposado. Pero también porque nadie la aguantaba allí. Y porque se tiraba a su jefe —añade Roberto.

—Si te crees todas las historias que cuentan de ella, es mala, malísima. No oigo más que barbaridades. Nadie quiere trabajar con ella —dice Miguel Ángel.

—Se come a los cachorros como tú crudos para desayunar —apunta Sanchís.

Sanchís y él podrían ser enemigos, aunque nunca se hayan peleado. Aduriz nota su profunda aversión hacia él. También percibe el odio que le tiene Sanchís solo porque es feliz. Y en la Policía Judicial, si te ven feliz, te rajan.

—Uuuuuuh, qué miedo —dice Miguel Ángel.

—Deberías. ¿Sabes que ya le ha pedido a Ruscalleda no trabajar contigo? —dice Roberto.

Ruscalleda es el comisario jefe. Aduriz acaba de aprobar la oposición de subinspector. Es un recién llegado a la unidad. Se come mucho la cabeza porque tiene miedo de no estar a la altura del trabajo.

—¿Por qué? —se alarma Miguel Ángel.

—Demasiado fucking loser para ella —dice Sanchís y se ríe con una risa amarga.

—He oído que fue ella la que resolvió el caso del asesino de la radial —dice Aduriz mientras mastica un trozo de bonito y escacha un patata cocida y cremosa contra la superficie de su túper. Los pimientos y la cebolla cortada humean. El marmitako de Ángela está delicioso. Qué suerte tiene.

—Pero mataron a su compañero por su culpa. Se adelantó a por el asesino, no pidió refuerzos y, al llegar a la nave donde estaba, el cabrón se lio a tiros.

—Sí. Por lo visto Baeza tiene el gatillo fácil —dice Roberto, que mastica un triste bocadillo de mortadela. Mira con celos negros el marmitako que se come Aduriz. Desde que su mujer lo ha echado de casa y le ha dicho que ya no le quiere, llueven piedras, y no solo en la comida, en su vida.

—Esa tía es una puta loca que pone en peligro a la gente porque la gente le importa una mierda —estalla Sanchís—. Aunque me la follaría. Está buena.

—Si te gustan las que tienen dientes en el coño… Yo ya tengo bastante con mi exmujer —dice Roberto.

Aduriz teme que Roberto se ponga a llorar y a quejarse como una plañidera de su exmujer, que le ha echado de casa, que no le deja ver a los niños, que es una zorra, que liga por Tinder, que sale con un francés jeta que le está sacando la pasta. El subinspector sabe que en el futuro Roberto no soportará que él haya sido testigo de su debilidad y se vengará.

—Es inteligentísima —dice de repente Rafael, un policía tímido al que hay que arrancarle las palabras con alicates.

Aduriz lo respeta. Le da la sensación de que Rafael es el único policía que piensa en el departamento y no irradia hostilidad hacia él. Además, Rafael le reconoce su conocimiento sobre informática y el Internet oculto.

—Si me van a pegar un tiro, me va a dar igual lo inteligente que sea esa tía. Yo no quiero trabajar con ella. Nadie la quiere. No tiene amigos. Esa va a su aire. Es una psicópata. Yo no trabajaba con ella ni jarto de whisky —dice Sanchís mientras abre su tercio de cerveza Ámbar. No está permitido beber alcohol en la comisaría. Pero él se pasa la normativa por el arco del triunfo. Le pega un buen trago a su Ámbar y amusga sus pequeños y mezquinos ojos antes de decirle a Aduriz—: No te envidio nada, macho. No me gustaría estar en tu pellejo.

«Ni yo en el tuyo», piensa Aduriz.

Los comentarios sobre Luisa se solapan unos con otros y atraen la atención de los policías que comen sentados en la mesa de enfrente en la zona común.

Fuera de la comisaría, una capa de nubes negras se adensa. Tras la ventana empieza a llover. Miguel Ángel Aduriz siente una aceleración en la sangre. Experimenta una alegría y un fuerte dolor. Arde en una impaciente excitación por conocer a la inspectora Luisa Baeza.

Bonilla, un agente mayor con pinta de bebedor, barriga abultada, cara abotargada y nariz roja, que bebe whisky de una pequeña petaca y pica de un paquete de Lay’s color rojo que acaba de sacar de la máquina, interviene de repente:

—Conozco a Luisa Baeza desde que era una cría que se comía los mocos. Vivía en el bar Los Geranios, a la entrada de Atapuerca, su madre estaba loca perdida, maltrató a sus hijos. Luisa siempre estuvo prendada de Max Rey, que estuvo a punto de adoptarla. Era una cría listísima. Siempre quiso largarse de aquí. Era valiente. Siempre tuvo ambición y quiso salir de ese agujero, de ese maldito bucle de miseria y locura en el que la metió su madre, a ella y a sus hermanos. A Toni, su hermano, lo secuestraron cuando tenía seis años, ella estaba presente. Ahora, si queréis juzgarla, id a por ella, pero no todos hubierais sobrevivido a una niñez como la suya. Ya os habríais tirado por una ventana. Ah, y es la mejor policía que he conocido.

Se hace un silencio incómodo. Aduriz mira a Bonilla. Va a decir algo, abre la boca, pero la vuelve a cerrar.

—¿Cuándo va a llegar?

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 11

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El crimen más estremecedor de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 11

Una niebla blanca difuminaba los contornos de Atapuerca. Andrea corrió campo a través enfundada en unas mallas negras Under Armour y calzada con unas zapatillas de running Mizuno color violeta que le había regalado su padre por su último cumpleaños.

Al cruzar el dolmen, se asemejó a un fantasma flotando en la sierra blanca, una aparición azotada por una brisa fresca. Los montes estaban hechizados por una belleza delirante, cósmica. Cerros, lomas, cumbres. El paraíso terrenal.

A Andrea le gustaba el matiz de la luz cuando rompía la mañana durante el verano, le recordaba cosas buenas de su infancia: Coca-Colas muy frías y polos de fresa, su manita en las manos callosas de su padre, las incursiones con Max en la Dolina, donde se sentía bañada por las miradas de respeto que el equipo le dirigía a Max, los traqueteos a bordo del Halcón Milenario, el Land Rover de Max, en la recta que se internaba en los campos de trigo y cebada camino de Atapuerca, el rumor sedante de las aguas del Arlanzón, los pícnics con Max, cuchillo, chorizo, queso, vino y pan sentados debajo del viejo roble, té frío por la tarde, sandías, abrazos, el cariño que sentía por su padre, la mente tranquila sin trabajar contra sí misma.

El sol ascendió como una inmensa yema de huevo en un cielo veteado de franjas rosas y violetas. Había zonas en las que el calor había agostado la hierba hasta quemarla. Andrea descendió en dirección a Piedrahita. A la derecha estaba la Matanza, a la izquierda Puente de Canto. Latidos violentos, pulsaciones aceleradas.

Andrea empezó a correr de mala gana, ausente, perezosa y pesada. Al principio echó el bofe y odió cada zancada que dio, cada metro que arrancó fuego de sus pulmones. Luego superó esa primera fase de resistencia y el aire latió dulce sobre su cabeza. El corazón bombeó oxígeno a su cuerpo.

Subió una loma en dirección a la Trinchera. Mientras resoplaba y se ahogaba, encontró un oscuro placer en mortificarse y sufrir. Después de correr, se sentiría pletórica. La fuerza de su hábito se lo susurró al oído. El aire, el sol, la paz de la sierra. La mejor forma de sacarse esas horripilantes imágenes de la cabeza que le asfixiaban en la cama y la sumergían en una oscura y viscosa laguna de terror. Miriam con la cabeza negra, su cuerpo dislocado, recogido sobre sí mismo. La muerte y su definitiva ausencia.

