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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 5

Sinopsis

Queridas lectoras: comparto con vosotras el quinto capítulo de mi novela thriller «Los crímenes de Atapuerca» (Editorial Caligrama) Os dejo la sinopsis para las que os acabéis de incorporar a este viaje. Un crimen escalofriante.

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 5

1 junio de 2019. Quince días antes del asesinato. Burgos

El zumbido de los tubos fluorescentes en el techo, el trasiego de la gente del equipo de la Dolina, que iba recién duchada a desayunar a la cafetería del Gil de Siloé. Los más viejos, con pantalones cortos vintage color caqui Coronel Tapioca de amplios bolsillos, camisetas beige con el dibujo impreso del Homo antecessor. Los más jóvenes, con el pelo de punta engominado, litros de colonia, olor a champú de hierbas. Mañana recién estrenada.

Ruido de bandejas metálicas. Café con leche y paquetes de galletas María. Una camarera, con cara de resignación y, a la vez, de desear estar en otro sitio, que lleva un gorro blanco parecido a los de la ducha, solo que de tela blanca ajustado a sus rizos grasientos y negros, me mira.

—¿Qué te pongo? —pregunta.

Flashes desagradables me bombardean la cabeza. Germán penetrándome en su cama. Yo arqueando la espalda y echando atrás la cabeza.

Germán, que busca neandertales en la cueva del Mirador.

¿Por qué lo había hecho? Cuando bebía no tenía límites, podía hacer cualquier cosa, perdía el control. Quiero retroceder en el tiempo y borrar mi infidelidad. La vergüenza me cubre como un sudario.

Esa mañana me juro que no vuelvo a beber. La resaca me hace sentirme fuera de la realidad, de todo lo bueno que tiene la vida, del amor por mi chica, atrapada por una espantosa migraña. El corazón me late como un pájaro angustiado.

Hace solo diez días que estoy en Atapuerca, pero me parece que llevo diez años. El yacimiento se divide en cuatro complejos. El primero que se investigó fue el complejo 1, que está compuesto por la Sima de los Huesos, la Sala de los Cíclopes, la Galería de las Estatuas, la Galería de Sílex y el Portalón.

La Trinchera del Ferrocarril es el complejo 2. Allí se encuentran los yacimientos de la Sima del Elefante, la Gran Dolina, Galería y Covacha de los Zarpazos y el Penal.

En los años 70 se descubrió el complejo 3, que está enclavado lejos de la Trinchera. Lo compone el yacimiento del Abrigo del Mirador. A continuación, en la década de los 80, fuera de las cuevas, al aire libre, se hallaron los yacimientos del Hundidero, Hotel California, Fuente Mudarra y Valle de las Orquídeas.

Aún estaba reciente la polémica acerca de la especie que se había encontrado en la Sima de Los Huesos. Michael Donovan, profesor del Museo de Ciencias Naturales de Londres, aseguraba que esos homínidos eran neandertales primitivos. Pero Jesús Sinaloa, director del yacimiento de la Sima de los Huesos, la había clasificado como Homo heidelberguensis.

En Atapuerca se excava en nueve yacimientos, un cinco por ciento de los doscientos descubiertos en la sierra. Se hace un trabajo de paleontología que se heredará de generación en generación. El 99 % de los fósiles y restos de la industria lítica siguen enterrados.

—Resacón en Burgos —bromea Ricardo mientras se acerca con un gesto cómplice y me susurra—: Un poco de coca te vendría bien.

—Ya llegamos tarde, vamos, Lara —dice Andrea, arrastrándome hacia el despacho de Max. Tengo que reprimirme porque todas las células de mi cuerpo ansían un gramito de cocaína. El deseo arde dentro de mí y me emborracha con su promesa infinita de euforia. La boca se me seca. Un latigazo de frustración me azota.

—Buenos días, Andrea. Anoche no te vi en la fiesta —dice Ricardo mirando a Andrea con gesto frío.

Andrea ni se molesta en contestarle. Tira otra vez de mi manga y me susurra:

—Vamos. ¿Tú no estabas muerto, Ricardo? —pregunta Andrea con ese orgullo que es marca de la casa.

A pesar de que estoy a punto de vomitar, no puedo evitar reírme.

—Cómo eres, qué tía —contesta Ricardo con tono de cabreo disfrazado de sorna—. Qué educación —añade.

Me doy cuenta de que un nubarrón negro cruza la cara de Andrea. De repente, intuyo que se avecina una pelea. Andrea no soporta que se le mencionen su infancia de huérfana ni su crianza sin padres biológicos.

Una oleada de irritación hacia Ricardo se levanta dentro de mí. «Qué invasivo, el muy idiota. ¿Por qué no nos deja en paz?, ¿no se da cuenta de que no queremos hablar con él? ¡Qué gilipollas!».

Cojo la mano de Andrea y se la aprieto en un gesto de complicidad.

Ahora soy yo la que tira del brazo de Andrea, que se ha puesto rígida. Me acerco a su cuello, ese cuello que yo tanto amo y que he acariciado durante tantas noches que ahora añoro, noches de cartografiar su cuerpo de huesos frágiles de pájaro. De pronto me viene su manera íntima y especial de llegar al orgasmo, retorciendo la cara y luego relajándola. Su grito de gozo íntimo.

—Pasa de él. Es un gilipollas.

—Te vi anoche. Pero tú no me viste, Lara. —Malicia en los ojos de Ricardo, que parpadean rápido como si fuera un Bambi inocente.

Siento una increíble tensión en mi tripa. Quiero tapar la boca de un puñetazo a ese pesado, quiero lanzarme a su carótida y darme un baño de sangre a su costa.

De repente, el miedo a que Ricardo diga algo de lo que pasó anoche con Germán me devora. «¿Por qué lo hiciste?, ¿estás loca? Tienes en Andrea lo que siempre has soñado. ¿Cómo puedes ser tan perversa y serle infiel a tu novia, que te quiere?». No puedo beber. Me lo decía mi amigo Antón. «Lara, no puedes beber». Llega un momento en el que descontrolo, hago cosas espantosas de las que luego me arrepiento. La culpa me come. Me muero si Andrea se entera. Me enferma la idea de perderla. Me odio a mí misma. Ardo de vergüenza.

Ricardo abre la boca con un deleite desnudo que brilla en sus ojos de serpiente, que aparentan una simpatía de quincalla.

—Te vi bailar con Germán.

Cuchillada en la tripa, pánico frío que se enrosca en mi espina dorsal. Hiervo de ira blanca, estallido caliente. El impulso de pegarle una bofetada al idiota integral de Ricardo me pica, poderoso.

Pero una náusea fría asciende del estómago a mi garganta. Voy a vomitar. Me doblo y echo un líquido amarillo sobre las Nike blancas y nuevas de Ricardo.

—¡Joder!

—Lo siento.

—Llegamos tarde, Ricardo. Ciao —dice dándole la espalda.

Andrea y yo dejamos con la palabra en la boca a Ricardo, quien es tan vulnerable al rechazo. Nos mira con expresión frustrada y cabreada.

Andrea se parte de risa mientras tira de mí hacia el baño. Me lavo y enjuago la boca llena de un eco ácido, repugnante. Me derrito de vergüenza. Tengo que dejar de beber.

