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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 38

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como en las mejores novelas negras los crímenes.

Capítulo 38

Luisa se reunió a las seis de la tarde en el despacho del juez de instrucción del caso, Luis Gaicano, para contarle los últimos avances en la investigación. El juez se reclinó en su asiento y escrutó a Luisa. Suspiró. La estancia se cargó con una melancolía ligera, diáfana, que envolvió a Luisa como una manta. El silencio se remansó y los acercó. Gaicano se inclinó hacia delante y abrió un cajón marrón claro de su escritorio de abeto Périgord. Con gestos lentos y cansados, sacó una botella de coñac Napoleón.

—Son las seis de la tarde. La hora de un aperitivo. ¿Quieres? —preguntó Gaicano.

—Si insistes, te hago el favor —respondió Luisa.

Ella se levantó de su gran butacón de cuero situado frente a la inmensa e impoluta mesa del juez, se dio la vuelta preguntándose si se habría manchado los pantalones —le había venido la regla y el segundo y tercer día del periodo siempre tenía miedo a dejar huellas allí donde se sentaba, aunque se pusiera una compresa extra indicada para las noches y un tampón seguía traspasando el pantalón y las bragas porque últimamente tenía un flujo fortísimo— y le avergonzó la visión del butacón barroco del juez manchado con su sangre, sintió un retortijón menstrual y decidió anudarse la rebeca azul marino alrededor de la cintura aunque no quedase elegante. La limpiaría al sentarse. Menos mal que esta mañana había elegido la rebeca azul marino y no la amarillo pálido. Los hombres nunca pasaban por estas angustias determinadas por la biología. Nunca se preocupaban por manchar el sillón al juez de instrucción, por tener dolores premenstruales, no sentían el sufrimiento del parto ni tenían pechos con dolores punzantes, ni pezones agrietados, ni episiotomías ni desgarros vaginales. Luisa no veía la hora de que le llegara la menopausia para dejar de preocuparse de si manchaba con su sangre los asientos de los coches de la Unidad de Homicidios, la silla frente a su ordenador, el sofá de la sala del café. Tenía más miomas uterinos que bolas un árbol de Navidad. Tenía que ir al ginecólogo, pero le daba un perezón espantoso. Aplazaba la cita una y otra vez. Se resistía como gato panza arriba. Muy en el fondo tenía un pánico atroz a que el médico le diera una mala noticia. Así que hacía lo único que podía hacer: meter sus problemas en una caja, cerrarla, arrinconarla en el rincón más oscuro y recóndito de su cerebro. No pensar en ello.

No debería beber porque el alcohol aumentará su flujo de sangre ya copioso. Pero no pudo resistir la tentación de suavizar el estrés que la cargaba. Se dirigió hacia el mueble licorera vintage tallboy. Abrió una de sus dos puertas de madera decoradas con apliques de bronce dorados y cogió dos vasos chatos, de buen cristal, no como los vasos toscos y verdes Duralex que tuvo en la casa de sus padres. Le fascinaban el lujo y el estatus. No podía evitarlo. Era una forma como otra cualquiera de vengarse de su infancia difícil.

Mientras Gaicano servía el coñac, ella dijo que tenía que ir al baño un momento.

El juez sabía que se estaba haciendo viejo porque cada vez pensaba más en su infancia. Nació en Nogales, Cantabria, en el caserío de su abuela paterna. Pesó casi seis kilos y a punto estuvo de matar a su madre al nacer. Sus padres vivían en Madrid, donde se habían ido huyendo de la pobreza del campo. Su padre era tendero de un ultramarinos de la calle La Bola, muy guapo, rasgos delicados, nariz respingona, pelo rizado y ojos azules, se parecía a un astro de cine. Siempre compraba un décimo de lotería, embargado por la ilusión de que el premio los sacara de la penuria. Pero su padre no tuvo suerte, enfermó de tuberculosis a los veinticinco años y, adivinando la muerte, le dijo a su mujer que lo llevara al caserío. No quería morir y ser enterrado en una ciudad donde no conocía nadie. Su madre cumplió su voluntad, y al poco de llegar a Nogales papá murió. Él tenía tres años.

—Vamos a ver los corderos —le dijo su tío Miguel una tarde mientras le cogía de la mano y lo llevaba al prado al otro lado de la loma verde. Las mujeres lloraban dentro de la casa de piedra.

Su hermano tenía seis meses, un bebé rubio y dulce al que todos quisieron desde el principio. Él era más salvaje, más solitario, más esquinado. Pero su abuela Manuela era muy queredora y le dio el cariño que necesitaba y más. Una mujer que había tenido diez hijos y al final se había quedado sola con el huerfanito. A su hermano José María se lo llevaron a Arguedas, Navarra, y su tía Angelita lo cuidó.

Su madre, con una mano delante y otra detrás, buscó trabajo como auxiliar de enfermería en un hospital de tuberculosos en Navacerrada. Cuando él se salió del noviciado con los padres Dominicos en Caleruega tras sufrir una crisis nerviosa, aunque entonces no se decía así, se decía solo que no tenía vocación —sin embargo, su hermano José María continuó y se ordenó sacerdote—, se reunió con su madre en Madrid y ambos se dieron cuenta de que eran unos desconocidos. Sus vidas eran dos caminos bifurcados. Fue imposible recuperar el tiempo perdido. Se peleaban mucho.

Cuando tenía cuatro años, un día escondió las lentes de la abuela en las oquedades de la baranda de piedra del porche del caserío. Su abuela las buscaba a tientas, con la vista oscurecida y nublada, mientras él se reía a su lado atravesado por una alegría sin motivo.

Su infancia era el caserío con su abuela Manuela. La verde colina, el mar de fondo, el cielo muy azul, las vacas, la miel, el requesón, el cariño de su abuela era donde volvía él ahora una y otra vez después de trabajar toda su vida el olvido.

—¿Dónde están mis lentes? Chitín, ¿tú las has visto? —dijo la abuela con inquietud.

Cuando ella tentaba el hueco donde se encontraban sus lentes, su manita juguetona las cambiaba a otra oquedad del muro.

Nunca fue tan feliz como con la abuela. El juez Gaicano tenía que ir andando a la escuela de Nogales, que estaba a diez kilómetros del caserío. Cuando nevaba, la abuela le untaba mantequilla en gruesas rebanadas de pan que ella misma hacía en su horno y se las daba de desayuno junto con el tazón de leche. De forma instintiva, ella sabía que su nieto tenía que comer mucha mantequilla para que pudiera ver bien en la nieve camino a la escuela, para que el sol no le cegase al refractarse en el hielo. «Vitamina A para los ojos», pensó él cuando ya era un adulto.