Andrea corrió entre arbustos enmarañados que se le enredaron entre las piernas. Fue consciente de su pulso desbocado, de sus rítmicas pisadas sobre la hierba fría, de su respiración agitada y del dolor que palpitaba entre sus costillas.

Estaba desentrenada. En baja forma. Le dio rabia. Demasiado estrés. Demasiado trabajo. Demasiadas cenas copiosas. Demasiadas incursiones a la bodega pródiga de su padre. Demasiado olvidarse de sí misma. Demasiada obsesión con ese artículo sobre la filogénesis entre los Homo antecessors y los preneandertales de la Sima. Era la revista Nature. El miedo a no hacerlo bien, a quedar mal delante de su padre y sus colegas la llevaba al límite.

Crujidos de ramas, piedras resbaladizas con liquen y musgo.

El sudor salino se le metió en los ojos. Pero Andrea se sintió libre y feliz, lejos de la mirada de los demás. Nadie la podía ver. Nadie la podía juzgar. Era maravilloso. Era libre.

Se dio cuenta de que estaba sola en el yacimiento. Una extraña euforia le dolió en sus venas. Subió la loma de la Dolina hasta su punto más alto. Desde allí se dominaba la Trinchera de caliza cretácica. Atisbó la semicircunferencia que primero se ensanchaba, sus paredes parecían hormigón, luego se estrechaba y se volvía blanquecina. De frente la vaguada del río Pico, la alargada loma azul del Alto que dividía el inmenso valle del Arlanzón. Oteó a lo lejos la espalda cárdena de la sierra, el pueblo de Villalbal. Al otro lado estaba el Camino Francés de Santiago.

Los rayos del sol bañaron, con un resplandor dorado, la superficie medio cubierta de tablones de la excavación.

Diez minutos más tarde, Andrea bajó la ladera de la Dolina. Corrió más rápido. Pretiles blancos delante de cuevas. Andamios recubiertos de tejados. Arbustos y líquenes en los taludes de la herida en la sierra.

Todo se debió a una voltereta del destino, a un golpe de azar, a una sorpresa en el plan previsto, a un giro de guion. El plan original era que el ferrocarril fuera recto de Valhondo a Villafría, pero su trayecto original se desbarató y se forzó el que atravesara la caliza haciendo un semicírculo. A día de hoy, todavía es un enigma por qué se desvió el camino del tren. Gracias a ese rodeo en el trazado original, se descubrieron los yacimientos de Atapuerca.

Andrea culebreó por la Trinchera hasta el gran portalón de hierro colado negro, al otro lado estaba el aparcamiento, ahora vacío de coches. El bar Los Geranios cerrado desde hace años. Contempló el vacío condensado bajo el arco de un puente semiderruido y lúgubre, por donde pasaba hace más de un siglo un tren que transportaba mineral al abandonar la sierra.

Corrió a través de los trigales. El corazón le martilleó muy fuerte en el pecho. Riscos, gargantas, torrentes secos, terrazas, paredes blancas de piedra caliza. Un silencio propio de un planeta deshabitado.

De repente, una ráfaga de viento eléctrico preñada de tormenta golpeó su cara. Tuvo la sensación de que algo ominoso se cernía sobre ella. Un mal presentimiento. Alguien la acechaba. Trotó entre las zarzas y aulagas. Nubes negras y panzudas como corderos inmensos desfilaron morosas por el cielo. Olor a tierra y a hierba fresca.

El río Arlanzón bajaba tumultuoso. Venía crecido de la sierra y retumbaba. Andrea escuchó su estruendo desde la chopera. A la sombra, el aire se volvió húmedo. Fuera el sol caía desvaído, ausente.

Lara le vino a su cabeza en todo su esplendor y enigma. Pero no quería pensar en ella. Cada vez que deseaba ardientemente a alguien, no salía bien. Cada vez que se ilusionaba mucho en una relación, acababa decepcionándose. Albergar demasiadas expectativas daba mala suerte. Porque la vida no funcionaba así. Era mejor no esperar nada.

Pero Lara la deseaba. En la piscina, en la cama, en el jardín, en la Dolina, en el Land Rover de Max. Por la mañana, por la tarde, por la noche. Le debía más placer que el que había debido nunca a un hombre. Cuando le daban esos arrebatos a Lara, Andrea se sentía segura. Pero al día siguiente volvía a tener esa sensación de no tener un suelo bajo los pies.

Se quitó las zapatillas Mizuno. Anduvo descalza por la orilla. Tuvo la sensación de que el río se despertaba solo para ella. Se despojó de la ropa lejos de las cámaras camufladas que había en los chopos por culpa de los robos de las máquinas de lavado de sedimento que se habían producido y entró despacio, ceremoniosa, en el agua glacial del río.

Tiritó, le castañetearon los dientes. Se puso a nadar con brazadas furiosas para entrar en calor. Ejercicio enconado para olvidarse de sí misma. La mayor carga es nuestra propia mente, fuente de sufrimiento y gloria.

Un golpe infernal. Truenos que percutían en el cielo como si fuera la piel de un tambor. Nubes negras y púrpuras. Lluvia que repicaba sobre el río, sobre su cabeza. Rayos como culebras amarillas que cruzaban la panza gris que la cubría. Sonoridad acuática y fragante.

Empezó a llover como si se acercara el fin del mundo. Andrea salió del río, se puso sus ropas mojadas, se cargó su mochila a la espalda y corrió camino a casa. Todavía le quedaba un buen trecho antes de volver al refugio. Mientras se alejaba a grandes zancadas, notaba ya las piernas acalambradas. Se caló bajo el aguacero helado e iracundo. Oyó cómo las aguas del Arlanzón bramaban a su espalda.

Lara no tenía la culpa. Cuando se diera cuenta de lo podrida que ella estaba por dentro, la dejaría. Su mente se perdió en una maraña de pensamientos angustiosos. «Te va a dejar. Es cuestión de días. En realidad, está loca por Sebastián. No has visto cómo se miran y se ríen. Se está pasando un verano de puta madre a gastos pagados. Eso es todo». Los celos la aguijonearon como un enjambre de abejas furiosas sobre su piel embadurnada de miel. Se moría de celos. «Nunca te ha querido. —Andrea corrió más deprisa para apagar la voz de su cabeza—. Tu madre te dejó porque eras defectuosa». «Cállate. Cállate. Cállate». Era la misma historia negativa en bucle. «No pienses. No pienses. Ya».

En realidad, había sido una locura bañarse bajo semejante tempestad. Pero la muerte siempre había acompañado a Andrea desde que nació. A veces pensaba que la muerte solucionaría todos sus problemas. Se decía a sí misma que prefería la muerte al sufrimiento. Se obligó a correr más rápido para agotarse y aplastar sus pensamientos negativos bajo el delirio de endorfinas que regalaba el sobresfuerzo.

A pesar del agotamiento que sentía —estaba exhausta y notaba las piernas muy cargadas—, aún permanecía en su interior ese poso de tristeza profunda, esa reminiscencia de rabia hacia sí misma. Una sensación de responsabilidad la agobiaba. Andrea se sentía obligada a estar agradecida de por vida a Max y Teresa porque le habían salvado del centro de tutela un mes después de que cumpliera los tres años. Tenía que demostrarlo todo el tiempo. Al final se sentía como si cargara el peso del mundo sobre sus hombros. Nunca se relajaba. Tenía que hacerlo todo mejor que los demás. Era como llevar un ancla al cuello desde que se levantaba hasta que se acostaba. Indómita, enfadada, superresponsable. Así era ella. Max la quiso desde el principio. La llevó a excavar a la Dolina, a Dmanisi, a Olduvai, lo cual provocó los celos de Teresa. Ella, a cambio, se convirtió en la mejor aliada, la mejor confidente de su padre. Andrea se enteró de sus infidelidades y las tapó. Cuando bebía, Max se iba de la lengua y Max siempre bebía más de la cuenta. Una tarde de bares y cine por Madrid le había dicho:

—Es una trampa.