Corremos por los pasillos del Gil de Siloé, la residencia donde se aloja todo el equipo que trabaja en Atapuerca durante la campaña de excavación. La Junta de Castilla y León paga el alojamiento. Al lado de este edificio están los laboratorios donde el equipo, por la tarde, analiza los restos fósiles que han encontrado por la mañana.

Normalmente se excava durante los meses de junio y julio. Pero este año es un año muy especial por muchas razones y unos pocos paleontólogos han empezado a trabajar a finales de mayo.

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«Los crímenes de Atapuerca». Novela negra. Capítulo 31

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El secreto más escalofriante de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en las mejores novelas negras.

Capítulo 31

2 de junio de 2019. 14 días antes del asesinato. Atapuerca

Los guardias civiles nos guiaron a Andrea, Sebastián, Helena, Manu, Norberto y a mí con los haces de luz de sus linternas por una Trinchera del Ferrocarril silenciosa y extraña, como si perteneciese al planeta Venus. Me maravillé ante ese paisaje magnético que era Atapuerca. Una sensación de reverencia extática me inundó ante todos los tesoros y secretos que contenía en su interior. Sentí su aliento sobrenatural. Estaba en el escenario de un millón de años de evolución humana. No hay un lugar en el mundo como este. Max tiene razón. Es especial.

Andrea, Sebastián, Helena, Manu y yo seguimos a los agentes arrastrando los pies como una procesión triste a lo largo del tubo horizontal de la Trinchera. Norberto cerraba la cuerda de presos, satisfecho en su papel custodio.

En la explanada, ya fuera del yacimiento, Andrea cerró el gran portalón de hierro colado negro con su llave.

Delante de los dos agentes de la Guardia Civil, Norberto alargó la mano y le pidió las llaves de Atapuerca a Andrea. Ella se las entregó con un gesto taciturno y orgulloso. Yo sabía que a Andrea le daba igual porque tenía más copias en casa. Todos lo sabíamos, incluido Norberto, pero participamos en esa charada porque queríamos irnos a casa.

El guardia más alto miró a Norberto. Por un segundo pareció avergonzarse de él. Se dio la vuelta rápido y se dirigió a su coche, donde ya le esperaba su compañero sentado en el asiento del copiloto.

En silencio, Andrea, Helena, Sebastián, Manu y yo, muy juntos, como niños silenciosos y cansados que regresan de un campamento agotador, nos subimos al Land Rover de Max, viejo y hecho polvo. Sebastián se sentó en el asiento del conductor, Manu a su lado, como solía tener costumbre, y Andrea, Helena y yo detrás, sentadas sobre el asiento de cuero granate rajado donde salía una espuma anaranjada como grasa subcutánea.

Sebastián extrajo las llaves del bolsillo derecho de sus Levi’s, arrancó mientras hacía un gesto desvaído de despedida a los agentes. Nadie se despidió de Norberto, que se quedó como un fantasma junto a su coche, un Ford Fiesta rojo. Yo me avergoncé de mis pantalones empapados, me emparanoié por si olía a orina, pero si olía, a Andrea no le importó porque me pasó un brazo por los hombros y se juntó más a mí, cariñosa. Yo sostuve la respiración. Estaba decidiendo si la dejaba o no. «Escucha, Andrea, esto se ha acabado. Nuestra relación… No podemos seguir juntas. Yo tengo una vida en Madrid». Era por despecho, por desengaño, las razones por las que mantenía ese diálogo interior del que Andrea nada sabía. German me besaba y me tumbaba en la cama. Ya era demasiado tarde. Lo hecho hecho está. Aun así, el tormento de la mala conciencia trabajó, lento, en mi corazón.

Andrea me acariciaba detrás de las orejas, en el cuello, sin importar que estuviera Helena, que Sebastián nos viera por el espejo retrovisor, me besó, su lengua de terciopelo chocó contra mis dientes, se mezcló con mi lengua, me penetró. Me excité. Nos seguimos besando buena parte del camino a casa. El corazón me dio un vuelco. La emoción se removió en mi bajo vientre.

En cuanto llegara a casa me daría una ducha, pondría lavadora, qué hambre, mi estómago me daba tirones de hambre. Sin embargo, con cada vibración del Land Rover que devoraba metros de carretera, mi entrepierna se estremecía de deseo por Andrea, mi ansia crecía y crecía, y sentía una ansiedad como la de los heroinómanos por su dosis. Quería llegar a casa ya. Quería quedarme a solas con Andrea y hacerle el amor lenta, suavemente. Los propósitos de dejarla se desvanecieron. Yo cambié de humor. La amargura del desengaño que me había provocado el hecho de que Andrea se hubiera olvidado de mí cuando estaba dentro del túnel se esfumó.

El Land Rover traqueteó por la recta que conducía a la Nacional. Luego Sebastián enfiló hacia el pueblo de Ibeas de Juarros, nos desviamos por el monte antes de llegar al pueblo, cogimos una carretera secundaria para aproximarnos al pueblo de Atapuerca, donde en lo alto de una colina estaba nuestra casa.

Al subir la cuesta, las ruedas del Land Rover chirriaron bajo la gravilla del camino sin asfaltar. Los faros perforaron, con sus haces de luz, la oscuridad.

Atisbé al fondo las casas apagadas de piedra y la espadaña del campanario de la iglesia del pueblo que hendía el cielo. Bajamos del coche, nos sumergimos en el aire algodonoso de la noche. Abrimos el portalón de la casa, aún pintado de minio, color naranja. Vi el caserón con balconadas, bañado en ese aire improvisado y caótico tan propio de Max Rey. Había prestado el chalet a su hija después de que la gente le hiciera la vida imposible en la residencia Gil de Siloé. Andrea nos había invitado a Sebastián, Manu, Helena y a mí a pasar lo que quedaba de verano, una experiencia fascinante, como vivir un verano sin padres a los quince años, una segunda adolescencia en una Arcadia soñada.

Entramos en la cocina y dimos la luz, exhaustos y presos de un hambre voraz. Sebastián salió al porche para coger unas cuñas de leña, luego entró y se dirigió al salón, que estaba frío, destemplado. Una evanescente humedad gravitaba en el aire. Se acercó a la chimenea y con la escobilla y el recogedor limpió la capa de ceniza que cubría la superficie de piedra, rascó y frotó. Yo aproveché para meterme en el baño y quitarme mi ropa mojada, tiritando, presa de un tembleque imposible de contener. La fiebre me subía y a la vez tenía un frío escalofriante. Me metí en la bañera donde tantos baños me había dado ese verano con Andrea mientras nos acariciábamos y besábamos. Oh, ese verano de vino y rosas. Todos los seres humanos deberían vivir un verano como el nuestro una vez en la vida antes de hacerse mayores, tener trabajos, cargarse de niños, antes de olvidarse de cómo eran en su adolescencia, antes de dejar atrás sus sueños y morir.

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El secreto más estremecedor de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Novela negra. Capítulo 29

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Un misterio alucinante en Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en las mejores novelas negras.

Capítulo 29

2 de junio de 2019. 14 días antes del asesinato. Atapuerca

Mis entrañas dieron un vuelco. La decepción tembló en mi pecho. No había sido Andrea quien se había dado cuenta de que su novia seguía dentro del túnel. Había sido Sebastián. Esa verdad me hizo sufrir más allá de todo límite. No me quiere. No puede estar sola. Por eso está conmigo.