En la escuela él se hizo amigo de Amparito, que era una niña linda y buena de un caserío vecino. Un día le enseñó su catecismo, él se lo cogió y lo llenó de garabatos y burdos dibujos. Cuando la maestra lo vio, le repudió como si él fuera un perro sarnoso.

Él era el juguete de la abuela y la abuela era su juguete. Tenían todo el día para jugar. Nunca fue tan libre en la vida como a los cuatro años, sin una autoridad paterna que lo coartase. Su padre estaba enterrado en el cementerio del altozano de la colina que estaba a un kilómetro del caserío. Él era libre.

A la hora de la siesta, Gaicano se escapaba al prado de los cerezos. Se subía a uno de los árboles más altos, trepaba de rama en rama hasta que se encajaba con ambos pies en una horquilla e impulsándose con la cadera se cimbreaba y balanceaba embargado por una sensación de frenesí, embargado por una excitación efervescente que le recorría todo el cuerpo. Se sentía liviano y alegre como si el universo cupiera en la palma de su mano. Se sentía el amo y señor de la vida.

Dos horas después, come con la inspectora Baeza en La Favorita, uno de los mejores restaurantes de Burgos que no te puedes perder si visitas la ciudad según las webs de recomendaciones gastronómicas. Se encuentra en pleno casco histórico, en la calle Avellanos.

Comparten un chuletón troceado al punto con patatas fritas y se beben un Finca Resalso. Luisa va mucho al baño, llevándose el bolso, y vuelve sonrojada.

—Pero ¿cuál es la vinculación del asesino con la víctima? —pregunta el juez Gaicano.

—No lo sabemos.

—Sin eso es dar palos de ciego.

—Ya lo sé.

—Hay algo que no me cuadra.

—¿Qué?

—Muerde en el pecho a la víctima, pero no hay agresión sexual. Las mordeduras están asociadas a violaciones, crímenes muy violentos.

—Tal vez por rabia descontrolada.

—No sé.

—La chica le conocía. No hay heridas defensivas en brazos y manos.

—Y roció a la víctima con lejía para borrar restos de ADN.

—Es un asesinato premeditado, muy bien planeado. Por eso no me cuadra lo de que la mordiera. Un acto descontrolado. Es un comportamiento animal.

—Tienes razón.

 Luis Gaicano se había casado enamorado. Pero ahora Adela, su mujer, se había vuelto más celosa, crítica y posesiva. Prefería pasar el menor tiempo en casa y la mayor parte del día la consumía en los juzgados. Sin embargo, un divorcio a esas alturas le daba pereza. ¿A dónde iba él con sesenta y cuatro años? Su único escape era salir a cazar con Max Rey, al que había conocido en el internado de los Dominicos. Max era un alumno brillante y excéntrico que ya entonces destacaba en ciencias y ocultaba su ateísmo. Nació arqueólogo. Luis no había conocido a una persona más entregada a su vocación que Max.

—¿Y las huellas dactilares?

—Hay tantas huellas dactilares sobre los tablones y en las paredes como para que los técnicos trabajen durante un año.

 —¿Y qué más?

—Hemos comprobado el registro de herramientas de Atapuerca.

—Sí.

—Falta una maza.

—¿El arma homicida?

—Lo más seguro.

—¿Dónde se guardan las herramientas?

—En una caseta que hay enfrente de la Dolina.

—¿Quién tiene llaves?

—Los directores de las excavaciones, Paz, Norberto, Antonio López y los tres directores de Atapuerca, Max, Jesús y Rafael.

—¿Alguno vio algo sospechoso o echó en falta la maza?

—Les hemos interrogado. Dicen que no.

—¿Algo más?

—He pedido la lista de los trabajadores de Atapuerca durante los últimos años, también la lista de los padres y alumnos de la clase de Miriam. He cruzado los datos y nada. Lo único la chica que murió en la Sima hace un año por hipoxia.

—Sí, me acuerdo. Ana Cruz. Una tragedia. Tenía veinticinco años.

—Sí. Era la novia de Andrea Rey. Fue al mismo instituto de la víctima.

—¿Hubo investigación?

—No. Muerte accidental. La chica excavó más tiempo del permitido dentro de la Sima de los Huesos.

—¿Por qué?, ¿no sabía el riesgo que corría?

—Sí. Por lo visto tenía mucha prisa por acabar su tesis. Estaba obsesionada con su carrera académica.

—Mira de lo que le sirven su tesis y su ambición ahora bajo tierra.

—Desde luego.

—¿Y algo más?

Luisa dejaba la bomba para el final. Quería pedirle una orden a Gaicano y sabía que tenía que jugar bien sus cartas.

—Sí. He mirado en nuestra base de datos si algún trabajador tiene antecedentes penales, si lo tenemos fichado. Si hay alguna denuncia.

—¿Y?

—Sí. Hay dos. Rodrigo Martín, paleontólogo, investigador del CSIC en Madrid, condenado a diez años por abusos sexuales a menores cuando era profesor de instituto aquí en Burgos, sí, el mismo instituto en el que estudiaba Miriam, el Manuel Machado. Pero cuando Martín enseñaba allí, Miriam no era una alumna.

—¿Estaba en Atapuerca ese día?

—No. Tiene coartada. Y una buena. Martín estaba en Madrid. Hemos localizado su móvil allí. Y hay un resguardo de su tarjeta de crédito. Cenó con su mujer en una terraza al lado del viaducto, subió la foto a Facebook.

—¿Y el segundo?

—Max Rey. Condenado por agresión. No fue a la cárcel. No tenía antecedentes. Pagó una indemnización de cinco mil euros a la víctima.

Luisa vio el conflicto moral reflejado en la cara del juez. Conocía su amistad con Max. Pero Gaicano era un hombre recto, moral.

—¿Qué pasó? —preguntó el juez Gaicano con un suspiro de agotamiento.

—Se peleó a puñetazos con Jesús Sinaloa en un bar.

—¿Por? Max no es violento.

—Esos dos se llevan a matar. Se pelean hasta por la ciencia. Sinaloa hasta le acusa de meter su ideología política en la ciencia. Max es comunista. Al parecer, Max estaba borracho. Jesús le gastó una broma. Le dijo que el antecessor no era una nueva especie, que Max se había equivocado. La discusión se calentó. Y Max le soltó un guantazo.

—Comprendo.

—¿Y hay algo más?

Silencio tenso.

—Jesús vio a Max hablando con la víctima a las tres de la tarde fuera de Cueva Mayor.

—La última persona que vio a Miriam con vida.

—Voy a interrogarlo, tenía la llave del Portalón, un odio declarado a Sinaloa, una coartada débil y un testigo lo vio hablar con la víctima cuando fue vista por última vez.

Luisa esperó.

—Necesito un orden para extraer una muestra de ADN y hacerle un escáner dental en 3D.