—¿El qué?

—El matrimonio es una trampa. Nos atrapan cuando estamos obnubilados con el sexo, luego tenemos hijos. Y nos encadenan a sus faldas para siempre. Nos quedamos tontitos. —Sonrió con aire bobalicón y frunció los labios sacando la punta de la lengua—. Y ya es demasiado tarde.

Max tenía dos hijos mayores a los que apenas veía y que ya se habían ido de casa.

¿Quiénes?, ¿las mujeres?, ¿su madre? Andrea no quiso preguntar. Cuando Max se ponía a hablarle de cosas íntimas de su matrimonio, hacía alusiones sexuales hacia otras mujeres, le hablaba de una amiga japonesa que tenía, Sasuki, y de lo mucho que le gustaban las mujeres orientales, sobre todo las japonesas, Andrea fingía una despreocupación falsa, una desenvoltura de quincalla, pero en realidad un desasosiego inquieto roía su estómago. Se sentía violenta por ser la receptora de las confidencias sexuales de su padre. Esas cosas no se cuentan a una hija.

Había aprendido a mostrarse cauta cuando Max se ponía de ese humor excitado, eufórico y quijotesco, cuando se enfadaba por la menor tontería, cuando montaba broncas de órdago y siempre quería tener la razón, incluso cuando era obvio que se equivocaba. A Andrea le muy ponía nerviosa estar cerca de su padre cuando estaba a punto de cabrearse y cargaba de tensión el ambiente. Solía seguirle la corriente. Le decía a todo que sí como a los locos.

Desde que tuvo conciencia, Andrea supo que no le gustaba a su madre. No es que no la quisiera, no. No era que le disgustase su carácter. No. No. Su madre sentía verdadera aversión por ella. Quería quitársela de en medio. Internado en Inglaterra. King College. Veranos en Estados Unidos. EF. Cuando Andrea se puso a estudiar Historia en la Universidad Complutense, su madre la estimuló a independizarse. Lo de independizarse era un decir. Teresa le pagaba el alquiler de un cuco apartamento en la calle Príncipe. Escaleras y pasillos intrincados, pisos divididos en estudios reformados, tejados rojos y grises de Madrid. Si mirabas la fachada del edificio desde la calle Príncipe, era imposible adivinar el fondo de vericuetos y puertas que se ocultaba dentro. Teresa la quería fuera de casa, fuera de sus vidas. Se habían peleado dos semanas atrás. Teresa le dijo que le pagaba un curso de verano en Cambridge, pero Andrea se había negado. Odiaba que dominara su vida, odiaba que le dijera lo que tenía que hacer, odiaba que la tratara con esa displicencia despreciativa como si ella fuera un mueble que se podía cambiar de sitio e incluso tirar a la basura. Andrea le dijo que se iba a Atapuerca.

—Espero que no conviertas en un lupanar la casa de tu padre y que no lleves a ninguna de tus amigas tan raras.

El tono de abierta repugnancia la puso frenética. Andrea se dio la vuelta y se marchó sin contestar a su madre.

Cuando estaba a punto de llegar a casa, Andrea se tropezó con una rama vieja de árbol en el suelo. Se cayó de boca al suelo. Se retorció de dolor después de aterrizar con las manos sobre la gravilla y arena fina del camino. Permaneció un buen rato sin levantarse. Todo el cuerpo le temblaba. Cuando se puso de pie, gruesas gotas de sangre le cayeron como monedas de cinco céntimos sobre las Mizuno. Tenía una herida en la rodilla que latía con un dolor atroz. Cojeó hasta casa mientras oleadas de agonía le subían calientes e irritantes desde el tobillo. Se había hecho un esguince. Un cristal se le clavó una y otra vez en la carne, le arañó el hueso. Andrea se sintió muy frustrada consigo misma. Se tomó su lesión como una derrota personal.

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El crimen más estremecedor de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 10

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El crimen más espeluznante en Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 10

1 de junio de 2019. Quince días antes del asesinato. Burgos

—Qué tío más asqueroso —bufo mirando al techo.

Andrea se vuelve hacia mí y de muy malos modos me dice:

—¿Entonces para qué le das carrete?

Me siento herida, pero no digo nada. Tengo que hacer penitencia y expiar mis culpas. Aunque pienso: «Andrea está loca. Amo a una loca».

Llegamos tarde a la reunión con Max Rey, el jefe de la Gran Dolina hasta hace diez días y uno de los tres codirectores del Proyecto Atapuerca.

De repente, me siento exhausta. No tengo energía para tener una discusión con mi novia a esa hora tan temprana de la mañana, con esta resaca tan brutal. Siento la boca seca, siento el estómago lleno de náuseas. Una migraña late en mis sienes. Tengo muchísima sed. Me podría beber un millón de litros de agua y seguiría teniendo sed.

Una sombra de melancolía y desánimo gravita sobre mi mente. Siento que mis emociones se sumergen en un lago negro de malestar depresivo.

La puerta del despacho de Max Rey está abierta. Dentro veo a Sebastián, con cara seria y pálida, sentado en el suelo, con las piernas cruzadas sirviéndose de la tetera blanca, con finas estrías grises, de La Oca, una taza de té darjeeling. Esa mañana, más que nunca, Sebastián, con su cara antigua, su terno negro y una leontina de oro que cuelga de su chaleco, parece salido del cuadro Autorretrato del Greco. El lugarteniente de Max en la Gran Dolina tiene el aspecto de un caballero decimonónico desubicado en el año 2019. Se asemeja a un Gustavo Adolfo Bécquer ultrarromántico, al que solo le falta la capa porque la perilla ya la tiene.

El despacho de Max está lleno de libros y réplicas de cráneos de Homo antecessor en la librería, reconstrucciones en arcilla y mármol de la nueva especie que él descubrió en la Dolina en 1994.

Max ceba su pipa en silencio. Lleva puesto su salacot, una camisa caqui, pantalones cortos color café con leche, un chaleco de fotógrafo plagado de bolsillos con cremalleras, su pañuelo rojo salpicado de cráneos blancos del Homo antecessor, regalo de su equipo cuando Andrea, su hija adoptiva, descubrió la mandíbula del niño de la Gran Dolina cuando ya creían que estaba todo perdido.

Qué fuera de lugar parece Sebastián vestido con su traje negro de Armani en medio de un mundo arrogante que viste con uniforme oficial de arqueólogo. Sebastián se había puesto una camisa blanca planchada. ¿Cómo se las arreglaba, por Dios?, ¿había madrugado para plancharse él mismo la camisa sobre la mesa de su escritorio?, ¿había metido en su maleta antes de venir a Atapuerca una plancha? Me resulta inconcebible y, a la vez, fascinante el comportamiento refinado de Sebastián. Todo su ser irradia una reserva espectral, una timidez autoconsciente, una elegancia inteligente, allí sentado sobre la alfombra persa, con un dibujo del jardín del paraíso, mientras se fumaba su Dunhill y bebía té darjeeling junto a Helena, que tiene el pelo recogido en un moño apretado como una Madonna doliente.

De repente, Helena, siempre servicial e hiperfemenina, se levanta para preparar más té. Con movimientos delicados y lentos, calienta agua en un cazo sobre el hornillo blanco colocado al lado del escritorio del siglo xix de Max, en una mesita auxiliar.