Alguien tiró de la cuerda que llevaba anudada a la cintura. Un dolor punzante me atravesó como una espada. Una fuerza me arrastró hacia atrás, solté la picoleta, mi cabeza rebotó contra el suelo, un alarido de sufrimiento rugió dentro de mí.

—¡Ayyyy, para, ayyy, coño! ¡No tires!

—¿Quién hay dentro? —gritó una voz.

—Yo —dije con un débil hilo de voz.

—Salga usted de ahí, por favor —dijo la voz desconocida, cargada de seriedad.

Su sonido reverberó en las paredes del túnel, luego se extinguió. Respiré. Me sentí sucia, asquerosa. Una criatura salvaje. Extrañas cosas se hacen por amor. La mayoría equivocadas.

—Ya voy.

Me arrastré hacia atrás como un cangrejo ermitaño. Agonicé de deseo por salir de ese agujero, a cielo abierto, y respirar aire fresco. Sentí oleadas de alivio y euforia mientras gateaba hacia el foco de luz. Vi piernas desenfocadas, botas negras, pantalones verdosos, un capacho negro, mazas y martillos en el suelo, luz y vida al final de la abertura del túnel.

Me sobrevino una sensación de esperanza como si hubiera naufragado y por fin pisara tierra firme. Con un último impulso desesperado salí al aire libre, empapada en mi propia orina y mi miedo.

¡Dios, qué gusto! Cielo y tierra. Respiré la noche de verano, deliciosa y dulce. Respiré la vida. Me arrastré sobre el suelo embarrado y me tumbé bocarriba, con la vista en el cielo negro punteado de estrellas amarillas resplandecientes. Una niebla algodonosa flotaba a un palmo del suelo.

Dos guardias civiles ataviados con su uniforme verde, el escudo, con la espada y el hacha dorados cruzados, chalecos amarillos fosforescentes, me escrutaron con una mirada severa. Me fijé en sus pistolas macizas, que colgaban sujetas a su cinto, en sus botas negras de suela gruesa manchadas de barro.

Tosí sin poder parar. Andrea vino hacia a mí con cara de preocupación mientras me ofrecía una botella de agua. Notó la frialdad con la que se la cogía.

Una ira me cegó, una ira como nunca había sentido antes: enorme, dolorosa.

—¿Estás bien? —preguntó Andrea, preocupada.

Asentí sin mirarla.

—A esta también la quieres matar —musitó Norberto. Con un gesto relámpago que yo ni siquiera vi porque me tumbé y volví a boquear bocarriba como una cucaracha inane sobre el suelo negro salpicado de hierba gris, esforzándome para no vomitar, Andrea le cruzó la cara de un bofetón.

—Vale ya —dijo uno de los guardias civiles, interponiéndose entre Andrea y Norberto.

—Te voy a denunciar. ¡Sal de aquí ahora mismo! —gritó Norberto con la mano sobre su mejilla roja como un ladrillo.

—Pareces un minero, Lara —dijo Sebastián mientras me acariciaba la espalda.

—Gracias, yo también me alegro de verte, Sebas.

Mis bronquios expulsaron parte de la porquería que había respirado allí dentro. Tosí y escupí un esputo de flemas negras. La garganta me picaba muchísimo y, cuanto más tosía, como un minero con silicosis, más me picaba.

—¡Ni siquiera es paleontóloga! ¡Lara es una estudiante! —gritó Norberto en un tono altivo, aunque me di cuenta de que estaba a punto de llorar con su cara marcada con la huella ardiente de la mano de Andrea. Me dio pena. Aunque por su tono de voz lo mismo podría haber dicho: «Lara es una mendiga».

Norberto estaba de color escarlata y sudaba a chorros. Detecté un brillo de satisfacción en sus consternadas pupilas cuando conseguí dejar de toser y lo miré. Me dejó de dar pena. Bebí un trago de agua de la botella que Andrea me había dado. Estaba muerta de sed. Me sentí más viva que nunca.

—El túnel se ha derrumbado por la parte de delante —dije.

Andrea me miró como si me viera por primera vez. Me di cuenta de que en ese mismo instante fue consciente del peligro que yo había corrido ahí dentro. Su cara se quedó sin sangre. Buscó mi mirada, pero yo la volví a ignorar, dolida. Con espíritu masoquista, reconstruí muchas cosas que había hecho por ella: abandonar Madrid, alejarme de mi familia y de mis amigos, dejar mi mundo. La decepción me asfixió. El desengaño me absorbió.

—Bueno, aquí hemos acabado. Recojan sus cosas. Y todos para fuera —dijo uno de los guardias.

—¿No los va a detener? —preguntó Seseña.

—No. Son miembros de su equipo. No han cometido ningún delito. Esto queda entre ustedes.

—Pero están aquí sin permiso haciendo algo ilegal. Jesús Sinaloa…

—No, mejor que nos encierren de por vida en la cárcel y tiren la llave —atajó Manu.

—¡La habéis cagado! ¡No me lo puedo creer! De verdad. De verdad. No me entra en la cabeza.

—¿Cómo te va a entrar con un cerebro de tu tamaño? —farfulló Sebastián mientras alargaba su mano grande, dedos largos y delgados, para cogerme de la mano y ayudar a levantarme. Tiró de mí hacia sí. Respiré la noche mágica. Mi corazón latió a una velocidad descontrolada y feliz. ¡Ah, qué bueno era vivir!

—¿Llega tu cerebro a los 1300 centímetros cúbicos? —preguntó Andrea a Norberto.

Me puse a reír de puros nervios. Sentí una alegría balsámica que se expandía en un ligero temblor por mi pecho, que se mezcló con mi decepción amorosa. La pesadilla había acabado. Ya no tenía miedo a morir enterrada. Todo había terminado. Solo quería irme a casa y dormir tres días seguidos sin saber nada de nadie. Solo quería olvidarme del mundo.

Un gran cansancio invadió cada músculo de mi cuerpo. Ahora que todo había acabado, mi organismo se colapsaba. Me destensé. Me avergoncé de mis bragas y mis pantalones mojados por mi propia orina. Pero era de noche. A nadie le preocupaba el estado de mis bragas. Miré hacia arriba. El cielo estaba precioso como un océano negro que emanaba luz.

¡Ahhhhhh! ¡Era maravilloso! Una noche más en el planeta Tierra. Una noche más en Atapuerca. Una noche más de vida.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 30

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. También se cuenta la historia de amor de Sara y Andrea, dos excavadoras en Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 30

Una chaise longue color salmón, un cuadro de Juan Gris, un grabado con un hombre sentado sobre una viga, con las piernas colgando. La pared forrada de madera de roble, la gran mesa de teca con un billar por debajo, la lámpara de araña que colgaba del techo. El perfecto salón de una familia burguesa. Aire a respetabilidad y dinero. Las fotos de Miriam y Lucas sobre la amplia mesa de teca. Miriam, con cuatro años, con pantalones de cuadros y peto jugando en un arenero, con un cubo rojo volcado sobre la tierra. Lucas superrubio sorteando las olas en la playa de Rota.

Jesús y Carla hablan sentados al lado de la terraza. Al fondo se ve la sierra de Atapuerca.

—La última cosa que hice fue meterme con ella, regañarla por ese novio cabrón que se había echado. Le dije que era una irresponsable, una tonta por tomar drogas y echar su vida a la basura. Tuvimos una bronca horrible. Ahora me arrepiento tanto —susurra Carla, mortificada.

