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«Los crímenes de Atapuerca». Novela negra. Capítulo 27

Sinopsis

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en una novela negra. Los secretos inconfesables de Atapuerca.

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 27

Serví una copa de vino Alión para Andrea y otra para mí. Ella se sentó en una silla blanca frente a la mesa blanca redonda donde desayunábamos. Le gustaba beberse una copa de vino mientras me miraba cocinar.

Yo, siempre muy tímida, me escondía en la domesticidad de cocinar, trajinando entre cacerolas y fuegos, entre sartenes y tablas para cortar y cuencos donde hacer el aliño para la ensalada. Tenía miedo a no estar a la altura en Atapuerca. Sabía mucho menos que ellos. Era una principiante a la hora de excavar. Me sentía muy poco competente. Era una estudiante.

Pero cocinar también era una forma de poner un muro entre yo y el mundo, un mundo tras el cual podía ocultarme. Entraron Manu, Sebastián y Helena, recién duchados.

—¿Sospecháis de alguien? —preguntó Helena.

—De esa rata de Seseña.

—Ojalá, pero no tiene móvil —dijo Andrea.

—Ni huevos.

Andrea se angustió. Yo me di cuenta de que toda esa sangre, ese cadáver con la lengua morada y los ojos desorbitados de sorpresa pánica volvían a vivir en su mente.

—Marco. Es el sospechoso evidente —dijo Manu.

—¿Quién? —preguntó Sebastián.

—El novio.

—¿Por qué?

—Trapicheaba en el Gil de Siloé con costo, éxtasis, coca. Tenía un buen mercado.

—Tú misma le compraste un éxtasis —dijo Sebastián dirigiéndose a Andrea—. Con Ana —añadió.

Andrea se sonrojó. Apuró su copa de golpe. Se sirvió más vino.

—Una noche de amor.

—O dos —bromeó Manu.

Sentí unos celos negros, pero disimulé. Sonreí con amabilidad como si no me importara. Andrea se había tomado la droga del amor que te hacía querer tocar y que te tocasen y te llevaba al éxtasis, como su propio nombre indicaba.

—Jesús Sinaloa.

—Me encantaría. Pero no soportaría que la sangre le salpicase y le apartara de la gloria científica —dijo Sebastián.

—¿Y el padre?

—Quique.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Para vengarse de Carla. Sabe que su mujer le engaña con su propio hermano y…

—Ningún padre haría algo así a su hija —dijo Sebastián y me miró, serio.

—¿Cómo la encontrasteis?, ¿cómo estaba?

Me pareció innoble e inmoral aprovecharme de la atención que recibía por haber descubierto el cadáver de Miriam, pero, a la vez, disfruté muchísimo. Yo pasaba inadvertida en Atapuerca. Había gente mucho más interesante que yo. Yo era la chica de Andrea, poco más, «la concubina» había oído llamarme a Paz, con esa malicia que era marca de la casa. Ahora me dio mucha satisfacción que todos me hicieran tanto caso, que me hicieran tantas preguntas y me escucharan de esa forma concentrada y absorta.

El asesinato de Miriam era lo más emocionante, lo más espeluznante que había pasado en la historia de Atapuerca. Y Andrea y yo habíamos encontrado el cuerpo. Nos habían llamado periodistas de todas partes para hacernos todo tipo de preguntas, pero no habíamos dicho nada. Andrea había apagado su móvil. Yo había hecho lo mismo. Incluso había habido periodistas y cámaras apostados a la puerta de casa. Durante días, Andrea y yo no habíamos podido salir.

—Bajamos a la Sima y estaba allí, muerta. Al principio parecía una película de terror. No era real.

—En Atapuerca es la comidilla, hay un runrún tremendo. No te puedes ni imaginar —dijo Helena, abriendo mucho los ojos mientras ponía la mesa.

—En Atapuerca y en toda España.

—No hablemos más de esto. Me da mal rollo —dijo Andrea en un tono cortante de advertencia.

—Entonces, ¿de qué hablamos?