Bajo la cabeza, de pie frente a Max, porque siempre me intimida. Me da miedo que él lea mi vergüenza, mi infidelidad a su hija en mi cara. Siento un agudo malestar en la boca del estómago. Late un remolino de ansiedad en la garganta.

Pero Max no me presta atención. Me mira sin verme. La sangre se concentra en mis mejillas.

Max fuma su pipa marrón. El dulce olor del tabaco se extiende por su despacho lleno de polvo y libros amontonados, mamotretos sobre evolución humana, tratados de análisis de dientes, manuales de geología, tochos de paleoantropología, réplicas de los cinco cráneos de Homo georgicus de un millón y medio y dos millones de años de antigüedad del yacimiento de Dmanisi, en Georgia, el último lugar en el que había excavado Max, donde había tocado fondo en su alcoholismo.

En la pared cuelga un rifle de caza que Max usa para cazar en la sierra de la Demanda con el juez Gaicano, de quien es amigo desde la infancia.

Miro el suelo. De pronto me fijo en los calcetines largos y botas de cuero de media caña con cordones negros y recios del padre de Andrea. Todo lo que lleva es de buena calidad. Pero el cuerpo no le acompaña. Ha adelgazado veinte kilos en los últimos tres meses por culpa de un cáncer de páncreas. Es una sombra del hombre que fue. Aun así, Max Rey sigue resultando imponente, sigue irradiando un intenso carisma.

El único que falta en la reunión es Manu. Tal vez él también se quedó a la última ronda de cerebritos de Ricardo, en esa cancha de baloncesto pegajosa por el alcohol y las colillas, los minis de plástico aplastados bajo el calor de la ristra de farolillos color vainilla, la nevera gigante de Ámbar llena de latas de Coca-Cola y cervezas, olor acre a sudor y tabaco, con la canción de Rosalía, su versión de la canción de Los Chunguitos sonando por los altavoces: «Si me dan a elegir, ay, amor, yo me quedo contigo».

Recuerdo a Manu besando a aquella chica morena de los vaqueros rotos, con toneladas de rímel en los ojos, grandes pendientes dorados de aros y muñecas sin un milímetro libre por culpa de la saturación de pulseritas de cuero e hilos multicolores que llevaba puestas. De golpe, siento pena por Sebastián porque está enamorado hasta las trancas de Manu, sin remedio, sin esperanza, sin futuro.

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El crimen más espeluznante en Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca».Capítulo 7

Sinopsis

Queridas lectoras: comparto con vosotras el capítulo 7 de mi novela «Los crímenes de Atapuerca». Trata de un crimen estremecedor. Os recuerdo la historia:

A Míriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 7

Una hora después, en una habitación del hotel NH de Burgos, Jesús Sinaloa y Carla Veiga, su cuñada, yacen en la cama en actitud cómplice tras hacer el amor. Se miran a los ojos y se acarician. Se abrazan y se ríen entre las sábanas.

Se han abierto el uno al otro. Se han buscado. Se han amado en silencio secreto como llevan haciendo desde hace años.

Por las ventanas se cuelan las agujas de la fachada de la catedral, el cimborrio del crucero —gótico flamígero—, que dan su carácter especial a la basílica Metropolitana de Santa María. Las torretas se elevan a un cielo muy azul y luminoso.

—Eres preciosa —dice Jesús.

Carla se ríe. Ronronea como una gata encima del cuerpo caliente de Jesús. Cuando ha eyaculado minutos antes —estaban haciendo el 69 y han parado para acoplarse uno dentro del otro—, su semen dorado ha formado una parábola perfecta que ha salpicado la pared. Carla se ha sentido en éxtasis. Está muy enamorada de Jesús. Sacrificaría toda su comodidad burguesa, su buen matrimonio, por este amor loco y sin esperanza. Sin embargo, no abandona a Quique.

Carla se lleva bien con Quique, su marido y hermano de Jesús, se acaban de comprar una nueva casa juntos, tienen una hija adolescente a la que quieren con locura, Miriam, y un hijo de diez años, Lucas, al que quieren aún más. En este momento, ella está dispuesta a arriesgarlo todo por vivir esta alegría, esta felicidad que siente. Cuando salga del hotel, se le pasará.

—Miriam no opina lo mismo. Dice que dos de las grandes bromas de la humanidad son que Trump haya ganado las lecciones y que yo diga que voy al gimnasio.

—Los adolescentes son crueles por naturaleza. Creen que nunca van a ser viejos —dice Jesús.

Jesús abraza a Carla y la besa con pasión.

Carla siente que se abre dentro de su pecho un agujero volcánico que rezuma lava, embriaguez amorosa, locura de gozo, plenitud jubilosa. Su nuca se ancla a esa sensación que no quiere perder. Acumula demasiadas mañanas aburridas, deprimidas, sin ganas de levantarse de la cama que Carla asocia a su matrimonio cómodo y vacío, mediocre, a su adaptación a una vida fácil y mecánica como profesora de Literatura en el instituto Manuel Machado.

El éxtasis amenaza con estallar en su pecho. Promete placer a medida que nota las caricias de Jesús, que recorren su espalda y bajan hacia su vientre, hacia su clítoris. Abajo y arriba, vuelta a empezar. La anticipación del clímax vacía la cabeza de oxígeno y preocupaciones a Carla.

—Me encanta.

—Ya me he recuperado.

Horas después pensará de forma obsesiva que, mientras ella estaba haciendo el amor con Jesús, su hija de dieciséis años yacía muerta con la cabeza reventada a martillazos dentro de la Sima de los Huesos. Pero ahora no. Ahora Carla es feliz. Aún no sabe la noticia y no intuye ni huele el dolor que la espera.

La iglesia San Martín de Atapuerca.

Después de hacer el amor por segunda vez, Carla y Jesús se abrazan. Carla se medio duerme entre los brazos de su amante. Es la hora de comer, cuando Jesús puede escaparse de su trabajo en Atapuerca y ella de corregir trabajos sobre Anna Karenina . No, no se le escapa la ironía respecto al paralelismo con su propia vida al haber elegido la novela de Tolstói. Muchos de los análisis críticos de sus alumnos están copiados de Internet, del Rincón del Vago, de foros y chats. Muy pocos de los chicos se han leído la novela de Tolstói, la mejor novela de la historia según Carla. Puede oler el heno en esta habitación cuando Lievin siega en su finca, también siente el enamoramiento de Anna por Vronsky, porque es el suyo, y horas más tarde experimentará su alienación, su desconexión de la gente, su ausencia de vida cuando Anna se tira a las vías del tren. Carla también querrá suicidarse tras la muerte de su hija y saldrá a la terraza de su casa y mirará hacia la calle, dominada por el ansia de escapar del sufrimiento y reunirse con Miriam en el más allá. Su niña. Querrá sentir el dolor que sintió su hija.

Pero todavía no ha llegado ese momento. Ahora Jesús y Carla se arrullan con una ternura despreocupada en su cama de hotel, sábanas frescas y blancas que una mujer anónima e invisible se ocupa de lavar, planchar, cambiar y estirar cada mañana.

—Me tengo que ir —dice Jesús de repente.

Carla nota que antes él estaba abierto y ahora está cerrado. Absorbe su olor y siente el hambre de la separación.

—Quédate —ronronea Carla.

—Tengo prisa. Muchas cosas que hacer.

—Tú mismo —dice ella mientras mira una extraña mancha de humedad en el techo, que para ella podría representar la imperfección de la vida, la frustración del amor cuando es demasiado intenso y los amantes no lo pueden contener.

—Esto no puede ser, no puede ser. No podemos recuperar el pasado —dice Jesús.