Jesús reacciona como si fuera una gigantesca neurona espejo. Se estremece. El dolor de Carla es su propio dolor.

—Ella sabía que la querías —dice mientras le acaricia su mano.

—¿Estás seguro?

Jesús se queda en silencio.

—Sí.

Quiere a esa mujer, aun ahora, destruida, hecha un bulto tembloroso que le mira con pupilas desesperadas. Sí, incluso ahora, cuando ya no queda nada de lo que ella fue. Pero es imposible. No pueden construir nada juntos. Después del asesinato de Miriam, imposible. Si tenían una posibilidad como pareja —por remota que fuera—, la han perdido con la muerte de la hija de Carla. Uno no sobrevive a una cosa así. Uno no ama igual después de una cosa así.

Atapuerca ya no le bastaba

Por cruel y mezquino que se sintiera, él era una mierda, ahora lo sabía, experimentaba celos de su hermano Quique. Ahora Quique estaba más cerca de Carla que antes de la muerte de Miriam. Hay parejas que se separan porque no pueden superar la muerte de un hijo y hay otras que se unen más. Quique y Carla eran de las últimas. «¿Se puede ser más miserable?», pensó Jesús.

—Y yo tenía que haber estado allí —dice Jesús con voz ahogada.

—En vez de conmigo en un hotel.

Jesús se arrodilló ante Carla. La abrazó por la cintura mientras ella le miraba con ojos eviscerados por el dolor. Antes estaba abierta. Ahora está cerrada. Antes estaba viva. Ahora está muerta.

—No pienses más, amor mío. O nos volveremos locos, cariño.

—No puedo dejar de pensarlo, Jesús. No puedo dejar de darle vueltas.

—¿Qué vamos a hacer?

Quique abrió la puerta de su casa. Sorprendió a su hermano abrazando a su mujer como si fuera La Pietá de Miguel Ángel. Si hubiera tenido una pistola, le habría pegado un tiro en ese mismo momento.

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La historia de amor de Sara y Andrea.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 28

Sinopsis

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en las mejores novelas negras. El fascinante y estremecedor misterio de Atapuerca.

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 28

Aduriz conduce su Toyota con Luisa a su lado. Atraviesan la sierra de la Demanda, palpitante de belleza. Hace mucho calor. Un edredón de nubes color madreperla pasa muy deprisa por el cielo azul. Hay una luz color melocotón. Los días se alargan a medida que avanza el verano.

Atapuerca sobresale al fondo de la carretera de tierra que desemboca en una inmensa explanada. El yacimiento es un gigantesco queso gruyer. Un karst creado por rocas carbonatadas porosas. Hace diez millones de años el río Arlanzón agujeró su espalda kárstica y modeló galerías, cuevas y túneles naturales. Un tesoro arqueológico que fue refugio de humanos, a Luisa le costaba pensar en ellos como sus antepasados. ¿Habría vivido vidas pasadas y habría habitado ella en una de esas cuevas? No. No le gustaba pensar en el pasado. El pasado estaba arañado por las garras de la infelicidad.

 —Ruscalleda me ha llamado. Que quiere un arresto cuanto antes. Que le están presionando de Madrid, de la Junta —dice Luisa.

—Putos políticos.

—Son como buitres. Solo les preocupa la mala publicidad.

—Ya. No quieren matar la gallina de los huevos de oro.

—Lo único que les agobia es evitar la sangría económica en Atapuerca.

—Lo de que hayan matado a una pobre chica es lo de menos. Que les den por culo.

—No pensarían así si fuera su hija —dice Aduriz. Le viene a la cabeza su mujer Ángela, con su vientre abultado, donde crece su bebé. Pronto va a ser padre. Una vez más siente que no va a estar a la altura.

—Pero nunca es su hija —dice Luisa.

A Luisa le suena el móvil. Ruscalleda. Lo coge.

—Sí, justo ahora estamos aquí. Vale. Sí, sí, sí. Bueno, nos vemos.

Cuando cuelga Luisa, le dice a Aduriz que tienen que volver a Burgos. Videoconferencia con la ministra.

Cuando entran en la ciudad, culebrean en las callejuelas del centro. Luisa mira por el retrovisor. Se estremece. Se cruza con la mirada azul desconsolada de Toni, que va en el asiento trasero.

—¿Por qué no viniste a buscarme, Luisa?

La videoconferencia con la ministra es breve. Les pregunta por los avances del caso de Miriam Sinaloa. No hay ninguno, pero Luisa dice que están en la fase inicial de la investigación. La ministra dice que manda a Burgos a José Jiménez, un odontólogo forense de probada experiencia y prestigio para ayudarlos en la investigación. Omite contar que es amigo suyo.

Una hora después, Luisa Baeza se pelea con el comisario jefe Ruscalleda, que ya está más que harto de ella. Si no fuera una inspectora brillante y hubiera resuelto casos en Madrid, le daría una patada en el culo y la mandaría al infierno. Quizás lo haga, aunque Luisa sea el sursum corda.

—Encima me cae el muerto de la becaria —dice Luisa.

—No es una becaria —grita Ruscalleda—, es una agente de investigación en prácticas, se está preparando la oposición para subinspectora. Tenemos el deber de enseñar a los que tienen menos experiencia y menos conocimientos.

 ¿De quién fue la genial idea de construir su despacho con paredes de cristal? Ruscalleda siente que no tiene intimidad. Se siente expuesto a la vista de todos en la comisaría. Odia la sensación de estar bajo la luz pública. Todos sus agentes pueden ver los entresijos miserables que oculta su cargo, las peleas con esa mosca cojonera que es Luisa Baeza.

—No quiero saber nada de ella —brama Luisa—. Esto es un caso de asesinato de una menor. No es un parque de atracciones para principiantes.

—Oye, Luisa, ¿quién manda aquí?

—Pero en mi caso no. Yo no hago caridad. Esa niña está fuera.

—¿Te digo yo cómo tienes que llevar tu investigación? —Ruscalleda siente que un sudor frío baña su cara.

Qué puta mosca cojonera, coño. El brazo derecho le duele. De repente, se apodera de él un pánico cerval: se le va a repetir el infarto que sufrió hace un año.

—No. No lo hago. Pues no me toques lo cojones y no me digas cómo tengo que llevar lo mío. ¿O te quieres volver a Madrid? Porque ya me dijeron que nadie quiere trabajar contigo y que no es que seas difícil, no, lo siguiente —ruge Ruscalleda.

Siente la mirada de todos centrarse en él en esa pecera que tiene de despacho.

—¿Quién ha dicho eso? —dice Luisa, rígida.

La pregunta queda sin respuesta.

Fuera del despacho de Ruscalleda, Lucía Bernal, la becaria, escucha la bronca. Luisa sale sin mirarla. Pasa de largo por su mesa. Lucía se remueve como un gusano frente a su ordenador.

Frente a su portátil Mac, Luisa revisa las fotos del cadáver de Miriam, visiona la grabación de la cámara de seguridad de la entrada de Atapuerca, que registra el tráfico de los coches que acceden y salen del yacimiento. Toma nota de las matrículas de los vehículos y las comprueba en la base de datos. Nada. La frustración absorbe la poca energía que le queda.