Yo odiaba el conflicto, odiaba las peleas y las desavenencias, reminiscencia de la exigencia, actitud crítica y severidad con la que me había tratado mi madre durante mi infancia. Me acordé de mi madre, con quien llevaba años enfadada, sin hablarme. Me callé.

—Sí, hablemos de otra cosa —dije.

—¿De qué?

—¿Una copa de vino? —pregunté.

—Sí, gracias.

—Lara debería abrir un restaurante. Así tendríamos que pagar lo que ahora comemos de gañote —dijo Manu.

—Gracias.

Puse una gran olla metálica, también de La Oca, Max debía haber asaltado la tienda cuando fue a Madrid, con agua hasta la mitad, a calentar en el fuego. Las llamas azules bailaron hipnóticas bajo la superficie metálica y emitieron un zumbido tranquilizador, doméstico, que nos envolvió a todos. Tantas comidas juntos, tantas cenas como amigos, en contraste con mis tristes cenas solas calentadas en un cazo rojo desportillado sobre el hornillo que tenía en mi habitación de la calle Canarias en Madrid, donde vivía. Espaguetis carbonara preparados marca Maggi que se quedaron hechos un engrudo asqueroso.

Piqué cebollas y ajos, puse en una sartén un chorro generoso de aceite de oliva, eché la cebolla y los ajos cortados que chisporrotearon sobre el aceite y liberaron agua, bajé el fuego para que no se me quemara el sofrito, acerqué la mano a mi copa de vino y bebí. Estaba delicioso. El Alión sabía a cereza, aroma fresco, potente, con ecos de madera, frutos rojos, confitura de ciruelas, un vino sabroso de taninos dulces, carnoso, que persistía sugerente y misterioso en el paladar. Papá habría estado orgulloso de mí.

Me aflojé de las tensiones del día. Me encantaba cocinar. Cuando lo hacía, me olvidaba de mis problemas.

—¿Quieres otra copa de vino? —le pregunté a Andrea, que tenía una mirada negra.

—No me importaría —dijo Andrea mientras sacaba de su chaqueta vaquera su inhalador para el asma, se lo llevaba a la boca y aspiraba profundamente.

Abrí otra botella de Alión. Su superficie estaba polvorienta y la etiqueta alabeada por la humedad. Tuve miedo de que el corcho estuviese picado, pero cuando la descorché, el vino no olía a vinagre. No estaba picado. Serví una copa de vino a Andrea y se la acerqué.

—¿Te ayudo? —me preguntó Sebastián.

Era maravilloso. El único que se ofrecía a ayudar, siempre tan bueno.

—Sí, por favor, corta los tomates y unos ajos.

Sebastián abrió un cajón de la cocina. Sacó la tabla grande de Max de profesional. Cogió un cuchillo afilado de la barra imantada donde estaban colocados diferentes cuchillos, todos buenos, todos afilados, relucientes sus hojas bajo la luz eléctrica que bañaba la cocina.

Nadie habló. La regañina de Andrea, en plan aguafiestas, nos había cortado el rollo.

—Sin ti, no la aguantaríamos. Tiene un carácter. Siempre lleva razón. Pero Andrea está mejor desde que estás tú —me había confesado Manu una semana antes.

—Vaya, ha pasado un ángel —dijo Helena, que se levantó y se acercó a la encimera para cortar el pan.

Manu seguía ensimismado con su móvil, concentrado en escribir un wasap.

Extraje las lonchas de jamón serrano del paquete, las puse sobre una tabla pequeña. La tabla tenía estrías oscuras y estaba mellada en el borde de la derecha. Corté el jamón serrano en finas y estrechas tiras. Cuando la cebolla y los ajos estuvieron hechos, añadí el jamón a la sartén para que se hiciera y la mezcla cogiera sabor. Casqué los huevos en un plato hondo, los batí con un tenedor, un movimiento enérgico de la mano, un ruido del cristal del plato y el metal de tenedor entrechocándose rompió el silencio, saturó la cocina. Cocí la pasta. Luego eché la pasta, que tenía un poco del agua de la cocción, a la sartén. La receta de los espaguetis carbonara según mi padre. Huevos batidos en vez de nata, jamón serrano en vez de beicon, los ajos eran una aportación mía, ya que siempre me gustaba dar mi toque especial.