—Al menos vístete para decirme eso —dice Carla. Una llama de enfado cerca su corazón.

Jesús se incorpora. Se sienta en la cama para ponerse los calzoncillos y los pantalones. Cara enjuta, cabeza romana, nariz patricia, frente despejada, cuerpo delgado y escuchimizado, pero pecho muy buen formado, propio de un atleta. Le encanta correr maratones. Y más aún correr campo a través en la sierra de Atapuerca.

—Jesús, fuiste tú, fui yo, los dos lo estropeamos todo. Pero no todo está perdido.

—Para mí sí, yo ya no siento lo mismo.

Un estallido de dolor en el pecho. Cómo le duele a ella que él diga eso. En ese momento lo odia. Pero sabe que Jesús lo dice para castigarla. ¿Será capaz de dejarlo? Ahora tiene ganas de abandonarlo.

—Pero te acuestas conmigo.

—Sí. Pero es la última vez.

Carla asiente con un cansado gesto de cabeza. Jesús siempre dice lo mismo, pero luego siempre la busca y vuelve a ella.

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Un crimen estremecedor.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 6

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Un crimen espeluznante.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 6

Jesús Sinaloa guía la visita por la excavación de Cueva Mayor a los estudiantes del instituto Manuel Machado. Los adolescentes recorren la superficie rocosa húmeda, resbaladiza, y echan un vistazo a la bocana ancha, oscura y telúrica de la Sima de los Huesos. De allí Sinaloa y su equipo sacaron a mano toneladas de sedimento profanadas por bandidos y arqueólogos aficionados desde el siglo xviii hasta que consiguieron alcanzar los niveles de excavación. En la Sima no encontraron fósiles de herbívoros ni herramientas líticas. Pero sí más de doscientos osos, Ursus deningeri, amontonados dentro de la cavidad. También descubrieron leones, lobos, zorros, linces, garduñas y comadrejas.

Las paredes de la cueva están cubiertas de andamios para poder excavar en los niveles superiores.

Jesús cuenta a los alumnos que la acumulación de fósiles humanos del Pleistoceno Medio en la Sima es la más importante del mundo.

—Y también aquí se encontró al primer hombre asesinado de la historia. Hallamos un cráneo de hace 430 000 años con grandes agujeros en la frente —dice Jesús.

—¿Qué había pasado? —pregunta Max Rey, que aparece en la puerta de Cueva Mayor. Con su gran altura, bigote rotundo cano, aire enjuto y orgulloso, su salacot calado sobre su poderosa cabeza, siempre impresiona la primera vez que lo ves.

Max mira a Miriam. Esta le sostiene la mirada y esboza una sonrisa que derrocha encanto.

Cruz de Atapuerca en el Camino de Santiago.

—Chicos, os presento a Max Rey, el jefe de todo esto —dice Jesús con cierta sorna mal disimulada.

—Lo dice para hacerme la pelota. Pero no vas a quedarte con la Dolina por ello y la Liga la ha ganado el Barça —responde Max.

Los adolescentes se ríen, excitados.

—¿Qué tal estás? —dice Jesús.

—Fenomenal. —Max le escruta con los ojos amusgados—. A mí me sacan de aquí con los pies por delante —dice mientras se levanta el salacot.

Jesús lo ignora y prosigue con su historia.

—Es un misterio. El cráneo lo descubrimos a quince metros de profundidad. Es el cráneo número 17.

Un neandertal primitivo asesta con una piedra un golpe mortal en la cabeza de otro, que cae abatido al suelo. Luego el asesino tira el cadáver al agujero negro y profundo de la Sima de los Huesos.

—Hay pruebas forenses de que lo mataron —dice Jesús—. Lo que le convierte en uno de los primeros casos de asesinato documentados de la historia —añade—. Recogimos cincuenta y dos fragmentos de hueso. Descubrimos que el cráneo tenía dos lesiones mortales que penetraron en el hueso frontal, justo encima del ojo izquierdo del muerto.

—¿Seguro que no fue un accidente o una caída? —pregunta Max.

Jesús Sinaloa responde que los golpes se los dieron de arriba hacia abajo, lo cual confirma que fue un asesinato.

Max reposa otra vez su mirada sobre Miriam. La adolescente lo mira, desafiante y halagada. Por fin baja la mirada y sonríe.

Una hora después, Maite, la madre de Luisa Baeza, da vueltas alrededor del bar Los Geranios. El aparcamiento está iluminado bajo las iridiscentes nubes. Paredes encaladas y desconchadas, goteras, escombros, basura y ruina, un sitio que ha conocido tiempos mejores. Luisa llega con su coche, aparca, mira a su madre esperándola fuera. Se toma su tiempo antes de salir. Suspira, agotada.

Por fin sale. Su madre y Luisa ni se abrazan ni se besan. Se miran como dos felinos a la expectativa. La mirada a la defensiva de Luisa escruta a su madre. Se fija en sus manos, que tiemblan. Su madre se da cuenta de que su hija la mira. Esconde sus manos detrás de la espalda.

—¿Qué tal estás? —pregunta Luisa.

—Mejor que nunca —responde Maite.

—No es eso lo que me cuenta Mar —dice Luisa.

—Tu hermana es una exagerada que se ahoga en un vaso de agua —dice su madre—. Si me incendiaran la casa, yo también sería una drama queen —espeta Luisa, cansada ya de su madre, y acaba de verla.

—De eso no hay peligro porque yo nunca viviría en tu casa —dice Maite.

—Eso me alivia, madre —responde Luisa.

Un silencio tenso se remansa entre madre e hija.

—¿Vas a vivir sola en ese piso? —pregunta por fin Luisa a su madre.

Primer asalto. La dinámica de su relación disfuncional que se repite en bucle. No se quieren. Siempre las mismas pullas, los mismos reproches.

—Por supuesto que sí. A lo mejor me cojo a un chulazo y me gasto la herencia de tu padre —dice Maite.

—Mi padre no dejó herencia, pero sigue con tu ego en plan Blanche Dubois —dice Luisa.

—¿No sabes que quieren construir aquí un hotel?

—Creía que Atapuerca era patrimonio de la humanidad.

—Poderoso caballero es don dinero.

—Siempre ha sido así.

—Mira que eres cruel, ¿qué te he hecho? —dice su madre.

 —Nada. Yo soy así por naturaleza: cruel —dice Luisa.

—Te has quedado sola, Tomás ya no pudo más, ¿eh? —dice Maite.

Golpe en estómago. Malestar que le oprime el pecho como una lápida.

—Eso no te importa —dice Luisa, tensa.

Voy a estrangular a Mar. Bocachancla.

—Y a ti sí te importa cómo tengo que vivir mi vida —sentencia Maite.

Un silencio incómodo flota en el ambiente.

—Te morirás sola, Luisa, te encontrarán quince días después de muerta porque un vecino se quejará del mal olor —dice Maite.

—No te olvides de los pastores alemanes husmeando, madre. ¿Por eso me has llamado? —pregunta Luisa.

De repente, todo cambia. Su madre se va, angustiada, coge el móvil para llamar a un taxi. Tropieza, se cae, se tuerce el tobillo y se pone a llorar, vulnerable como una niña. Luisa se acerca y la ayuda.

—Mamá, ¿te has hecho daño? Perdona, mamá, no quería ponerme así. —La niña culpable que Luisa lleva dentro aflora de repente.

El bolso de su madre despanzurrado sobre la grava. La madre alarga una mano para recogerlo. Luisa coge antes que ella el bolso y se lo alcanza. De repente, Luisa mira unos papeles caídos sobre la grava y se da cuenta de algo. Mira a su madre.

