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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 12

Sinopsis

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en las mejores novelas negras.

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 12

Mientras me preparo mi segundo café de la mañana en la cafetera italiana de Max bajo un fuego de llamas azules que zumba en el silencio mineral de la casa, mi mente me tortura. Mis pensamientos me hacen sufrir. Hay una voz que no para de hablar dentro de mi cabeza, no para de anticipar catástrofes: el interrogatorio de la policía sale mal, yo detenida, yo condenada por el asesinato de Miriam, yo pudriéndome en la cárcel. El corazón me late vertiginoso y desquiciado. El miedo me aprieta la garganta con su mano de hierro.

Después de servirme el café en una gran taza blanca con el cráneo del antecessor pintado en ella en color rojo, salgo otra vez al jardín. Me concentro en mirar los árboles. La naturaleza me calma. Borra los pensamientos negativos de mi cabeza. Es fuente de alivio y paz.

«No pienses», me digo a mí misma mientras camino sobre el césped con los pies descalzos, con mi taza de café en la mano. Me la bebo a pequeños sorbos.

Busco las fuerzas para entrar en la piscina, recinto vallado, parte que no cubre muy poco honda, llorones lánguidos que han llenado de hojas alargadas verde pálido la superficie turquesa. Max tenía pánico de que su hija Andrea se ahogase en esa piscina. La vida ya le había dado suficientes zarpazos de dolor como para dar por hecho que a quienes quería estaban a salvo.

Me desnudo. Me quito la camiseta azul marino grande de mi padre con el escudo de la Universidad de Málaga impreso, donde él enseña Historia. Me despojo de las bragas.

Me meto en el agua. Está muy fría. No es de extrañar porque nuestra casa está enclavada en el corazón de la sierra de Atapuerca. Rodeada de montañas cárdenas, de lomas color verde oliva salpicadas de encinas y rocas, de matorral bajo. Inviernos duros, veranos frescos. Un lugar fuera del mundo.

Nado a buen ritmo buscando acallar la voz de mi cabeza que me dice que todo va a salir mal. Al principio, al sumergir mi cabeza bajo el agua, la sangre se me hiela, pero me obligo a mover los brazos y piernas, a dar brazadas y mover mis pies como palas de un patín acuático. Quiero vivir. Ver a Miriam muerta me ha hecho valorar mi vida.

Cinco horas después, en la comisaría de la Policía Judicial de Burgos, Unidad de Homicidios, el subinspector Miguel Ángel Aduriz calienta su túper con marmitako y verduras dentro del microondas común.

En la mesa, otros agentes comen sándwiches, bocatas, paninis, fajitas, burritos precocinados y hamburguesas. Miguel Ángel es el único que se ha traído comida casera de casa. Se lo ha cocinado su mujer, Ángela, que está embarazada de su primer hijo.

—Míralo, qué gourmet, primero y segundo y postre. Qué envidia —dice Roberto, agente de la Policía Judicial.

—No solo de Ruffles y Mars de la máquina vive el hombre —responde Miguel Ángel, que saca el túper del micro y se sienta a la mesa con los demás.

Aduriz es insultantemente guapo. Emana una luz radiante que hace que muchos se sientan atraídos hacia él como polillas a la luz y que otros lo envidien. Top model, le llaman algunos, maricón otros. Las mujeres lo adoran porque es un hombre que no está pagado de sí mismo. Es un chico dulce e inocente.

—¿Has conocido a tu nueva jefa? —pregunta Sanchís, policía judicial.

—No, aún no —responde Aduriz.

—Pues no tengas prisa. Por lo visto, es una zorra del quince.

—¿Por qué se fue de Madrid? Allí Baeza era Dios —pregunta Miguel Ángel.

—No se lo cuentes a nadie. La echaron. Cuatro sanciones disciplinarias. Disparó contra un pederasta acusado de secuestrar y abusar de niños. Lo mató.

—Un cabrón menos —dice Roberto.

—Y eso no es todo, Luisa también pegó a un detenido esposado. Pero también porque nadie la aguantaba allí. Y porque se tiraba a su jefe —añade Roberto.

—Si te crees todas las historias que cuentan de ella, es mala, malísima. No oigo más que barbaridades. Nadie quiere trabajar con ella —dice Miguel Ángel.

—Se come a los cachorros como tú crudos para desayunar —apunta Sanchís.

Sanchís y él podrían ser enemigos, aunque nunca se hayan peleado. Aduriz nota su profunda aversión hacia él. También percibe el odio que le tiene Sanchís solo porque es feliz. Y en la Policía Judicial, si te ven feliz, te rajan.

—Uuuuuuh, qué miedo —dice Miguel Ángel.