—¿Qué serie estáis viendo? —preguntó Manu.

—La pregunta es: ¿qué serie no estáis viendo?
Me acerqué a la mesa de la cocina con la perola entre mis manos enfundadas en unos guantes de cocina rojos, con cráneos de antecessors dibujados. Viva el merchandising.

Serví la pasta humeante en cada plato. Luego, con la cuchara de madera, rebañé el fondo de la olla, donde se acumulaba una capa de cebolla frita y jamón serrano que exudaba una capa de grasa reluciente. Cogí grandes cucharones y los eché en cada plato.

—Gracias.

—Tiene una pinta buenísima.

—Empezad, que se enfría. A ver si os gusta.

Los espaguetis carbonara estaban aún muy calientes, pero deliciosos. Comí con mucha hambre. Era una respuesta biológica de supervivencia. Miré a Andrea. La pillé mirándome. Nos sonreímos. Nos quedamos enganchadas a nuestra mirada.

Andrea tenía unas pupilas ardientes, llenas de vida, y yo también me sentí muy viva. Supe que esa noche haríamos el amor al meternos en la cama como un gesto de confirmación de la vida. Esa anticipación de lo que me esperaba, alegrías y cosas buenas, esa noche que ya ardía dentro de mí, esa expectativa ligera me hizo más feliz que el hecho en sí de lo que iba a pasar dentro de dos horas. Me imaginé su vulnerabilidad y placer mientras ella se corría entre mis brazos.

De inmediato, me sentí mucho mejor, reconfortada por la comida tan rica, el buen vino y la agradable compañía de mis amigos.

—Está riquísimo.

—Qué buena cocinera eres, Lara.

—¿Cuánto nos habría costado esta cena en un restaurante? —preguntó Manu con una sonrisa inocente.

—Con el vino, por lo menos, cincuenta euros por cabeza —respondió Sebastián.

—Qué vinazo. Es espectacular.

—Cuando se acabe la bodega de Max, vamos a tener que cortarnos las venas.

—Y hay tiramisú casero de postre —dije yo, sonrojándome.
—Ah, me encanta el tiramisú —dijo Andrea.

—Lo hice ayer.

—Está mejor de un día para otro.

—Sí, la comida se reposa y está más sabrosa.

—Me gusta más la pasta de un día para otro.

—Pues lo siento, pero no ha quedado nada —dije mientras servía más vino en las copas.

—Gracias a ti no me alimento de sándwiches y patatas fritas de la máquina. Cásate conmigo, Lara —dijo Manu con gesto teatral.

—¡Ja, ja, ja!

—Lara, haces una labor social con nosotros. Nos has salvado del raquitismo.

Parecía impropio disfrutar tanto después del asesinato de Miriam. Su muerte violenta y espantosa estaba aún tan reciente. Pero esa noche todos teníamos miedo y el hablar de banalidades, cenar bien y reírnos era una forma de protegernos.

Ray Donovan, él está muy pasado de rosca, pero me gusta.

Orange Is The New Black —dije yo, tímida.

—Ah, no, coño, esa serie empezó bien, pero se les ha ido la olla.

—El motín de la quinta temporada era un coñazo.

—Y los personajes. Se han cargado a Piper…

—Cuando se volvía gilipollas perdida y se enrollaba con esa del perlo corto. ¿Quién se va a liar con otra tía teniendo a Alex?

—¿Has visto a la Alex Vause real? —preguntó Manu.

—No la veas —respondió Andrea, que había recuperado su buen humor.

Nos reímos.

—Me gusta ver a esos personajes de mujeres latinas, negras, asiáticas, pobres, dementes, que nunca salen en televisión —dije levantándome hacia la encimera para traer la ensalada y el pan.

—¿Solo por eso te mola Orange Is The New Black? —preguntó Andrea, con tono irónico.

No podía decir la verdad: que Andrea me recordaba a Alex Vause, con su melena negra y su inteligencia elegante y sarcástica.

—Me gusta la historia de amor. —Enrojecí.