Lucía finge trabajar frente a su ordenador mientras siente arder sus mejillas de pura vergüenza. Piensa que no va a poder con este trabajo, que se ha equivocado de profesión, que no está a la altura. Se levanta, se encierra en el baño, saca una cajita del bolsillo de su chaqueta, coge con su dedo meñique una pizca de polvo blanco y lo esnifa. La cocaína la hace sentirse mejor al instante. Su cabeza está despejada y fresca. Le invade una energía acelerada y ligera. Lucía quiere hacer cosas: correr, salir a interrogar a testigos, estudiarse el sumario, revisar las pruebas. Lucía hasta se atreve —gracias a la raya que se acaba de esnifar— a acercarse por detrás a la mesa de la inspectora Baeza, que visiona en su portátil la grabación de la cámara de seguridad de la entrada a Atapuerca durante el día del asesinato.

De repente, Lucía, superconcentrada por la potencia mental que proporciona la cocaína, se da cuenta de algo. Sin poder controlarse, pone la mano sobre el ratón del portátil de la inspectora Baeza y para la imagen.

—¿Qué coño haces? —pregunta Luisa.

Lucía mueve hacia atrás el vídeo y congela el fotograma. Una furgoneta blanca de reparto de cerveza marca Ámbar aparece en la pantalla.

—¿Qué hace una furgoneta de reparto de cerveza en Atapuerca?

—¿Por qué? —pregunta Luisa.

—Porque allí está prohibido beber alcohol. Lo prohibió Max Rey cuando se murió aquella chica en una fiesta —dice Lucía.

—Vicky.

 Lucía mira a Luisa. Sonríe. Luisa mira a Lucía. Le sonríe por primera vez desde que se conocen.

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El fascinante y estremecedor misterio de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Novela negra. Capítulo 26

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en las mejores novelas negras.

Capítulo 26

Max Rey vibra de frustración mientras se bebe una copa de Talisker en su despacho. No ha tenido éxito con los libros que ha publicado. Sus tochos son demasiado difíciles, especializados, herméticos. En comparación con él, Jesús ha vendido muchos más ejemplares y ha triunfado en su papel de divulgador de la investigación en Atapuerca.

Ahora, al repasar su carrera y hacer balance del pasado, a Max le asaltan los remordimientos, una profunda sensación de insatisfacción, un asedio de vida malgastada. Se da cuenta, con amargura, de que ha dedicado muy poca parte de su tiempo a investigar, solo un veinte por ciento del total, y demasiada energía a conseguir dinero haciendo la pelota a tipos que desprecia de fundaciones privadas como la Fundación Botín.

Ahora tintinea el color ámbar oscuro del whisky Talisker bajo los hielos y se tortura mentalmente a sí mismo. Neverita de hotel Zanussi solo para hacer hielo y guardar botellas de agua mineral Solán de Cabras en su refugio del Gil de Siloé.

No ha sido un buen padre, ni un buen marido, ni un buen arqueólogo. Una sensación de futilidad le ahoga. Una sensación de que no ha vivido la vida que ha querido. Todo es remordimiento y olvido.

De repente, se apodera de él un sentimiento de finitud. La fiesta se ha acabado. Siempre ha sabido que va a morir, solo quiere trascender por el conocimiento que deje tras de sí. Ese será su legado. Max Rey no cree en Dios ni en el Más Allá.

Pero le amarga ante las puertas de la muerte —es cuestión de tiempo el que el tumor se le reproduzca— tener la impresión de que ha dedicado demasiada atención y tiempo a gestionar un imperio arqueológico en el que solo durante un mes del año, julio, excavan más de doscientas personas de veintidós nacionalidades. Un imperio del que le acaban de echar.

Max Rey se siente muy solo en Atapuerca. Ya nada es como antes. Todo se ha estropeado. Todo se ha ido a la mierda. La ilusión se ha trocado en desgarro y decepción. Su propia gente —que antes lo apoyaba— se ha vuelto en contra de él. Hace tres años vivió un conflicto que hasta le divirtió. Max sufrió un motín de su propio equipo cuando aplicó una praxis organizativa que él mismo había inventado: la pirámide invertida. Una idea de Max para sacudir a los equipos y revertir el orden jerárquico que rige el funcionamiento establecido en la universidad española y en cualquier yacimiento arqueológico. Se trataba de dar la vuelta a la pirámide poniendo en el mando a la base, los becarios de investigación, y en lo más bajo a los catedráticos y profesores titulares.

En la teoría era una perspectiva llena de belleza y posibilidades. El placer de poner bocabajo a la jerarquía, pero en la práctica fue un caos brutal que enervó y desquició a gran parte de su equipo. Su decisión cayó como una bomba racimo en la Dolina. Su gente acumuló rencor contra él y alimentó planes para derrocarle. Su gente. La misma gente que le había ayudado en 1981 a levantar el techo de la Dolina con un martillo neumático, a construir una plataforma de listones de madera. La misma gente que sacó toneladas de sedimento estéril durante años sin lograr nada hasta llegar a los niveles de excavación.

La pirámide invertida fue el principio del fin.

No debería beber, aún está debilitado por la quimio. Pero si se va a morir, prefiere pasar sus últimos meses bebiendo whisky de malta y fumando su pipa. ¡Qué más da, coño! La muerte es larga. La vida es efímera y frágil.

Max da vueltas obsesivas a la certeza de que, si se muriese ahora mismo, Jesús se alegraría. Quién lo iba a decir, con lo que se querían antes. Es increíble cómo se deterioran las relaciones y se corrompen los grupos de amigos. Sabe que Jesús, Norberto y Paz lideran un movimiento en la sombra para expulsarle de Atapuerca de forma definitiva. No quieren que vuelva por allí el verano que viene. Duda de Rafael, pero aún pone la mano en el fuego por él.

Sin embargo, Max se resiste como gato panza arriba a irse de su yacimiento. Lo echarán de allí, pero antes sus enemigos, antes amigos, tendrán que pasar sobre su cadáver.

—No sirvas a quien sirvió ni pidas a quien pidió —rumia Max mientras abre la neverita, coge hielos de la bolsa que guarda en el congelador, extrae unos cuantos y los echa en su vaso de boca ancha. Se sirve cuatro dedos más de Talisker. Bebe. La embriaguez le afloja los músculos y los recuerdos.

Atapuerca es puro conflicto, reino del deseo y el sufrimiento, donde se consolidan los impulsos humanos de los que nos aconseja desapegarnos el budismo: ambición, reputación, deseo. Es maya, la ilusión de la que hablaban los hindúes, el matrix de una falsa realidad de lustrosa quincalla creada por el ego y sus ansias de posesión y reconocimiento.

En la vida real, Atapuerca tiene éxito. Es más, Atapuerca muere de éxito. Ha ganado lo que ningún proyecto científico en España ha ganado. A Jesús y a él solo les queda ganar el Premio Nobel.

Pero Max se quiebra en un desgarro de melancolía. Oh, Miriam, Miriam, pobrecita, su amor, su cariño. ¿Por qué ha tenido que morir Miriam, a la que ama sobre todas las cosas? Si creyera en Dios, le escupiría en la cara.

No hay consuelo ni esperanza. Solo vengar a Miriam. Por una vez siente que es más lo que le une a Jesús Sinaloa que lo que le separa.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 23

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El secreto más espeluznante de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 23

Atapuerca es un yacimiento en Burgos que conocen incluso los que no saben nada de paleontología. Es uno de los proyectos científicos más importantes, prósperos y famosos de España. Los yacimientos fueron declarados Patrimonio de la Humanidad en el año 2000 por la Unesco.