—No. Necesitamos más pruebas.

¿Se tomaba Trankimazin o lorazepam el juez? Gaicano cabeceó de sueño.

—¿Por qué esa prueba de ADN?

—Creo que el semen que apareció en la vagina de la víctima es suyo.

—¿Y en qué se basa?

—Señor, hay una web de contactos en el Internet oculto. Aduriz la ha rastreado. Hombres pujan por la virginidad de chicas adolescentes. Miriam estaba en ella. Alguien pujó por la virginidad de Miriam dos días antes de que la mataran. El alias del postor lo vincula con Max Rey.

—¿Max Rey?, ¿que no tiene ni móvil? —dijo el juez.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 43

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El estremecedor misterio de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre. El estremecedor misterio de Atapuerca.

Capítulo 43

En comisaría, Max espera dentro del calabozo. Luisa entra y le tiende una bolsa.

—Mete tu ropa y tus zapatos aquí.

Max se empieza a desnudar en su celda. Luisa se da la vuelta.

—¿Me vas a arrancar las uñas?

—No seas ridículo.

A primera hora de la tarde, después de comer un sándwich de jamón y queso y beber una botella de agua mineral, Luisa y Aduriz interrogan a Max.

Aduriz coloca la cámara Sony HXR-NX5 en marcha dentro de la sala de interrogatorios. Enfoca y compone el plano que enmarca al detenido. Le da al botón de grabar. Un piloto rojo se enciende.

—¿Tenías una relación con Miriam?

—No.

—Max, hemos encontrado tu semen en el cadáver de la víctima.

—Yo no me acosté con ella.

—¿No?

—¿Y cómo ha acabado tu semen en la chica? —pregunta Luisa con tono calmado.

—No lo sé —contesta Max, serio.

—¿No lo sabes?

—Deja de mentir —ataja Aduriz.

—No miento.

—Sí, sí mientes. Las pruebas biológicas dicen lo contrario de lo que estás diciendo.

—Escucha, Max, una confesión te favorece de cara al juicio. Y las pruebas son abrumadoras. Está tu semen en el cadáver de la víctima, Jesús Sinaloa fue testigo de que tú fuiste la última persona en hablar con Miriam, has pujado por la virginidad de la chica en Internet.

—¿Qué? —Max se sorprende—. ¡No sé de lo que me estás hablando!

—Vamos, Max, hay pruebas. Tú eres un científico, sabes que delante de un jurado no hay salida, no con estas pruebas. Di la verdad.

—Ni idea de lo de la puja en Internet. No sé de qué me estáis hablando. Es una trampa. Van a por mí, ¿no te das cuenta? —dice Max.

—¿Quién?

—Sinaloa.

—¿Y también es una trampa que hubiera restos de tu semen en la víctima?

—Estaba enamorado de ella, pero no me acosté con ella. ¡Tenía dieciséis años!

—Eso nunca ha sido un impedimento para ti.

Luisa y Max se miran. Saltan chispas entre ellos.

—Ahora es el rencor que habla. No soy el monstruo que crees, inspectora Baeza.

—Escucha. Fue un accidente. La chica se lo iba a contar a Jesús. A su madre. Y te pusiste nervioso.

—Yo no lo hice, Luisa.

—Las pruebas dicen lo contrario.

—¿Qué pruebas?

—Tu semen, tu sangre.

—No es verdad. Soy inocente. Te han manipulado, Luisa.

—¿Y la sangre que hay en tu baño y en las paredes?

—Desde que pasé el cáncer y pasé la quimio sufro sangrados. Por la nariz, por el ano.

—Di la verdad y todo será más fácil.

Unos técnicos de la Policía Científica están analizando los restos de sangre que han encontrado en el baño de Max.

—Te estoy diciendo la verdad.

—¿Por qué no quieres colaborar con nosotros? —pregunta Aduriz.

—Si él me pregunta, me acojo a mi derecho a no declarar, Luisa —dice Max Rey, señalando con el mentón a Aduriz con un tono de frío desdén, de sorprendido regocijo.

El subinspector mira a Max con ojos de hielo. Luisa le lanza una mirada cómplice con la que le pide permiso para seguir ella con el interrogatorio. Aduriz hace un leve gesto de aceptación.

—¿Qué pasó esa tarde?

—Luisa…

—Te acostaste con ella, Max. Era virgen.

Max miró a Luisa. Ardió de vergüenza.

Aduriz dio la vuelta al ordenador y le enseñó una web de contactos de chicas con la foto de Miriam.

—¿Qué es eso? —preguntó Max.

—No lo sé. Dímelo tú —dijo Luisa.

Max guardó silencio.

—Es una web de contactos. Se puja por la virginidad de las chicas. Todas menores.

—Aquí está Miriam. Su foto. Tú pujaste por ella.

—Te lo he dicho: estaba enamorado de ella.

—Bonita manera de decirlo. Enamorado.

—Yo no hice nada de eso. Es una conspiración contra mí.

—¿Cómo supiste de esta web?

Max guarda un silencio hosco como un niño torvo al que sus padres han castigado sin motivo.

—¿Por qué pujaste, Max?

—Yo no pujé.

—¿Qué hiciste a partir de las dos de la tarde el martes 15 de junio?

—¿Cuánto mide su cerebro, Miguel Ángel?

—Aquí soy yo quien hace las preguntas.

—¿Sabe que en Dmanisi hay una controversia científica acerca de si un homínido con un cerebro de seiscientos centímetros cúbicos puede considerarse humano?, ¿pueden caber los parámetros de la humanidad en ese tamaño cerebral?

Luisa toca debajo de la mesa la muñeca de Aduriz, aprieta con suavidad, vuelve sus ojos hacia Max, que sonríe con un sarcasmo irritante y burlón.

—Aunque seiscientos centímetros cúbicos es mucho para un txakurra como tú.

—¿Por qué no te callas?

—¿Nos autorizas a hacer un escáner de tu dentadura, Max? —pregunta Luisa.

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El estremecedor misterio de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 42

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El alucinante secreto de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 42

Luisa Baeza y Miguel Ángel Aduriz se dirigen en el BMW azul cobalto a Atapuerca. A Luisa no le resulta fácil lo que va a hacer y siente esa antigua presión en el pecho. Max Rey siempre ha sido un padre para ella, la acogió aquel verano terrible y la puso a trabajar en su equipo. Pero hay que hacer lo que hay que hacer.

Mientras conduce flanqueada por trigales y campos de avena, Luisa vuelve al 8 de julio de 1994, un día mítico. Andrea, con diez años, descubrió al Homo antecessor. Ella estaba sentada en las tablas de la Dolina dibujando cráneos de un neandertal —Max le había dejado un libro de Historia de la evolución humana— junto a Sebastián, que martilleaba con la maza y el cincel en su cuadrícula bajo la canícula, llevaba un pañuelo rojo atado en la cabeza que aleteaba bajo el viento. Retumbaban los ecos metálicos de una decena de personas haciendo lo mismo.