—Espero que acaben juntas —dijo Helena.

—No creo —dijo Andrea.

Sentí una punzada de dolor.

—Nunca la puedo terminar. Lo siento. Es demasiado para mí.

—Y el sueño de Crazy Eyes de la sexta temporada. Es peor que los sueños de Tony Soprano. Nunca los pude soportar.
—Cuando en Los Soprano salía un sueño de Tony, yo lo pasaba rápido. Menudo coñazo.

—¿Y Mad Men?

—Es muy lenta.

—Pero Don Draper me pone —dijo Helena. Como nunca hablaba, nuestras miradas se centraron en ella.

—Don Draper me recuerda a mi padre. Sus mujeres, su Old Fashioned, su guapura. Aunque papá bebía coñac —dijo Manu.

—¿Sabéis cuando Betty dispara a las palomas?

—Coño, sí. Qué capítulo.

—Está basado en una experiencia real de una de las guionistas.

—El creador, Matthew Weiner, les pedía a los guionistas que tirasen de recuerdos personales para escribir —expliqué.

—También les pedía a las guionistas más guapas y jóvenes que se desnudaran delante de él.

—Una le ha acusado de acoso sexual.

—¿Antes o después de ganar el Globo de Oro? —preguntó Sebastián enarcando sus cejas negras.

Nos partimos de risa. Nuestras carcajadas burbujearon y se elevaron hasta el techo.

Andrea me miró y me sonrió. Yo la miré y le sonreí.
La tensión, la adrenalina, el susto, la ansiedad de los últimos días se desvanecieron en el ambiente cálido de la cocina. Una cena entre amigos. Había pasado una tragedia, pero la vida continuaba. Y ya nos habíamos olvidado de los dolientes. Tenías que comer, beber, defecar, orinar, dormir, hablar. Hacer los miles de actos cotidianos que marcaban las horas de cada día. Dejar pasar el tiempo. A la vez me embargó el horror de saber que una chica había muerto en la Sima de los Huesos y, aun así, la vida continuaba como si tal cosa.

El vino me sentó de maravilla. Se levantó dentro de mí una sensación de euforia llena de luz. Floté sobre los demás, hablé y participé en las conversaciones, cuando lo habitual era que me quedara callada de un modo huraño que a veces los amigos de Andrea interpretaban como hostilidad y rareza, pero para mí solo eran vergüenza y una sensación de no encajar allí. Pero no esa noche. Esa noche me sentí muy feliz.

—Yo veo This is Us y lloro con cada capítulo. ¿Qué queréis? Soy así de ñoña —dijo Helena.

—¿Y tú, Sebastián? —pregunté mientras servía la ensalada de tomate con las tranchas de burrata fresca. Sebastián siempre me intrigaba. Era el que se me salía del guion.

—Yo estoy enganchado a Black Mirror.

—¿Por qué?

—Bueno, en realidad, la serie no me interesaba hasta que vi un capítulo, San Junípero.

—Más vino. —Manu dio una palmada—. Esto se pone interesante.

El Alión tenía un gusto a bosque y a felicidad que me calentó el estómago y me relajó el cuerpo como si saliera de una sauna y me sintiera muy sedada. El mundo se quedó fuera. La amistad y la complicidad se quedaron dentro.

—¿Lo habéis visto?

—No.

—A mí me puedes hacer spoiler. No me importa —dije.

—Una chica muy inocente, con una inocencia muy particular, entra en una discoteca de los años 80 —dijo Sebastián.

—Hostia, lo he visto.

—Calla.

—No sabes muy bien de qué va la historia. Hay algo misterioso. ¿Qué está pasando? La chica, que se llama Yorkie, se fija en otra chica negra muy guapa que baila en la pista. Kelly. Se enamoran. Se nos propone la idea de que existe un sistema de realidad virtual que te permite llevar tu consciencia hasta un pueblo donde juegas con otras personas. Pero luego, en un giro tristísimo, descubres que Yorkie está tetrapléjica. Es una anciana moribunda en el mundo real —contó Sebastián.

—¿Todo es una fantasía amorosa? —pregunté.