Por la mañana, la inspectora Luisa Baeza conduce su BMW color azul cobalto desde Burgos a Atapuerca. A su lado está sentado el subinspector Miguel Ángel Aduriz. La carretera se extiende ante ellos como una tira de regaliz infinita.

—¿Puedo poner música? —pregunta Aduriz.

—No —contesta Luisa.

—¿Estás bien?

—He estado mejor.

Vale, Luisa le va a hacer la vida imposible. No le importa. Él no es ningún niño. «Quien piensa que te castiga en realidad te beneficia», piensa.

—Te pones muy guapa cuando te cabreas conmigo

 —Es por eso por lo que siempre estoy cabreada contigo.

—¡Ja, ja, ja!

—Por cierto, micromachismo.

En los márgenes del campo crece la avena loca de color rubio salpicada de amapolas. El sonido de los grajos. El contorno azulado y majestuoso de la sierra.

—¿Estás bien? —pregunta Aduriz.

—Estaría mejor si no me lo preguntaras cada cinco minutos.

Cuando Luisa y Aduriz llegan a Atapuerca, ella le dice a su subordinado que no avise ni a Max ni a Jesús. Quiere llegar por sorpresa.

La inspectora Baeza extrae del chaquetón una llave grande. La introduce en la cerradura del gran portalón negro de hierro colado que da acceso a Atapuerca. Gira la muñeca, empuja la puerta, esta se abre.

—Vaya, todavía funciona.

Luisa saluda a la cámara que graba desde el poste más alto.

—Hola, Jesús.

—¿Tú te criaste aquí? —pregunta Aduriz mientras los dos se adentran por la Trinchera del Ferrocarril, donde reina un silencio sonoro. Es un desfiladero fascinante, un tajo que corta la sierra en dos. Las paredes altas y negras con vetas blanquecinas. Piedra caliza. Los andamios se clavan en el flanco de la derecha de la Trinchera.

—Sí. En el bar Los Geranios.

 Se hace un silencio incómodo entre Luisa y Aduriz mientras avanzan como dos gatos sigilosos por esa garganta de roca caliza gris y blanca que a la inspectora le recuerda a las Termópilas, aunque nunca haya estado en Grecia.

—Si no supiera nada de Atapuerca, si nunca hubiera estado aquí, ¿qué me contarías? —pregunta Luisa.

—El yacimiento funciona como un triunvirato en el que reinan tres machos alfa, tres masters and commanders: Max Rey, Jesús Sinaloa y Rafael Espejo. De entre ellos, primus inter pares, el rey es Max Rey, que domina la Gran Dolina y Atapuerca por méritos propios. Hasta hace quince días, cuando Max perdió el poder.

—¿Por qué lo perdió? —dice Luisa.

—Porque Salazar, presidente de la Junta, pidió su cabeza a cambio de dar dinero para la campaña de excavación del año que viene.

—¿Por qué Max dominaba hasta entonces?

—Fue el primero que llegó de la mano del catedrático de Prehistoria Antonio Castro en 1974. Luego Max trajo a Sinaloa y a Espejo a Atapuerca. Y lo más importante: durante veinte años lideró en la derrota en la Gran Dolina. Campaña tras campaña motivó y animó a su equipo cuando no sacaban nada más que polvo de esa excavación arqueológica. Supo, a fuerza de obsesión, entusiasmo y voluntarismo, arrastrar a su gente, verano tras verano, a seguir trabajando en Atapuerca pagándose ellos mismos todos los gastos.

 —Es un mesías.

—Algo así. Aunque ahora está de capa caída. Max ha perdido su poderío desde que murió Vicky Salazar.

—¿La hija del presidente de la Junta?

—Sí.

—¿Se investigó la muerte de Vicky?

—Sí, pero se determinó muerte accidental. La chica había tomado ayahuasca. Se tiró desde lo más alto de la Dolina durante una fiesta en la que celebraban el fin de campaña.

—Quería volar. Pobre desgraciada.

—Pues sí. El asunto causó bastante revuelo aquí. La prensa se cebó. Que si se organizaban orgías en Atapuerca, sexo, drogas y rituales.

—Me lo imagino.

 —El caso es que Jesús quería echar a Max de la dirección de Atapuerca desde entonces y lo ha conseguido. Fue la gota que colmó el vaso. Además, Jesús considera que la presencia de Max perjudica el proyecto científico. Sinaloa también esgrime razones políticas porque Max es catalán independentista, de la CUP.

—Manda huevos —dice la inspectora Baeza.

—Son muchos los que creen en Atapuerca que por culpa de Max tienen bloqueado gran parte del acceso al dinero público, que fluiría mucho mejor si él no estuviera. Además, Max tiene nula mano diplomática y no oculta su enfrentamiento con el PP en la Junta. No se levantó delante de una bandera española.

—Genio y figura.

—¿Lo conoces?

—Sí. Pero no sé si lo conozco de verdad. Creo que nunca se conoce a alguien de forma profunda. Max oculta muchas cosas y solo deja ver lo que él quiere.

Luisa Baeza le esconde al subinspector mientras caminan a paso vivo por la Trinchera de Ferrocarril que de niña cada noche había rezado a Dios pidiéndole que Max fuera su padre. Le rogaba a su Creador despertarse una mañana y descubrir que Max ocupaba el lugar de su padre, quien jamás le había dado una muestra de cariño, un beso, una caricia, que jamás le había dicho una palabra bonita. Su padre se emborrachaba y se convertía en el Monstruo. Decía incoherencias, pedía su comprensión, se mostraba sensiblero y patético. Luego se ponía agresivo con ella, con Toni y con su madre. Cuando Luisa defendía a su madre en las brutales broncas que tenían, su padre gritaba:

—Esa es un hueso.

«Esa» era Luisa. También era «la idiota», «la inútil», «la subnormal». Su padre jamás la llamaba por su nombre.

Cuando cumplió los quince años, cinco años después de la desaparición de Toni, Luisa se enamoró de Max Rey como quien se agarra a un clavo ardiendo. Lo seguía como un perrito por toda Atapuerca. Era la persona más carismática y entusiasta que Luisa había conocido en su vida. Max reconoció la inteligencia de la adolescente, la animó a estudiar y la empotró en su equipo de la Dolina enseñándole teorías de evolución humana y técnicas de excavación sobre el terreno. Max hizo que Sebastián cuidara de la niña y la ocupara haciendo algo útil.

Luisa vivía durante todo el año para el mes de junio, cuando empezaba la campaña en Atapuerca. Sobrevivía durante todo el año con la perspectiva ilusionada de participar en prospecciones, muestreos, retranqueos, catas, excavaciones en extensión durante el verano.

—En un solo verano aquí se han descubierto restos de neandertales de hace 300 000 años y fósiles de un millón y medio de años.

Cuando su madre le dijo a Luisa que no había dinero para estudiar, que tenía que ponerse a trabajar y aportar fondos a casa, Luisa masticó su orgullo, se tragó su pena y se apuntó a la Academia de Policía mientras trabajaba de camarera en todos los bares y restaurantes de Burgos. Su madre no le perdonó ni su talento ni el que tuviera un horizonte más radiante fuera del agujero en el que vivían. Ahora Luisa se clava las uñas en la palma de su mano derecha para dejar de pensar en su madre y todas las humillaciones que ha sufrido desde niña. Ha enterrado su infancia. Pero el pasado siempre te alcanza cuando ya creías que le habías dado esquinazo. El tiempo es más inteligente que tú. «Nadie se va de esta vida sin susto ni muerte», pensó Luisa.