Cuadrícula H16. Diez metros de profundidad. Sondeo al TD6. Andrea, con diez años, le ha pedido a Max excavar dentro de la brecha. Max ha dicho que sí haciendo uno de sus saludos al sol de excéntrico impenitente. La niña tiene afición, le consume el mismo ardor que le consumía a él de niño cuando entraba, con su abuela, en las cuevas del Pirineo en busca de fósiles.

Dentro del hueco de ascensor, Andrea da un golpe de destornillador a la pared, cae un terrón de sedimento del que emergen dos dientes. Cuando sube a la superficie, la niña se ahoga de emoción. Palpitaciones salvajes en el pecho como si tuviera dos corazones. La boca se le seca. Contiene la respiración. La gente se aproxima para ver los dientes, hay un griterío enloquecedor, toneladas de emoción crispan el ambiente. Alaridos roncos se propagan por el antiguo techo de la Gran Dolina.

—¿Dónde está Max?

—Abajo.

—Max, Max, sube, sube, rápido, Max.

Un premonición violenta y luminosa se levanta dentro de Max. Se acerca a los límites de la realidad de su deseo. El tiempo se acelera y lo empuja hacia el lugar en el que ha soñado estar durante dieciséis años de espera, dieciséis años de excavación estéril en la Dolina.

Sube las escaleras en zigzag del gran andamio con la cabeza volada, alelado, intoxicado por la emoción. Se siente liviano y feliz, como si acabara de nacer. Atraviesa el umbral donde se acumulan los escombros con el corazón en la boca. Un pavor frío le atenaza el estómago. ¿Es posible?

Andrea avanza con la mano abierta y los dientes rodeados de sedimento. El tiempo se para. La mañana zumba perezosa. El sol cae a plomo. Los mochuelos y las grajillas gorjean por encima de sus cabezas. Al fondo, cerros y majuelos quietos en atónita reverencia.

Max siente que se ahoga mientras examina los dientes. En sus manitas, Andrea lleva un incisivo.

«Es de oso», piensa con la cabeza agotada.

Pero Andrea abre la mano izquierda. Un premolar.

El corazón le bombea descontrolado, enloquecido.

—¡Es humano, es humano! —grita Max con una alegría brutal.

Latidos violentos. Max mira febril, con orgullo y embeleso, a su hija como si estuviera actuando en la función de Navidad del colegio.

Max coge la mano a Luisa, que también tiene diez años. Le tiembla todo el cuerpo mientras la mira con ojos afiebrados.

—¿Y Rafael?, ¿dónde está Rafael?

Niego con la cabeza.

—Ve con él, anda —dice Sebastián a Luisa.

Obedece, halagada por la proposición. Max y Luisa bajan como fantasmas enajenados, alobados, las escaleras metálicas y los tablones del andamio que forman una espiral triangular. El descenso hasta el suelo se hace eterno. Luisa tiene miedo de que Max se precipite al vacío. La niña está al borde del desmayo. Le entra un vértigo mortal mientras siente la mano callosa y grande de Max, con su muñequera verde de jugar al tenis, en su manita.

Se visualiza cayendo al vacío y rompiéndose el cuello.

Cuando Luisa pone los pies en el suelo, siente el alivio de una náufraga al pisar tierra firme. Su silenciosa desesperación se esfuma. De repente, ya sabe lo que quiere hacer el resto de su vida. Quiere estudiar lo que ha estudiado Max, quiere llevar la vida que lleva Max, quiere venir cada verano a excavar a Atapuerca como hace Max, quiere sentir lo que siente Max, quiere ilusionarse y ser tan libre como Max. Un escalofrío de emoción la sobrecoge. Satori.

Max y Luisa corren por la Trinchera buscando a Rafael, que no está ni en la Galería ni en la Cueva de Los Zarpazos. Una figura desdibujada hace fotos frente a la Sima del Elefante. Es Rafa.

Max, jadeante, lo abraza y se convulsiona entre sus brazos.

—¿Qué pasa, Max?, ¿estás bien?

—Nunca he estado mejor.

—¿Qué?

—Andrea ha encontrado unos dientes en el TD6 —dice con voz ahogada, afónica.

La cara de Rafael Espejo se anima con una luz bestial, como si alguien le hubiera encendido una linterna en su interior. Sus ojos refulgen con una excitación juguetona. Toca a ciegas, con las yemas de los dedos, los contornos evanescentes del sueño.

Los tres corren por el desfiladero de la Trinchera de vuelta a la Dolina, por donde se desliza una brisa fresca que les seca el sudor de la cara. Un silencio callado.

Desde el suelo, Luisa oye una algarabía que proviene del techo de la Dolina. Una confusa y animada algazara.

—¡Rafa, sube, sube! ¡Mira esto!

La gente se asoma por el andamio y espera a Rafael Espejo, experto en dentición humana, como si fuera el Mesías. Rafael, Max y Luisa vuelven a ascender por los tablones, a subir la escalera de metal del gigantesco andamio clavado en la pared de la Dolina.

Andrea ha metido el terrón de sedimento en una bolsa de plástico de pruebas. Se acerca ahora, tímida y temblorosa, como si le llevara una ofrenda a Jesucristo. No está acostumbrada a ser el foco de atención, pero le parece delicioso. Siente el calor de las miradas exultantes del equipo en su piel.

Todo el mundo ha dejado las mazas, martillos, cinceles, destornilladores sobre las tablas polvorientas. Gravita un silencio de otro mundo.

—¡Es humano, humano! —grita Rafael Espejo al examinar la bolsa.

Sus palabras roncas, que condensan las expectativas de toda una vida, reverberan en la Trinchera cretácica. Su eco de fondo permanece. Humano. Humano. Humano.

Acaban de descubrir los homínidos más antiguos de Europa. 800 000 años de antigüedad. La hipótesis de Thijs van Kolfschoten, apoyada por muchos paleoantropólogos del norte de Europa, que afirmaba que los humanos poblaban Europa solo desde hacía 500 000 años, salta por los aires.

Andrea y Luisa tienen la misma edad. Solo que a Luisa le ha tocado el lado malo de la vida y a Andrea el bueno. Ahora siente una envidia corrosiva y atroz mientras contempla cómo a Andrea la suben en hombros y la elevan en brazos Sebastián y Max.

Los ganadores se conocen desde la línea de salida de una carrera.

Cuando Luisa y Aduriz suben la loma hacia la Dolina, Max ya les está esperando. Tiene el labio reventado y sangra. Está sentado en una silla de plástico en la tarima del altozano. Andrea le aprieta la herida que tiene en la cara con una gasa.