—Sí, pero a la vez real. Tu conciencia cree que es real —respondió Sebastián.

—¿Por qué se llama San Junípero?

—Es como se llama el pueblo donde viven. Y hay algo curioso: si mueres, puedes vivir en San Junípero eternamente. Pero los vivos solo están durante cinco horas a la semana.

—¿Como un periodo de prueba? —preguntó Manu.

—Sí.

—Y resulta de lo más melancólico, pero a la vez profundo y romántico. Te preguntas si tú harías lo mismo —dijo Sebastián mientras bebía un sorbo de su copa de vino.

—Yo lo haría. Es maravilloso —dije.

—Yo no. Es como una paranoia. No es real —dijo Andrea.
—¿Qué dices? Es muy real —dije.

—Al final, Kelly, que es una anciana que estaba casada, decide seguir jugando con su amada en su vida paralela cuando muera. Y continuar con su historia de amor. Vivir para siempre en San Junípero. En realidad, el capítulo trata de segundas oportunidades en la vida, de vidas paralelas —añadió Sebastián.

—Qué romántico.

—¿Y ese tiramisú?

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Los secretos inconfesables de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 28

Sinopsis

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en las mejores novelas negras. El fascinante y estremecedor misterio de Atapuerca.

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 28

Aduriz conduce su Toyota con Luisa a su lado. Atraviesan la sierra de la Demanda, palpitante de belleza. Hace mucho calor. Un edredón de nubes color madreperla pasa muy deprisa por el cielo azul. Hay una luz color melocotón. Los días se alargan a medida que avanza el verano.

Atapuerca sobresale al fondo de la carretera de tierra que desemboca en una inmensa explanada. El yacimiento es un gigantesco queso gruyer. Un karst creado por rocas carbonatadas porosas. Hace diez millones de años el río Arlanzón agujeró su espalda kárstica y modeló galerías, cuevas y túneles naturales. Un tesoro arqueológico que fue refugio de humanos, a Luisa le costaba pensar en ellos como sus antepasados. ¿Habría vivido vidas pasadas y habría habitado ella en una de esas cuevas? No. No le gustaba pensar en el pasado. El pasado estaba arañado por las garras de la infelicidad.

 —Ruscalleda me ha llamado. Que quiere un arresto cuanto antes. Que le están presionando de Madrid, de la Junta —dice Luisa.

—Putos políticos.

—Son como buitres. Solo les preocupa la mala publicidad.

—Ya. No quieren matar la gallina de los huevos de oro.

—Lo único que les agobia es evitar la sangría económica en Atapuerca.

—Lo de que hayan matado a una pobre chica es lo de menos. Que les den por culo.

—No pensarían así si fuera su hija —dice Aduriz. Le viene a la cabeza su mujer Ángela, con su vientre abultado, donde crece su bebé. Pronto va a ser padre. Una vez más siente que no va a estar a la altura.

—Pero nunca es su hija —dice Luisa.

A Luisa le suena el móvil. Ruscalleda. Lo coge.

—Sí, justo ahora estamos aquí. Vale. Sí, sí, sí. Bueno, nos vemos.

Cuando cuelga Luisa, le dice a Aduriz que tienen que volver a Burgos. Videoconferencia con la ministra.

Cuando entran en la ciudad, culebrean en las callejuelas del centro. Luisa mira por el retrovisor. Se estremece. Se cruza con la mirada azul desconsolada de Toni, que va en el asiento trasero.

—¿Por qué no viniste a buscarme, Luisa?

La videoconferencia con la ministra es breve. Les pregunta por los avances del caso de Miriam Sinaloa. No hay ninguno, pero Luisa dice que están en la fase inicial de la investigación. La ministra dice que manda a Burgos a José Jiménez, un odontólogo forense de probada experiencia y prestigio para ayudarlos en la investigación. Omite contar que es amigo suyo.

Una hora después, Luisa Baeza se pelea con el comisario jefe Ruscalleda, que ya está más que harto de ella. Si no fuera una inspectora brillante y hubiera resuelto casos en Madrid, le daría una patada en el culo y la mandaría al infierno. Quizás lo haga, aunque Luisa sea el sursum corda.