«No pienses». Aduriz la miró, extrañado. ¿Se daba cuenta de que se empequeñecía cuando su mente la torturaba de esa manera?

«¿Por qué no has muerto tú? —le gritó su madre en el oscuro apartamento de Rota—. ¿Por qué Toni?».

El ambiente destila una cualidad sagrada. Un escalofrío recorre la espina dorsal de Luisa. La Trinchera se corona de encinas y quejigos, arbustos, matorral, hierbajos traslúcidos a la luz tibia del sol de las nueve y media de la mañana. Pasan al lado de la Sima del Elefante, cuya boca da al valle del río Pico.

 —Antes Max y Jesús eran muy buenos amigos —dice Luisa—. Desde hace años se llevan a matar. Max acusa a Jesús de deslealtad.

—No hace falta que Jesús eche a su mentor. Max se jubila este año de su puesto de catedrático en la universidad y lo lógico es que salga de Atapuerca.

—Sí. Pero Max sabe la prisa que tiene Sinaloa por quitárselo de encima y lo de irse de aquí y dejar paso a la sangre joven no lo va a hacer. Se ha ido de la Dolina, pero sigue manejando los hilos en la sombra.

—Solo por joder.

—Sí.

—¿Qué tal se llevan los equipos de la Dolina y la Sima de los Huesos?

—De cara a la galería, bien, en realidad fatal. Son enemigos. La Sima la dirige Jesús. Norberto Seseña manda en la Dolina. Es raro. Esta campaña arrancó antes, a mediados de mayo, cuando siempre suele empezar en julio, cuando acaba el curso en la universidad.

Dejan atrás la Galería, que adopta la forma de una sala con un techo horizontal. Le falta un gran trozo en el lado sur. Antes era un torcal. En la pared amarronada y roja hay orificios hechos para datar los fósiles y las herramientas. Los grandes picotazos en la pared se hacen para calcular la antigüedad de los hallazgos. Se tiene como referencia el último cambio de polaridad magnética, que fue hace 780 000 años. La antigüedad máxima de los fósiles es esa porque la polaridad magnética sigue siendo la actual. La datación fósil se realiza analizando los espeleotemas de la Galería con métodos físicos centrados en los isótopos de uranio que se aplican en estos carbonatos. También se utilizan los análisis del espín electrónico y las series de uranio. Los espeleotemas se crearon hace 200 000 años.

La unidad uno de los sedimentos tiene un color claro. La unidad dos tiene una tonalidad de arcilla roja.

La Galería era una trampa mortal donde caían cérvidos, caballos, humanos. Los homínidos descuartizaban la pieza. Luego abandonaban el tronco y la cabeza en la cueva. Solo se llevaban las partes más carnosas.

—Jesús también aprovechó que Max estaba enfermo de cáncer. Un momento de debilidad —añade Aduriz.

—A Jesús Sinaloa se le ve el rabo.

—¿Le conoces?

—Sí.

—¿Qué opinas de él?

—Que vendería a su primogénito por una portada en Science.

—Ya. La verdad es que es un asunto bastante turbio. Traición. Engaño. Deslealtad.

—La tríada.

—¿Pero un móvil como para que Max asesine a la sobrina de Sinaloa?

—No lo sé.

—¿Jesús tiene hijos?

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 14

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El crimen más escalofriante de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 14

No vi entrar a Sebastián en el salón. Luisa se fijó en él antes que yo. Algo en su interior se animó, como si de repente se encendiera una llama dentro de ella, como si alguien hubiera encendido la luz bajo su piel. Me di cuenta de que había habido algo entre ellos por la manera en la que la inspectora Baeza le acarició con la mirada. Ella, que era cortante como el hielo, se suavizó.

—Hola, ¿cómo estás? —preguntó Sebastián.

—He estado mejor. ¿Y tú?

—También.

—Me alegro de verte, Sebastián.

 Sebastián estaba hecho un dandi. Vestía un traje negro de Armani sin una arruga, llevaba una camisa blanca también de Armani pulcramente planchada. Se acababa de duchar. Exhalaba un perfume cítrico que le hacía muy atractivo. Tenía el pelo oscuro, aún mojado de agua, peinado hacia atrás.

—¿Quieres un té verde? Iba a hacer ahora mismo. Es orgánico y detox —preguntó Sebastián.

—Sí, gracias —dijo Luisa, que hizo un esfuerzo ímprobo por no dejar traslucir ninguna emoción en su cara.

—Muy amable.

Aduriz se sintió un paleto al lado de Sebastián, quien le cayó fatal al instante. Le azuzó un rencor de clase. También se había dado cuenta del efecto que Sebastián causaba en Luisa. Le azotó una oleada de celos negros. Le acosó una sensación lacerante de humillación. No se había dirigido a él.

Sebastián abrió la caja verde Twinings, cogió un puñado de hebras negras y las echó en una tetera japonesa de hierro fundido color negro. Puso un cazo con agua a calentar.

—¿Y usted?

—Nada, gracias.

—¿Nos vienes a detener, Luisa? —preguntó con una sonrisa torcida.

—¿Tendría que hacerlo?

Sebastián sonrió y el sol salió en la habitación.

A Luisa le vino de golpe a la memoria al oler su olor cítrico intenso aquel verano cuando él, por orden de Max, se hizo cargo de ella, una niña de diez años destrozada tras el secuestro de su hermano. Sebastián le enseñó a excavar a la Dolina, le prestó libros de Prehistoria, le habló de evolución humana, de datación de fósiles, de geología, de huesos, de cráneos, de especies de homínidos, la llevó al Gil de Siloé y la invitó a comer en la cantina, la invitó al laboratorio y le puso a mirar por el microscopio electrónico los fósiles que habían desenterrado —después de inyectarles una solución consolidante con una jeringuilla y esperar veinticuatro horas— por la mañana en la Gran Dolina.

Sebastián le explicó que los cortes de los rellenos tenían más de veinte metros de altura en la Gran Dolina. Por esa razón habían levantado el andamio desde la base hasta lo más alto. También le contó que la cueva esta partida en dos, la cavidad continuaba al otro lado de la Trinchera, en el yacimiento del Penal. Alguna noche Sebastián también la llevó en su coche a Los Geranios cuando Luisa caía rendida de sueño tras una tarde infinita y maravillosa pasada con Max y él charlando, desafiando teorías científicas dominantes como la que aseguraba que en Europa no había fósiles de homínidos más antiguos de 500 000 años.

Sebastián le había salvado la vida. Ella lo miró y sonrió. Él la miró y sonrió.

—¿Con azúcar?

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El crimen más terrible de Atapuerca.

«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 32

Sinopsis «Los crímenes de Atapuerca»

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como en las mejores novelas negras.

Capítulo 32

Siempre supe el momento exacto en el que me enamoré de Andrea, igual que te acuerdas del día en que te bajó la regla, igual que te acuerdas de la primera vez que besas a un chico o a una chica, hecha un manojo de nervios, asustada por la intensidad del deseo e inseguridad que sientes, igual que te acuerdas de dónde estabas cuando sucedieron los atentados de las Torres Gemelas el once de septiembre de 2001.