Max sabe que le van a detener. Aduriz se acerca a él, le coge el brazo y le pone las esposas.

—Queda usted detenido. Se le acusa del asesinato de Miriam Sinaloa.

Toda la gente de su equipo para de martillear en sus destornilladores, que levantan terrones de sedimento. En medio de un silencio violento todos miran la escena.

—No creerás que yo lo he hecho, hija mía —susurra Max Rey a Luisa Baeza al oído. Baeza, emocionada, le coge del brazo y le conduce colina abajo hasta la explanada que desemboca en la Trinchera del Ferrocarril.

Andrea cruza la mirada con su padre. Andrea le sigue sin dejar de sostenerle la mirada en ningún momento. Por fin corre hacia él y le abraza. Luisa Baeza intenta apartarla. Forcejean. Andrea empuja a Luisa, que cae al suelo. Aduriz agarra e inmoviliza a Andrea.

Max le grita que suelte a su hija. Desde el suelo, mientras muerde el polvo con Aduriz bloqueándola encima, Andrea le dice a su padre: «Yo te creo».

—Vete a casa. Estoy bien —susurra Max.

Luisa mete a Max en su coche y arranca. Mientras conduce a Burgos, Luisa, desolada, y Max Rey, cubierto por un sudario de vergüenza, se retan en un duelo de miradas a través del espejo retrovisor.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 41

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El más fascinante misterio de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 41

Luisa, acostada en la cama de su habitación de hotel, llora desesperada. Aferrada a la almohada como una niña llama: «Toni, Toni, no quise hacerlo. Toni. Perdóname».

Frente al andamio que se levanta en el altozano de la Dolina, Max Rey mira la sierra dando la espalda a un equipo que trabaja en el tablero de cuerdas blancas que cuadriculan el suelo de la excavación. Norberto le ha dejado acercarse al que fue su yacimiento, su vida.

Max daría lo que le queda de vida por volver a ser joven durante un año, daría lo que fuera por que Miriam estuviera viva y tener una oportunidad con ella. Fantasías de un viejo acabado. La vida es más grande que cualquiera de nosotros. Pero Max teme a la vida porque le ha arrebatado a quien más quería.

De repente, Jesús Sinaloa llega por detrás de la colina. Sus botas retumban sobre los tablones de madera que tapizan la Dolina.

Cuando grita, su voz está llena de ansiedad y rabia.

—¿Qué le hiciste a mi sobrina?, ¿la has matado, cabrón?

Max agacha la cabeza avergonzado y dice que no. Jesús le empuja.

—No.

Max mira al suelo aún más avergonzado. Su silencio lo dice todo.

 —¡No me mientas, Max! Te vi riéndote con ella enfrente de Portalón el día que la mataron. Confiaba en ti.

De pronto, Jesús rompe a llorar. La tensión le puede.

—Eras mi amigo y ella era una niña, era mi sobrina —dice, roto.

—Estaba enamorado de ella.

Jesús se siente galvanizado por la rabia. Le pega un puñetazo a Max, que cae como una marioneta en la hondonada de la Dolina.

—¿Cómo te atreves, hijo de puta?

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El más fascinante misterio de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 40

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Atapuerca como nunca la has visto.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 40

2 de junio de 2019. Catorce días antes del asesinato. Sierra de Atapuerca

Un vaho se condensaba en las paredes de la ducha. Alguien había escrito con el dedo unos números en la pared de cristal: 5423567. Las cifras se desvanecieron a medida que el calor y la humedad desaparecieron. Cogí la alcachofa y abrí el grifo del agua caliente. Como estábamos en mitad del campo, el agua tardaba mucho en ponerse caliente. Durante unos minutos temblé desnuda en la ducha. Me sentí vulnerable. Por fin el agua se puso tibia y luego caliente, cogí el gel con olor a cítricos y me eché un buen chorreón color verde lima en la palma de la mano, me froté, con fuerza, la entrepierna, los pechos, el vientre, las piernas, la cara. Regueros de suciedad cayeron a la superficie blanca de la bañera, un agua negra se remansó antes de ser succionada por el desagüe.

Me quedé un rato más bajo el agua caliente. Ráfagas de placer corrieron arriba y abajo por mis venas, pero me salí porque no quería acabar con el agua caliente. Después de mí los chicos también se iban a duchar. Así lo hacíamos después de venir de excavar, antes de cenar, ver series en Movistar+ y acostarnos. Dormíamos durante el día y salíamos a Atapuerca por la noche, como los vampiros, al revés que nuestros congéneres humanos, de quienes nos habíamos aislado por completo.

Cogí una toalla y me sequé, recogí la ropa sucia y mojada del suelo, mis pantalones cortos de Primark, la camiseta de tirantes negra, salí del baño dejando una nube de vapor detrás. Fui a la cocina, abrí la puerta de la lavadora y eché mi ropa de excavar dentro del tambor, aproveché para ir a nuestra habitación y recoger más ropa sucia de Andrea y mía. Helena me vio y se acercó desde el pasillo. La luz débil del techo titiló, con un fulgor fantasmal, sobre ella.

—¿Vas a poner lavadora? —preguntó.

—Sí.

—Espera.

Helena me trajo un fardo de ropa: pantalones cortos con muchos bolsillos color caqui, bragas, un sujetador color escarlata, camisetas y los vaqueros de Sebastián, inconfundibles, marca Armani. ¿Qué hacían allí entre la ropa de Helena? Pero ninguno de nosotros hacía preguntas. Ninguno juzgaba. Eso era lo maravilloso de vivir juntos: el disfrutar de esa resplandeciente libertad.

—Me muero de hambre —dije mientras metía la ropa dentro del bombo de la lavadora. Busqué el detergente.

—Yo también.

—Ahora hago la cena —añadí mientras echaba dos tapones de detergente azulado y blanco Ariel dentro del hueco del cajón que había sacado en la parte superior de la lavadora.

—Yo te ayudo.

—Gracias. —Cerré la puerta de la lavadora. Puse un programa largo. El murmullo de succión del agua de la lavadora, la noche estrellada fuera de la casa, el silencio absoluto, esa calidez preocupada que irradiaba Helena me pusieron de buen humor. Me sentí muy a gusto a su lado después de tantos sobresaltos. Era una chica tímida y callada, delicada, que se preocupaba más por los demás que por ella misma. Al menos aquel affair desgraciado con Germán había terminado. O al menos ella ya no hablaba de él después de la visita de hacía ya casi un mes a Atapuerca de la mujer y los dos hijos de Germán.

—Qué bien cocinas.

—Gracias, Helena. Me gusta hacerlo.