—Encima me cae el muerto de la becaria —dice Luisa.

—No es una becaria —grita Ruscalleda—, es una agente de investigación en prácticas, se está preparando la oposición para subinspectora. Tenemos el deber de enseñar a los que tienen menos experiencia y menos conocimientos.

 ¿De quién fue la genial idea de construir su despacho con paredes de cristal? Ruscalleda siente que no tiene intimidad. Se siente expuesto a la vista de todos en la comisaría. Odia la sensación de estar bajo la luz pública. Todos sus agentes pueden ver los entresijos miserables que oculta su cargo, las peleas con esa mosca cojonera que es Luisa Baeza.

—No quiero saber nada de ella —brama Luisa—. Esto es un caso de asesinato de una menor. No es un parque de atracciones para principiantes.

—Oye, Luisa, ¿quién manda aquí?

—Pero en mi caso no. Yo no hago caridad. Esa niña está fuera.

—¿Te digo yo cómo tienes que llevar tu investigación? —Ruscalleda siente que un sudor frío baña su cara.

Qué puta mosca cojonera, coño. El brazo derecho le duele. De repente, se apodera de él un pánico cerval: se le va a repetir el infarto que sufrió hace un año.

—No. No lo hago. Pues no me toques lo cojones y no me digas cómo tengo que llevar lo mío. ¿O te quieres volver a Madrid? Porque ya me dijeron que nadie quiere trabajar contigo y que no es que seas difícil, no, lo siguiente —ruge Ruscalleda.

Siente la mirada de todos centrarse en él en esa pecera que tiene de despacho.

—¿Quién ha dicho eso? —dice Luisa, rígida.

La pregunta queda sin respuesta.

Fuera del despacho de Ruscalleda, Lucía Bernal, la becaria, escucha la bronca. Luisa sale sin mirarla. Pasa de largo por su mesa. Lucía se remueve como un gusano frente a su ordenador.

Frente a su portátil Mac, Luisa revisa las fotos del cadáver de Miriam, visiona la grabación de la cámara de seguridad de la entrada de Atapuerca, que registra el tráfico de los coches que acceden y salen del yacimiento. Toma nota de las matrículas de los vehículos y las comprueba en la base de datos. Nada. La frustración absorbe la poca energía que le queda.

Lucía finge trabajar frente a su ordenador mientras siente arder sus mejillas de pura vergüenza. Piensa que no va a poder con este trabajo, que se ha equivocado de profesión, que no está a la altura. Se levanta, se encierra en el baño, saca una cajita del bolsillo de su chaqueta, coge con su dedo meñique una pizca de polvo blanco y lo esnifa. La cocaína la hace sentirse mejor al instante. Su cabeza está despejada y fresca. Le invade una energía acelerada y ligera. Lucía quiere hacer cosas: correr, salir a interrogar a testigos, estudiarse el sumario, revisar las pruebas. Lucía hasta se atreve —gracias a la raya que se acaba de esnifar— a acercarse por detrás a la mesa de la inspectora Baeza, que visiona en su portátil la grabación de la cámara de seguridad de la entrada a Atapuerca durante el día del asesinato.

De repente, Lucía, superconcentrada por la potencia mental que proporciona la cocaína, se da cuenta de algo. Sin poder controlarse, pone la mano sobre el ratón del portátil de la inspectora Baeza y para la imagen.

—¿Qué coño haces? —pregunta Luisa.

Lucía mueve hacia atrás el vídeo y congela el fotograma. Una furgoneta blanca de reparto de cerveza marca Ámbar aparece en la pantalla.

—¿Qué hace una furgoneta de reparto de cerveza en Atapuerca?

—¿Por qué? —pregunta Luisa.

—Porque allí está prohibido beber alcohol. Lo prohibió Max Rey cuando se murió aquella chica en una fiesta —dice Lucía.

—Vicky.

 Lucía mira a Luisa. Sonríe. Luisa mira a Lucía. Le sonríe por primera vez desde que se conocen.

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El fascinante y estremecedor misterio de Atapuerca.

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