—¿Qué es esto? —pregunta Luisa hojeando los papeles—. ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Quieres que renuncie a mi herencia? ¡Ja, ja, ja!

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Un crimen espeluznante.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 4

Sinopsis

Queridas lectoras: comparto con vosotras el capítulo cuatro de mi novela «Los crímenes de Atapuerca».

A Míriam Sinaloa, una estudiante de dieciséis años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 4

1 junio de 2019. Quince días antes del asesinato. Burgos

La mañana en la que Max Rey nos convocó a su despacho, yo tenía una resaca espantosa. No me acordaba de nada de lo que había pasado la noche anterior en la fiesta. Solo tenía un puñado de estados de ánimo: ansiedad, vergüenza, culpa y la sensación ominosa de tener que guardar un secreto: mi infidelidad a Andrea, mi novia. No ha pasado. Si no piensas en ello, no ha pasado.

Andrea y yo acudimos a la cita con Max como dos conspiradoras. Salimos de nuestra habitación de la residencia de estudiantes Gil de Siloé con el sigilo de dos gatas. Atravesamos los pasillos de baldosas jaspeadas de piedras grises y marrones que olían a calcetines sucios, pizza revenida y jabón de fregar, un olor que me recordaba al colegio, donde había sido muy infeliz. La mala conciencia me atormentaba.

De camino al despacho de Max, nos cruzamos con Ricardo Díez, quien, con cara de malicia y una sombra de avidez lujuriosa que se posó en sus pequeños y mezquinos ojos, me preguntó:

—¿A dónde vas, Lara?

—A la cantina —improvisé sin aflojar el paso, con Andrea tirándome de la manga de la camiseta, impaciente ya por que nos despegáramos de Ricardo, quien le caía como una patada en el estómago.

Pero Ricardo se pegó a nosotras como una sanguijuela. Se acompasó a nuestro paso sin hacer caso del rechazo que irradiábamos.

—¿Ahora? —Ricardo fingió sorpresa.

—¿Qué tal anoche? —dije yo en un desesperado intento de cambiar de conversación, con Andrea poniendo mala cara y sacando la lengua como si vomitara, sin importarle que Ricardo la viera. No le importaba quedar bien. La independencia era una de sus mejores virtudes.

—Yo acabé fatal. Estoy superperjudicado. Me sobraron los últimos chupitos, esos jodidos cerebritos —dijo Ricardo sin aliento.

Andrea aceleró el paso. Odiaba a Ricardo, un pelota máximo, un lobo con piel de cordero, duro con los débiles y débil con los duros. Blando por fuera, despiadado por dentro.

Ricardo Díez era un experto en preparar los cerebritos que remataban la fiesta los sábados por la noche en el Gil de Siloé. Si eras lo suficientemente incauta como yo para seguirlo en su farra, los malditos cerebritos te cocían el cerebro con su alcohol eléctrico. El resultado era una jaqueca azul fosforescente que cabrilleaba en el horizonte más inmediato de las circunvoluciones de mi cerebro.

No había cumplido lo que me había prometido a mí misma. No me había escapado de la fiesta para ir a buscar a Andrea a su habitación monacal, donde ella estudiaba por la noche, tal y como había planeado cuando empezó la juerga. En contra de mi buen juicio, había permanecido en la celebración en la cancha de baloncesto mágica y sudorosa del Gil de Siloé, con Max cantando desde la cima de la barra al lado de la nevera de Coca-Cola Its Only Rock and Roll and I Like it mientras bebía sin parar whisky con agua y hablaba con Germán, con el que acabaría en la cama, borracha. No puedes beber así.

Saturada por la culpa, preocupadísima por que Andrea pudiera darse cuenta de que anoche le había sido infiel, aparté ese recuerdo de mi memoria. Pero la ansiedad me atormentó, me aplastó, me asfixió, me escaldó y no me dejó vivir.

Dos horas antes me he duchado en la habitación de Germán, desesperada y hecha polvo, con las piernas temblando por el agotamiento de la resaca, oliendo a sexo y a mala conciencia, dominada por el ansia de borrar el más mínimo rastro de la noche anterior.

La angustia posalcohólica me hizo pedir a Dios ser buena. Solo quería ser una buena persona. Solo quería ser decente. Sabía que era el dolor que tenía acumulado dentro de mí el que me hacía beber de esa manera desquiciada y hacer cosas horribles que no quería hacer. Arrepentida, prometí compensar a Andrea, a quien quería de verdad. Es la chica de la que estoy enamorada hasta las trancas.

—A mí también me duele la cabeza —dije mientras fijaba la vista en mis zapatillas New Balance negras.

Andrea puso los ojos en blanco y miró al techo.

—¿A qué hora acabaste?

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 2

Me hace ilusión compartir con vosotras, queridas lectoras, el segundo capítulo de mi novela «Los crímenes de Atapuerca» (Editorial Caligrama, 2021) Os hago un resumen para aquellas que no conozcan la historia que cuenta la novela.

Campaña  de excavación de 2019. Sima de los Huesos. Atapuerca.

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca con su instituto, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El cadáver aparece sobre un charco de sangre, con los brazos y las piernas rotos posmortem.

La inspectora de la Policía Judicial de Madrid, Luisa Baeza, que creció en el bar Los Geranios,  a la entrada de Atapuerca, vuelve a Burgos, con el corazón desgarrado después de separarse de su pareja de toda la vida y presa de un grave conflicto familiar con su hermana: el decidir quién se hace cargo de su madre bipolar.

Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de Miriam junto al subinspector Miguel Ángel Aduriz. Expulsada de la Policía Judicial de Madrid por agredir a un acusado y víctima de una investigación interna que la ha sometido a escarnio público, Baeza se enfrenta profunda crisis personal y se obsesiona con un caso policial en el que busca una redención. Pero volver a casa también significa enfrentarse a sus demonios y a su pasado.

La historia tiene lugar en una Atapuerca desangrada por sus guerras intestinas: el equipo de la Dolina enfrentado al de la Sima de los Huesos por el reconocimiento, el prestigio y el poder.

Capítulo 2

10 horas antes. Atapuerca

Un autocar lleno de adolescentes se acerca al yacimiento. Los chicos, abismados en sus móviles, se mandan wasaps mientras oyen música trap por sus cascos. No prestan ninguna atención al entorno de increíble belleza que se cuela por las ventanillas. La sierra de Atapuerca, con sus perfiles violetas, sus lomas de encinas y arbustos color verde oliva, sus campos amarillos de trigo y avena loca, salpicados de amapolas como manchas de sangre.

Miriam tiene solo dieciséis años y ya se siente hastiada de la vida. Se apodera de ella un nihilismo pesimista que le hace desconfiar de la supuesta pureza y buenas intenciones de la gente. La adolescente se siente asqueada del mundo. El instituto es un entorno hostil que aborrece. Su casa es otro campo de minas, donde sus padres no paran de pelearse, del que quiere escaparse en cuanto pueda. La chica está sumida en una crisis existencial. Está pasando momentos negros.

Miriam es una chica muy guapa, morena, de pelo largo, con un piercing en la nariz y un tatuaje de una garza real en el brazo que le costó una buena bronca en casa.

Ahora, cuando faltan pocos minutos para llegar a Atapuerca, Miriam adelanta una y otra vez en su cabeza el momento en el que va a ver a su tío Jesús. Ya ha pensado en lo que va a hacer. Lo saludará como si no pasara nada. Pero el diablo lo lleva dentro. Miriam rabia al revivir la humillación que le inflige su madre al engañar a su padre con su propio hermano, Jesús. Pero ya no tendrá que aguantar mucho más. Pronto cumplirá los dieciocho y será libre. En cuanto sea mayor de edad, se irá de casa con Marco y empezará por fin a vivir. No volverá a ver a su madre. Esa será su venganza.