Solo recibía cumplidos por mi cocina, lo cual tenía una parte alegre y otra triste.

Yo hablaba de que quería escribir, pero no escribía ni una línea.

—Si no fuera por ti, comeríamos a base de bolsas de patatas fritas.

—Ja, ja.

Oí a Andrea dar vueltas en nuestra habitación mientras hablaba por teléfono con alguien. Estaba enfadada. Supuse que estaría hablando con su padre, Max. Pero no quise saber nada. Estaba cansada de problemas.

Helena se puso a fregar los platos del desayuno que estaban apilados en el fregadero mientras yo iba a la bodega. La temperatura bajaba dos grados a medida que descendía los escalones de piedra. Cuando llegué a la estancia, olí a mineral. Cogí la cuerda de la luz del techo y tiré de ella. La bodega se iluminó con una luz azulada, fantasmagórica. Al fondo, junto a la pared opuesta, donde estaban colocadas las botellas de vino, se amontonaba la pequeña montaña de sedimento que habíamos sacado de la Gran Dolina. Otra vez la sensación de hacer algo prohibido me sobrevino. Cuando Jesús Sinaloa se enterara de lo que habíamos hecho, nos iba a matar. ¿Pero qué importaba eso frente a la muerte? A veces dábamos demasiada importancia a las cosas porque nos olvidábamos de que íbamos a morir un día. Las cosas no eran tan importantes como nuestra mente nos hacía creer.

Decidí que esta noche nos daríamos un homenaje. Fui a los estantes. Filos curvados donde reposaban las botellas, algunas muy antiguas, cubiertas de polvo. La pasión de Max Rey eran los vinos después de la investigación de la evolución humana. Muchas de las botellas que reposaban en la bodega se las habían regalado a Max políticos, empresarios, amigos, conocidos agradecidos porque había dejado a sus hijos excavar en el yacimiento, fans, famosos. Otras las había comprado él con su sueldo de catedrático de Prehistoria en la Universidad Rovira i Virgili.

Helena y yo hicimos la cena con los restos que encontramos en la nevera y dentro de los armarios: espárragos trigueros, huevos, nata, maicena y un paquete familiar de pan Bimbo. Hice tostadas, saqué la sartén grande mientras Helena cascaba seis huevos en un plato hondo y a continuación los batía con un tenedor, hice los espárragos al vapor, Helena mezcló los huevos con la leche y la maicena, a continuación, yo eché los espárragos. Me dirigí a los fogones de gas, cogí la gran caja de cerillas que siempre estaba colocada junto a la placa grande y blanca levantada, la abrí, extraje una cerilla, la encendí, un olor a fósforo se extendió por la cocina. Helena torció hacia la derecha la manija del fuego más grande, silbó el gas, yo acerqué la cerilla y diminutas llamas azuladas se prendieron. Había que permanecer un minuto con la manija apretada por seguridad.

Luego eché un chorreón de aceite a la sartén y la puse a calentar en el fuego.

—Échale un ojo —dije a Helena.

Dejé a Helena a la cocina para salir de casa y atravesar el porche. Bajé las escaleras hasta el jardín salpicado de naranjos, limoneros, nísperos, manzanos, perales, en la franja de tierra que flanqueaba la valla que nos protegía del exterior había arriates con fresales. Me dio un escalofrío. La noche estaba fría y desapacible. Fui a la huerta. Cogí tomates de la mata que aún estaban tibios por el calor del sol.

Cuando entré, la cocina se me antojó cálida y agradable. Lavé los tomates, que estaban recubiertos de una fina capa de polvo, los corté y los puse en la ensaladera, los aliñé a la andaluza, con aceite, vinagre, ajo picado y un poco de perejil que también había conseguido en la huerta. Saltó la tostadora, saqué del armario una cesta de mimbre y coloqué el pan, puse más tostadas a tostar.

Helena acabó de hacer la tortilla con espárragos trigueros. La dio la vuelta con un plato grande mientras yo abría las dos botellas de Alión. Cogí unas copas. Le pregunté a Helena si quería una copa y ella dijo que no, me serví una generosa ración, bebí mi vino, que me supo delicioso después de todo el miedo y la ansiedad que había pasado excavando, mientras Helena y yo terminábamos de cocinar la cena. Pero nada me había preparado para lo que Helena me iba a contar a continuación.

—Lara, ¿te puedo decir algo? —le tembló la voz.

Yo me puse a la defensiva. Una tensión en el estómago.

—Claro.

Helena dudó, se debatió en una lucha interna. Me dolió verla así.

—¿Tan grave es? —pregunté.

Creía que era algo malo sobre mí. Personalización, una de las múltiples distorsiones cognitivas de la depresión.

Ella asintió. De repente, se puso a llorar, yo abrí el cajón primero del mueble y le alcancé un kleenex.

—Estoy embarazada.

La miré, atónita.

A comienzos del nuevo milenio y una hembra de Homo sapiens se sigue complicando la vida de la misma manera que hace siglos.

No supe qué decir.

—No voy a tenerlo.

—Comprendo —dije.

—¿No me preguntas quién es el padre?

—Eso no me importa, Helena.

Su cara de dolor se volvió hacia mí.

—Es Sebastián.

—Creí que Sebastián era…

«Homosexual», pensé, pero no me pareció delicado decirlo.

—Sí, yo también lo creía. Pero no. Bueno, no sé qué pensar. Eso es lo que menos me importa ahora mismo. Todo es un lío espantoso. No sé cómo ha pasado. Tengo miedo.

—¿Se lo has dicho a él?

—No.

—¿Por qué?

—Porque querría tener al niño. Y es una locura. Con la vida que llevamos…

De repente supe que Helena tenía razón. Sebastián era un hombre galante, caballeroso, decimonónico. Me gustaba mucho. Había algo antiguo y decente en él que no pertenecía a este siglo, que no casaba con el mundo en el que vivíamos. Sebastián era un monje.

—Lo he pensado —dijo Helena atropelladamente, como si tuviera que hablar rápido para decir lo que quería decir—. Hay una clínica en Madrid. Una amiga me ha pasado el contacto. Y tengo el dinero. Son mis ahorros. Pero bueno…

Gruesas lágrimas como manzanas cayeron por sus mejillas. Tras un silencio engorroso, durante el que no supimos qué decir ninguna de las dos, yo la abracé.

—Pero no puedo ir sola. Te anestesian. Y tengo que ir acompañada. Tú tienes casa.

Helena me miró con sus ojos color miel asustados.

—Te acompañaré. No te preocupes.

—Gracias, Lara. No tengo a nadie.

—Todo va a salir bien.

—Te parezco una persona horrible.

—No, en absoluto.

—Piensas que podría tener al niño…

—No, no. Es decisión tuya.