—Deberías. ¿Sabes que ya le ha pedido a Ruscalleda no trabajar contigo? —dice Roberto.

Ruscalleda es el comisario jefe. Aduriz acaba de aprobar la oposición de subinspector. Es un recién llegado a la unidad. Se come mucho la cabeza porque tiene miedo de no estar a la altura del trabajo.

—¿Por qué? —se alarma Miguel Ángel.

—Demasiado fucking loser para ella —dice Sanchís y se ríe con una risa amarga.

—He oído que fue ella la que resolvió el caso del asesino de la radial —dice Aduriz mientras mastica un trozo de bonito y escacha un patata cocida y cremosa contra la superficie de su túper. Los pimientos y la cebolla cortada humean. El marmitako de Ángela está delicioso. Qué suerte tiene.

—Pero mataron a su compañero por su culpa. Se adelantó a por el asesino, no pidió refuerzos y, al llegar a la nave donde estaba, el cabrón se lio a tiros.

—Sí. Por lo visto Baeza tiene el gatillo fácil —dice Roberto, que mastica un triste bocadillo de mortadela. Mira con celos negros el marmitako que se come Aduriz. Desde que su mujer lo ha echado de casa y le ha dicho que ya no le quiere, llueven piedras, y no solo en la comida, en su vida.

—Esa tía es una puta loca que pone en peligro a la gente porque la gente le importa una mierda —estalla Sanchís—. Aunque me la follaría. Está buena.

—Si te gustan las que tienen dientes en el coño… Yo ya tengo bastante con mi exmujer —dice Roberto.

Aduriz teme que Roberto se ponga a llorar y a quejarse como una plañidera de su exmujer, que le ha echado de casa, que no le deja ver a los niños, que es una zorra, que liga por Tinder, que sale con un francés jeta que le está sacando la pasta. El subinspector sabe que en el futuro Roberto no soportará que él haya sido testigo de su debilidad y se vengará.

—Es inteligentísima —dice de repente Rafael, un policía tímido al que hay que arrancarle las palabras con alicates.

Aduriz lo respeta. Le da la sensación de que Rafael es el único policía que piensa en el departamento y no irradia hostilidad hacia él. Además, Rafael le reconoce su conocimiento sobre informática y el Internet oculto.

—Si me van a pegar un tiro, me va a dar igual lo inteligente que sea esa tía. Yo no quiero trabajar con ella. Nadie la quiere. No tiene amigos. Esa va a su aire. Es una psicópata. Yo no trabajaba con ella ni jarto de whisky —dice Sanchís mientras abre su tercio de cerveza Ámbar. No está permitido beber alcohol en la comisaría. Pero él se pasa la normativa por el arco del triunfo. Le pega un buen trago a su Ámbar y amusga sus pequeños y mezquinos ojos antes de decirle a Aduriz—: No te envidio nada, macho. No me gustaría estar en tu pellejo.

«Ni yo en el tuyo», piensa Aduriz.

Los comentarios sobre Luisa se solapan unos con otros y atraen la atención de los policías que comen sentados en la mesa de enfrente en la zona común.

Fuera de la comisaría, una capa de nubes negras se adensa. Tras la ventana empieza a llover. Miguel Ángel Aduriz siente una aceleración en la sangre. Experimenta una alegría y un fuerte dolor. Arde en una impaciente excitación por conocer a la inspectora Luisa Baeza.

Bonilla, un agente mayor con pinta de bebedor, barriga abultada, cara abotargada y nariz roja, que bebe whisky de una pequeña petaca y pica de un paquete de Lay’s color rojo que acaba de sacar de la máquina, interviene de repente:

—Conozco a Luisa Baeza desde que era una cría que se comía los mocos. Vivía en el bar Los Geranios, a la entrada de Atapuerca, su madre estaba loca perdida, maltrató a sus hijos. Luisa siempre estuvo prendada de Max Rey, que estuvo a punto de adoptarla. Era una cría listísima. Siempre quiso largarse de aquí. Era valiente. Siempre tuvo ambición y quiso salir de ese agujero, de ese maldito bucle de miseria y locura en el que la metió su madre, a ella y a sus hermanos. A Toni, su hermano, lo secuestraron cuando tenía seis años, ella estaba presente. Ahora, si queréis juzgarla, id a por ella, pero no todos hubierais sobrevivido a una niñez como la suya. Ya os habríais tirado por una ventana. Ah, y es la mejor policía que he conocido.

Se hace un silencio incómodo. Aduriz mira a Bonilla. Va a decir algo, abre la boca, pero la vuelve a cerrar.

—¿Cuándo va a llegar?

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