Piedras cerca de Atapuerca, en la ruta del Camino de Santiago.

La inspectora de homicidios Luisa Baeza recorre con su BMW azul cobalto la carretera que lleva de Burgos a Atapuerca. A pesar de que suena la voz sexy y aguardentosa de Bruce Springsteen en su iPod conectado al sistema de reproducción de música, a pesar de que oír a Bruce siempre la anima, Luisa no puede evitar sentirse al borde de la desesperación.

Hey, little girl, is your daddy home?

Did he go away and leave you alone? Mmmmmm.

I got a bad desire.

Oh, oh, oh, Im on fire.

«No pienses, no pienses, para, para», se dice Luisa a sí misma.

En el bar Los Geranios, justo a la entrada de Atapuerca, Maite espera a su hija Luisa. Sostiene nerviosa unos papeles en la mano. Es incapaz de estarse quieta y da cortos paseos inquietos alrededor de una casa y un bar que tienen pinta de llevar varios años cerrados.

Luisa mira en su móvil un wasap de Tomás, su marido, que permanece sin respuesta: «Cógeme el teléfono. Llámame».

La cabeza de Luisa viaja al pasado. Una mano le da al play de la cinta de una discusión con Tomás, su ex. Ahora su mente da versiones mejoradas de lo que le gritó en su momento. Qué puta mierda es la vida. Tiene que desengancharse del lorazepam como sea, está empanada y todo le parece bien, una pauta ajena a su personalidad salvaje. Solo hasta que supere la crisis y el divorcio que está atravesando.

—Te dejo —dice Tomás sin poder mirarla a la cara.

Luisa lo mira como si hubiera visto a un fantasma.

—¿Cómo se llama ella?

 —No hay ninguna «ella».

—Y Trump ha ganado las elecciones de forma limpia. Vete a tomar por culo.

—Ya nunca lo hacemos —dice Tomás.

—O sea, que ahora la culpa es mía —dice, despacio, Luisa.

—No.

—No me quieres —suelta Luisa sin pensarlo demasiado. El silencio de Tomás y su cabeza gacha son ominosos.

Luisa lo mira, derrotada.

—¿Es por lo de los niños? —pregunta Luisa con voz muy bajita.

Tomás niega con la cabeza.

—Cuando me conociste sabía que no quería.

—No es por eso.

—¿Y por qué es?

—Tienes un muro dentro. Es imposible llegar a ti. No puedo más.

—Cambiaré.

—No, la gente no cambia, Luisa.

—Yo sí. ¿Por qué, Tomás?

—Porque estás siempre deprimida o cabreada.

Touché.

El móvil de Luisa suena. Es su hermana Mar. Luisa mira al techo del BMW y suelta un bufido. Coge la llamada y pone el manos libres. Silencia a Bruce.

—Luisa, soy yo. Mira, mamá está insoportable. No, no quiere ir a la residencia. Ya sabes cómo es. Me veo en Navidades empantanada y ella todavía en casa. No puede estar sola. Bueno, ya lo sabes. Y encima venga a mandar. Yo me tengo que cuidar. Tengo una depresión en pie. Al final mamá nos entierra a ti y a mí.

—Mar, cálmate.

—Tú lo ves todo muy fácil, hermanita. Desde Madrid se ve todo muy fácil.

—Mamá va a ir a la residencia quiera o no quiera.

—Conjunto residencial para mayores.

—Lo que sea.

—Luisa, te tengo que decir algo.

Luisa contiene la respiración.

—Mamá ha dejado el litio.

—Coño.

—Ya, tía. Está fatal. Te lo aviso. No hay quien haga carrera de ella. Está cerril. A ver si a ti te hace caso.

—Sería la primera vez.

—¡Qué guerra da mamá, coño!

—¿Me lo dices o me lo cuentas?

Gracias querida lectora por compartir conmigo esta aventura. Leer es un refugio en la vida.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 61

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El asesinato más sangriento de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 61

Hace un mes, cuando Carla llegó a su casa, se cabreó nada más entrar al no encontrar a su hija Miriam en su habitación estudiando para el examen de Matemáticas que tenía. Sintió cómo crecía la animosidad que se había forjado entre su hija y ella desde que Miriam había alcanzado la adolescencia.

Carla fue al salón, donde Lucas estaba tumbado en el sofá jugando con el iPad al Brawl Stars.

—¿Dónde está tu hermana? —preguntó.

—No lo sé.

—Dímelo ahora mismo, Lucas.

—Que no lo sé te digo.

—Yo sé dónde está.

En el descampado no hay nadie. Solo están Marco y Miriam. La chica fuma hierba aspirando por la boquilla de un narguilé que Marco ha traído junto con dos litronas de Ámbar que ha robado de su casa.

Están sentados en un sillón de escay reventado por cuyas rajas sale una espuma amarilla como grasa subcutánea. Marco prepara los cubatas en vasos de tubo de plástico, también robados de casa, restos de una fiesta que su padre había dado con la gente de Atapuerca cuando encontraron el fémur de Eva en la Sima de los Huesos. Marco también había mangado el J&B y las latas de Coca-Cola.

Miriam expulsa el humo blanco al fresco aire de la tarde. El ambiente se carga con un olor acre a marihuana. Las nubes como un edredón blanco desfilan por la planicie azul pálido del cielo.

Miriam y Marco se besan. A Miriam la maría le da sueño y hambre y ganas de encerrarse en sí misma y no hablar con nadie.

Paran de besarse.

—¿Luego nos pedimos una pizza? Me muero de hambre.

—Está mi madre en casa. Pero ella pasa.

—Qué suerte. La mía es una loca que no me deja en paz.

Miriam y Marco se vuelven a besar. Al principio a Miriam le gusta, pero luego enseguida se cansa. Es como dar vueltas dentro de un agujero vacío, viciado, que no le aporta nada. Pero no puede parar, no ahora, porque Miriam sabe que cortar el rollo a un tío mientras te estás enrollando con él es romper una de las reglas tácitas que rigen la adolescencia. Aun así, tiene ganas de dejar de mover la lengua dentro de la boca de Marco, que huele a marihuana, a tabaco, a whisky, pero no puede hacerlo.

Al principio Marco le gustaba, pero cuando la besaba dejaba de gustarle. No sabía besar. No le daba placer. No era delicado ni experto. Era tosco, bruto.

Sin embargo, a Miriam le encantaba cómo Marco desquiciaba a su madre. Salir con él era una forma de vengarse de su progenitora, de todo lo que la había ignorado durante su infancia. Y el lunes al menos podría contar una versión muy mejorada de la experiencia real a Lucía y Marga, sus mejores amigas en el instituto. Adornarlo. «Tía, fue como 50 sombras de Grey». Miriam ni siquiera se había leído el libro. Pero todas las chicas presumían de sus experiencias sexuales en el instituto si pertenecías al grupo de las enrolladas como ella. Y Miriam por nada del mundo quería ser una pringada. Una apestada. Una leprosa como la Potrilla. La llamaban así porque era la hija del chófer de la ruta que recogía y llevaba a alumnos que vivían lejos del centro y del instituto. Era un hombre paleto y desgraciado de un pueblo de Málaga, Villanueva del Trabuco. Le llamaban el Burro. Su pobre hija, que venía de la Asunción, un colegio de monjas, donde era respetada y valorada por su carácter dócil y sus buenas notas, su concentración, en el instituto Manuel Machado era vilipendiada y humillada. Un día unas chicas de clase le habían llenado la melena rozada de pipas y chicles, le habían bajado los pantalones delante de todo el mundo. Encima la desgraciada tenía unas encías pronunciadas que sobresalían cuando hablaba y sonreía. Claro que la Potrilla había dejado de sonreír hacía mucho tiempo.