—Eres una sentimental.

—Lo que tú hagas me parecerá bien, Helena. No soy quien…

—¿Y qué haríamos? Lo podríamos criar aquí entre todos.

Por un instante visualicé una imagen de nosotros cuidando del bebé. Yo tenía una tendencia increíble a la ensoñación. Pero sabía que la realidad era más brutal, más complicada. . Estaba cansada de problemas.

—Por favor, no se lo cuentes a Andrea.

—No, no.

—Andrea me odia.

—No te odia. La asustas.

Me sorprendió que dijera eso de Andrea. Yo había notado que Andrea y Helena se llevaban mal, eran como el agua y el aceite, pero Andrea la había invitado a vivir con nosotros en la casa, ¿no?

—Se le pasará. Andrea es cambiante —dije.

Helena y yo nos separamos con una sensación de embarazo, sin mirarnos a los ojos.

 —Sí. Bueno, da igual.

—Sí.

—No se lo cuentes a nadie —me rogó Helena.

Helena, esa chica despreocupada que parecía no haber tenido un problema en su vida, ahora dominada por esa mirada desesperada, por esa expresión acorralada en su cara infantil.

—Tranquila, no se lo diré a nadie.

—Solo puedo confiar en ti.

—No te preocupes.

—Si alguien se enterara, me moriría. Sobre todo, no quiero que se entere Sebastián.

—Sería capaz de proponerte matrimonio.

Helena y yo nos reímos más por quitar hierro al asunto que porque nos hiciera gracia la broma.

—Es un Quijote. ¿Te imaginas?, ¿Sebastián y yo casados?

—Cosas más raras se han visto. Mira yo y Andrea.

—Ah, Andrea tiene suerte de tenerte. —Una pausa dubitativa—. Ana no me caía nada bien.

Esa última frase que dijo Helena me complació tanto, me llenó de un placer tan culpable que me sonrojé. Bajé la cabeza para que ella no se diera cuenta de mi satisfacción. Había tenido unos celos tan inmensos de Ana, quien siempre se había interpuesto entre Andrea y yo, que no pude evitar sentir una sensación de triunfo. Podía amar más a Andrea que una mujer viva, pero no más que una mujer muerta. De alguna forma, la trágica muerte de Ana había magnificado su recuerdo.

La luz amarilla de la cocina, la lámpara de tulipa de seda vainilla, tan incongruente en una cocina como un rinoceronte en un salón, pero así de excéntrico era Max, y él había sido el encargado de decorar su casa, cayó como un chorro de sol sobre nuestras cabezas. Helena se enjugó las lágrimas, apretó su Kleenex muy fuertemente entre los dedos y suspiró.

—Eh, chicas, ¿de qué habláis?

Helena y yo nos sobresaltamos.

Sebastián asomó su cabeza por el quicio de la puerta.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 39

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El secreto más tremendo de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 39

Mientras Luisa y Aduriz registran la habitación de Max Rey en la residencia de estudiantes Gil de Siloé y cogen sus medicamentos, ordenador portátil, documentos y residuos de la papelera, los técnicos de la Científica pasan el luminol por paredes y techos. En el baño, la luz ultravioleta revela manchas de sangre en las paredes y en el lavabo.

En la tele, Andrea y yo vemos en el telediario de Televisión Española la noticia sobre el llamado crimen de la Sima de los Huesos.

—Una fuente de la policía apunta a que el semen que apareció en el cadáver de Miriam Sinaloa pertenece a Max Rey, uno de los directores del proyecto Atapuerca —dice Carlos Franganillo, el presentador.

Andrea se queda en estado de shock. Mira con conmoción embotada la pantalla azul. Yo siento cómo los nervios atenazan mi tripa.

Llaman a la puerta. Yo voy a abrir. Es la policía. Técnicos de la Científica enfundados en monos blancos, con gorros, patucos, con maletines de recolección de pruebas, entran en casa. Los lidera la inspectora Baeza, quien nos pide a Andrea y a mí que salgamos al porche. La obedecemos.

Manu, Sebastián y Helena están trabajando en el laboratorio. Los de la Científica examinan cada rincón de la casa, espolvorean polvos fosforescentes que brillan en la oscuridad, cogen el ordenador de Max y lo cargan en su furgoneta blanca, sacan una caja con papeles y blocs, también se llevan los cuadernos de campaña del padre de Andrea. Cargan bolsas donde han metido ropa y zapatos de Max, incluso se llevan el mono rojo con el que Max solía bajar a la Sima de los Huesos. Aunque hace años que ya no lo hace.

—¿Y sus herramientas? —pregunta la inspectora Baeza a Andrea. Esta la lleva al sótano, donde en un arcón están guardadas la maza, el martillo, el destornillador, un pequeño maletín de cuero marrón con instrumental de dentista, una bolsa de lona roja en la que hay guardadas jeringas y botes llenos de solución consolidante para endurecer los fósiles antes de extraerlos. Los técnicos de la Científica, con sus manos enfundadas en guantes de látex color azul, meten todo en una caja y se lo llevan.

La inspectora Baeza nos hace preguntas y más preguntas a Andrea y a mí en la penumbra desolada del porche. ¿Vimos a Max esa noche en Atapuerca?, ¿había algún coche?, ¿oímos o vimos algo sospechoso?, ¿estamos seguras de que la puerta del Portalón estaba cerrada? Yo tirito en el relente destemplado de la tarde. Andrea da vueltas y vueltas a lo mismo. Niega todo. Pero me doy cuenta de que la inspectora Baeza no le cree. Piensa que está encubriendo a su padre y tiene la certeza de que yo soy su cómplice.

—¿Sabéis los años que os pueden caer por encubrir un asesinato?, ¿y por ser cómplices de asesinato?, ¿os acordáis de Raquel Gago, la policía amiga de Montserrat y Triana en el crimen de León? Le cayeron catorce años.

La angustia me oprime el pecho. Las tarjetas de las cámaras GoPro. ¿Cuánto tardará la policía en averiguar que bajamos a la Sima de los Huesos con cámaras y grabamos todo? La ansiedad me cierra la garganta como una corbata de hierro que se ciñe a mi tráquea. Cuando la inspectora termina de interrogarnos, doy una vuelta por el jardín porque no puedo respirar. Necesito estar unos minutos a solas para tranquilizarme, lejos de las pupilas de hielo de Luisa Baeza. Boqueo en busca de aire. Me mareo y siento un vértigo enfermo. Me tengo que sentar en el césped de la pradera trasera, donde un topo ha hecho emerger un túnel de tierra, destripando el manto de hierba. La ansiedad, esa arena desagradable que araña mi corazón, se ceba en mí.