Yo me enamoré de Andrea el primer día de excavación en la Gran Dolina en mayo. Sentí un estallido de felicidad. Sentí una apertura de mi pecho. Sentí que se me caía un velo de los ojos. Sentí que concentraba mis cinco sentidos en otro ser humano, que en ese momento abrazaba a un hombre viejo y enfermo y le ayudaba a subir a la Dolina, tratándole con una amabilidad y un cariño que me deslumbraron.

De repente, Andrea se volvió y me miró con ojos resplandecientes. Era increíble. Me había leído todos sus libros, había curioseado miles de noticias que le tenían a él como protagonista, me había sumergido en artículos y reportajes de revistas como quien se baña en un mar frío, pero aquella mañana de finales de mayo, de cielo azul y quieto que yo asociaba a la infancia y a la felicidad, no fui capaz de reconocer a Max Rey. Luego supe que acababa de superar un cáncer y había estado a punto de morir.

Yo sabía quién era Max Rey. Era imposible no saber quién era: el descubridor de la mandíbula del niño de la Gran Dolina, el paleontólogo que halló una nueva especie: el Homo antecessor en 1994. Pero ese hombre no se parecía en nada a las fotos de Max Rey que había visto en los libros y en Internet. No le reconocí porque era una sombra de sí mismo. Un fantasma.

Esa mañana empapada en quietud, poco después de amanecer, los trigales, los campos de avena y centeno, la tierra, la sierra, los bosques de encinas y quejigos, el robledal, las terrazas, las paredes de piedra caliza, las cuevas cortadas en dos por el Ferrocarril, la Dolina colmatada de sedimento se abrieron ante mí porque me había enamorado de Andrea, la mujer que me había llevado a Atapuerca. La mujer a la que estaba agradecida porque me había cambiado la vida. La mujer que me había hecho creer que mis sueños eran grandes y posibles. La mujer que derrochaba encanto.

«¡Ah, sería genial si fuese mía!», pensé.

Andrea camina por los tablones que protegen el sedimento de la superficie de la Dolina, donde cincuenta personas excavaban, tres por cuadrícula, dan martillazos a destornilladores clavados en el sedimento rojizo, limpian el polvo y la arcilla de las protuberancias de fósiles enterrados, hacen mediciones con una cinta métrica, echan el sedimento sobrante a grandes capachos negros de obra con un recogedor, luego vuelcan su contenido en un gran colector amarillo que baja desde lo alto de la Dolina hasta un contenedor en la base, donde se acumula el sedimento que luego otro equipo de Atapuerca lavará y cribará en las aguas del río Arlanzón, delimitan los contornos de las piedras y huesos con instrumental de dentista, haciendo emerger sus perfiles, apuntan coordenadas geoespaciales en sus iPhone, hacen fotos de los restos que encuentran con las cámaras de sus móviles, sitúan su posición dentro del yacimiento, meten fósiles en bolsas de plástico que datan y firman.

—Aquí hay algo.

—¿Qué es?

—Un fémur de oso.

Andrea empuña una jeringa e inyecta una solución consolidante en el fósil del fémur de oso. Así podrán extraer mañana el fósil sin que se rompa o, al menos, rompiéndose lo menos posible. Porque los fósiles no se desentierran ni enteros, ni limpios, ni lustrosos. No se extraen en piezas sólidas a las que luego hay que desempolvar. En la mayoría de los casos se sacan piezas pequeñas que luego hay que reconstruir, uniendo diminutos fragmentos en puzles por la tarde en los laboratorios.

El horario de trabajo sigue una rutina fija de lunes a viernes en Atapuerca. A las ocho, toque de queda. Hay que levantarse haya pasado lo que haya pasado la noche anterior: alcohol, drogas, sexo, rock and roll. A las ocho y media, desayunamos en la cantina del albergue Gil de Siloé. A las nueve nos subimos al autocar que nos lleva a excavar a Atapuerca. A las nueve y media llegamos y excavamos hasta las once, cuando se hace una pausa para tomar un bocata y un botellín de cerveza. Se vuelve a excavar hasta las dos, cuando se para a comer bajo la carpa blanca de un comedor improvisado con capacidad para más de doscientas personas. A las cuatro nos volvemos a meter en el autocar y de vuelta al Gil de Siloé, donde hay una hora de descanso que la gente aprovecha para ducharse, cambiarse de ropa y echarse media hora de siesta. A las cinco vamos a los laboratorios que se encuentran en un edificio junto al Gil de Siloé. Allí examinamos, bajo los microscopios electrónicos, los fragmentos de fósiles de fauna, industria lítica, que están sellados en bolsas de plásticos muy parecidas a las bolsas de pruebas que utiliza la policía. Cada bolsa está etiquetada. A las siete hay tiempo libre. Y hasta la mañana siguiente.

Fue increíble lo que pasó en el mes de julio de 1994, cuando Rafael Espejo, el responsable en analizar la dentición en Atapuerca, se encerró con Sebastián, con Max, en el laboratorio para estudiar la mandíbula del niño de la Gran Dolina que Andrea, con solo diez años, acababa de descubrir. Diez minutos después averiguaron que el hueso tenía marcas de dientes humanos. Eran caníbales. Ese miedo. Ese mareo, ese desmayo, ese vértigo. ¿Qué iba a decir la comunidad científica?, ¿qué iban a decir los periodistas? Caníbales. Se les iban a echar encima. Era muy polémico. Caníbales.

—Max, mira tú.

—Hay marcas.

—¿Qué opinas?

—Que son de dientes humanos. —¿Sabes lo que significa?

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 41

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El más fascinante misterio de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 41

Luisa, acostada en la cama de su habitación de hotel, llora desesperada. Aferrada a la almohada como una niña llama: «Toni, Toni, no quise hacerlo. Toni. Perdóname».

Frente al andamio que se levanta en el altozano de la Dolina, Max Rey mira la sierra dando la espalda a un equipo que trabaja en el tablero de cuerdas blancas que cuadriculan el suelo de la excavación. Norberto le ha dejado acercarse al que fue su yacimiento, su vida.

Max daría lo que le queda de vida por volver a ser joven durante un año, daría lo que fuera por que Miriam estuviera viva y tener una oportunidad con ella. Fantasías de un viejo acabado. La vida es más grande que cualquiera de nosotros. Pero Max teme a la vida porque le ha arrebatado a quien más quería.

De repente, Jesús Sinaloa llega por detrás de la colina. Sus botas retumban sobre los tablones de madera que tapizan la Dolina.

Cuando grita, su voz está llena de ansiedad y rabia.

—¿Qué le hiciste a mi sobrina?, ¿la has matado, cabrón?

Max agacha la cabeza avergonzado y dice que no. Jesús le empuja.

—No.

Max mira al suelo aún más avergonzado. Su silencio lo dice todo.

 —¡No me mientas, Max! Te vi riéndote con ella enfrente de Portalón el día que la mataron. Confiaba en ti.

De pronto, Jesús rompe a llorar. La tensión le puede.

—Eras mi amigo y ella era una niña, era mi sobrina —dice, roto.

—Estaba enamorado de ella.

Jesús se siente galvanizado por la rabia. Le pega un puñetazo a Max, que cae como una marioneta en la hondonada de la Dolina.

—¿Cómo te atreves, hijo de puta?

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