De repente, un Toyota Auris blanco apareció en el horizonte del descampado. El ruido, la furia, su madre. Miriam se separó de Marco como si le hubieran aplicado una corriente eléctrica. El Toyota derrapó en la tierra y salpicó piedrecitas de grava.

—Coño, no.

—Mierda.

Su madre salió del coche dando un portazo.

—¿Qué haces aquí?

—Mamá, por favor, no la montes —tono hastiado.

—Ven conmigo.

—No. Me quedo con Marco.

—Sube al coche ahora mismo te digo.

Delante de Marco no podía obedecer sumisamente a su madre. Perdería cincuenta puntos de enrollada en el instituto.

—Estás drogada.

—Es solo tabaco.

—¿Te crees que soy gilipollas?

—No estamos haciendo nada —balbució Marco.

—Tú cállate. Cierra la boca. Te quiero lejos de mi hija. Ni te acerques a ella, desgraciado —gritó Carla.

—Señora, no.

—Cierra la puta boca. Deja en paz a mi hija, ¿me oyes? Como le des más droga a mi hija, te denuncio, hijo de puta.

—Mamá, por favor.

—Súbete en el coche ahora mismo, idiota. Estás tirando tu vida a la basura.

—Mira quién fue a hablar, la que engaña a papá con su propio hermano.

Carla sintió la cara arder de vergüenza. La ira impulsó su mano contra la cara de su hija. La bofetada sonó como un disparo. Miriam la miró, rencorosa.

—En cuanto pueda me voy de casa.

—Pues ya estás tardando.

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Un viaje alucinante a Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 58

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El asesinato más estremecedor de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 58

En la sala de reuniones olía a sudor y orines, a grasa de hamburguesa, a comida china, a gases mefíticos, a humanidad. Una gran mesa de cristal con los bordes mellados que había conocido tiempos mejores. Sillas a ambos lados.

Por la ventana empañada por regueros de lluvia sucia se veían las agujas caladas con influencia germánica de la catedral, obra de Juan de Colonia.

En las sillas pegadas a la pared gris claro estaban sentados Jiménez y Ruscalleda. Ambos tenían la mandíbula tensa, pero aparentaban la relajación propia de los impostores de nacimiento, como si estuvieran en una situación favorable y Luisa fuera la culpable y no ellos.

La inspectora Baeza supo que Jiménez no iba a admitir que había metido la pata hasta el fondo.

—Como sabes, se ha descartado a Max Rey como sospechoso.

—Mi informe pericial era correcto, lo hice con el máximo rigor científico. Descartar a Max Rey es un error.

«Soplapollas fantasma». A ella le molestó su tonillo autoritario de tenor, su exhibición de resoplidos de suficiencia y muecas de desprecio. Le pagaban por eso. Luisa se murió de ganas de levantarse y pegarle un puñetazo con todas sus ganas en toda la nariz. ¡Zasca! Luisa se murió de ganas de ver a Jiménez sangrar como un cerdo delante de ella.

—Señor Jiménez, las cámaras de seguridad han descartado a Max como sospechoso. Es imposible que él lo hiciera. ¿Sigue creyendo usted que su informe pericial era correcto? —preguntó Aduriz con cara de monje atormentado.

Luisa captó una risa en el fondo de su pregunta. Una perversa satisfacción aleteó dentro de Luisa. Contaba con un inesperado y útil aliado. Ella, que siempre se había sentido sola. «Gracias, Aduriz, por no ser un pelota ni un reptil servil».

Jiménez se pellizcó el mentón con el dedo índice y el pulgar de su mano derecha.

Luisa se tensó con una rabia incrédula. No podía ser verdad. Ese capullo se había equivocado en el peritaje de la mordedura de la víctima. Menuda cagada. Era un desastre. Jiménez era más falso que un duro sevillano. Y luego los políticos se colgaban medallas bramando que teníamos la mejor Policía Científica del mundo cuando habíamos quedado como cocheros después de que la perito 161 dijese que los huesos de Ruth y José, los niños de Córdoba asesinados por su padre, José Bretón, eran de animales. Se había necesitado del peritaje de Etxeberría para certificar que eran humanos.

¿Y si ahora ella hacía lo mismo?, ¿y si pedía una asesoría externa?, ¿a quién?, ¿y cuánto dinero iba a costar?

—No me puedo creer que digas eso. ¿Cómo puedes decir que tu dictamen tiene rigor científico? ¡Y yo soy la Virgen de Lourdes! Menuda jeta tienes.

—Luisa, cálmate.

—Tuve mucha presión y mucha falta de medios —farfulló Jiménez.

Un brillo feroz le cubrió la mirada.

—¡Eso no es verdad!

Luisa estaba fuera de sí. Había causado un daño profundo a Max Rey. Era muy grave lo que había pasado. Y ella había sido la ejecutora. Echó un vistazo a Aduriz, que miraba al suelo emanando un olor a vergüenza.

—Hay que hablar con Gaicano, poner a Max en libertad.

—Controlar a la prensa.

—La prensa es incontrolable.

—Pedir perdón.

—¿Por qué iba a pedir perdón?

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«Los crímenes de atapuerca». Capítulo 57

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El caso más escalofriante de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 57

Cuando la inspectora Baeza y el subinspector Aduriz entran en el laboratorio de la Policía Científica flota un olor a formaldehído.

Luisa habla con la técnica de la Científica que analiza el fragmento de papel encontrado dentro de la nariz de la víctima.

—Es un papel japonés extraño —dice la técnica, pasándole al minúsculo papel el microscopio de barrido.

—¿Para qué se utiliza? —pregunta Luisa.

—Para muchas cosas —responde la técnica de análisis de pruebas—. Además, he encontrado algo en el papel, estaba impregnado de un fluido.

—¿Qué fluido? —pregunta Luisa.

—Una solución consolidante.

—¿Como la que se utiliza en Atapuerca para endurecer los huesos fósiles antes de extraerlos en la excavación? —pregunta Luisa.

La técnica asiente.

–Y hay algo más, mira —añade.

Luisa observa por el microscopio y se fija en los números escritos en el papel: «5423567».

De vuelta a la comisaría, el día normal de la inspectora Baeza de repente se convierte en un día de mierda.

—Joder, no.

Luisa da un puñetazo sobre la mesa. Está revisando la grabación de la cámara de seguridad instalada en un cajero del Banco Santander que está situado enfrente de la residencia Gil de Siloé.

—¿Qué pasa? —pregunta Aduriz.

Luisa da la vuelta a la pantalla de su ordenador.

—Las dos y media de la tarde.

Max entra en el Gil de Siloé. Vuelve a salir a las ocho de la noche. La cámara capta su figura alta y pesada enfundada en su camisa caqui, pantalones cortos, botas de caña alta y un chaleco de fotógrafo, su cabeza cana coronada por su inconfundible sombrero salacot.

Aduriz oyó el redoble de los latidos de su corazón.

—¿Es la única salida?

—Sí.

—Cagada.

—Cagada.

—¿Pero el informe de Jiménez?

—¡Se ha equivocado el muy cabrito! ¡Sinaloa nos ha mentido! Max no podía estar en Atapuerca a las tres.

—Nos van a freír los periodistas.

—Bienvenido a mi pesadilla.

—Luisa, el comisario quiere verte.

—¿Para qué?

—¿Susto o muerte? —pregunta la secretaria de Ruscalleda, una rubia alta de pechos turgentes que se parece a Jessica Rabbit. El comisario seguro que la ha contratado por su acerada inteligencia.

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El caso más escalofriante de Atapuerca.

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