Dos horas después, cuando ha acabado el registro, la toma de pruebas de la científica, dos agentes de la Policía Judicial de Burgos llegan con dos perros, dos pastores alemanes, y hacen una batida por la casa y el jardín.

Son perros especializados en buscar sangre y otros restos biológicos, como huesos y dientes. Leí un artículo en El Mundo sobre dos de esos perros de la Guardia Civil cuando asesinaron a Laura Luelmo durante las Navidades pasadas. Marley y Athos, dos pastores belgas malinois, habían buscado y encontrado sangre de Laura en la casa de Montoya, su asesino. La sangre, una vez seca, puede ocultarse de muchas maneras, puede limpiarse, pero a ellos no se les escapa. Por lo visto, lo más difícil de su entrenamiento es enseñarles a que marquen la sangre sin tocarla. Para un perro la sangre humana es comida. Lo importante es que el perro encuentre los restos de sangre y se quedé inmóvil.

Las nubes como grandes algodones de azúcar color rosa pasan a cámara rápida por la pantalla del cielo violeta y vainilla. Yo saco un cigarrillo de mi paquete Camel y lo enciendo. Exhalo el humo blanco, que se condensa en la tarde húmeda y fría. Fumo para calmar los nervios. Pero mi corazón late arrítmico y desquiciado. La nicotina me sabe fatal. Pero sigo fumando un cigarro tras otro hasta que me acabo el paquete.

Una hora después, los dos agentes sacan a los perros al jardín. Hacen una batida de cada centímetro de su superficie. Los perros olfatean, ladran, sujetos por correas que dominan los dos policías. Pero no encuentran nada.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 36

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Un viaje alucinante a Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 36

En la comisaría, Luisa se topa con su madre hablando con Aduriz. Se queda en estado de shock. Arde de vergüenza.

—Mamá, ¿qué haces aquí? No puedes estar aquí.

Su madre se pone a llorar y a interpretar su papel de madre amantísima. Luisa mira al techo, agotada, impaciente.

—Hija mía, quiero que nos reconciliemos —dice su madre.

Luisa se tensa muchísimo. No quiere que su madre venga a verla al trabajo. La coge del brazo y la saca de la comisaría. Su madre se resiste y grita que su hija la maltrata.

Risitas y miradas fijas de los subordinados de Luisa.

—No puedes estar aquí, madre —dice Luisa mientras arrastra a su madre por las escaleras que descienden al vestíbulo y a la calle.

De repente, su madre cambia de humor y se vuelve, agresiva, hacia su hija.

—¿Por qué te fuiste a Madrid? Me has dejado sola todos estos años, sin nadie que me cuide.

—Tendrás valor.

—Me abandonaste. Nunca llamabas.

—Ya basta.

—Ni una llamada de teléfono durante todos estos años…

Su madre la mira fija con pupilas de loca. Cambia de tema en un solo segundo.

—¿Qué haces tú en la policía? Tú no pegas aquí. Tú no sirves para policía. ¿A quién quieres engañar, Luisa?, ¿eh?, ¿a quién? Tú no estás a la altura. Inspectora… A mí no me engañas.

Luisa extrae su iPhone de su chaqueta de cuero negro Yves Saint Laurent y llama a un taxi. Cuando llega el vehículo, mete dentro a su madre sin contemplaciones.

—No tienes corazón.

—Son los genes, madre.

—No quieres a nadie.

—Igual que tú.

—Pero ¿qué te he hecho yo, hija?

Luisa cierra la puerta del taxi y da al taxista la dirección de su hermana Mar. Luego se dirige de vuelta a la comisaría. Se queda ansiosa y descompuesta, con un mal cuerpo espantoso. Como un acto reflejo, se lleva las manos al cuello. Todavía tiene la cicatriz de la herida que le hizo su madre cuando la quiso matar.

—Siento lo de mi madre. Es una cruz —le dice Luisa a Aduriz.

—No pasa nada.

—No creas nada de lo que te haya contado mi madre. Es una mentirosa compulsiva. Está en estado maníaco y no se toma su medicación. Delira. Se inventa cosas y es incapaz de ver la realidad. Es bipolar.

Aduriz asiente con un gesto de la cabeza.

—¿Estás bien? —pregunta.

—He estado mejor.

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Un viaje alucinante a Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 35

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Un viaje estremecedor a Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 35

Aduriz lleva en el BMW a Luisa al hotel NH donde se aloja. La inspectora está hecha polvo. Aduriz le dice que no es culpa suya, ella no podía saber nada.

—¿Está muerta? —pregunta Luisa.

Aduriz asiente.

Luisa entierra la cara en sus manos.

—No.

—La vida es tan injusta. ¿Cuántos años tenía?

—Veinticinco.

—¿Qué ha pasado?

—Humberto Toribio había pegado una paliza a su hija. Casi la mata. Su novio le había puesto una bomba en el establo para vengarse de él.

—¿Por qué le había pegado una paliza a su hija?

—La chica había renunciado a una beca de investigación y a su trabajo en Atapuerca para irse a vivir con su novio a Madrid. Su padre no lo pudo soportar. Con todo lo que se había sacrificado por ella… Todos los sueños.

—¿Y cómo sabía ese tipo poner bombas?

—Le habían echado del TEDAX de Madrid. Un pirado.

Luisa se arrastra por el pasillo enmoquetado de azul del NH hasta la habitación 515. Se sitúa frente a la puerta. Extrae la tarjeta de plástico que le posibilita la entrada a su alojamiento. La pasa por el lector con un gesto rápido de la mano. Una lucecita se ilumina con un resplandor verde. Luisa dobla el picaporte y entra en su habitación.

Luisa se ducha, se enjabona, se quita los churretes de polvo y suciedad. Cierra los ojos y vuelve a su infancia, vuelve a buscar la compañía de su hermano Toni.

Dos niños duermen abrazados en su cama en un espacio de amor y protección. Luisa aferra a su hermano Toni. La niña de repente oye un ruido, se sobresalta, se levanta de la cama y arrastra la mesa de la habitación para colocarla contra la puerta como medida de seguridad.

En su habitación de hotel, Luisa Baeza duerme abrazada a un niño. Es Toni, su hermano pequeño. De repente, Luisa se sobresalta: el pomo de su puerta se gira. Se levanta. Arrastra la mesa hacia la puerta y la coloca allí para bloquearla.

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Un viaje estremecedor a Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 34

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El secreto mejor enterrado de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 34

La inspectora Baeza y el subinspector Aduriz interrogan a Max en su despacho del Gil de Siloé. Max se alegra de ver a la inspectora. Le cuenta temas banales, con un aire cálido, como si Luisa fuera una hija para él.

—¿Por qué autorizaste a que pasara esa furgoneta a Atapuerca, Max?

Luisa entrega la autorización especial firmada por Max permitiendo que pasara el vehículo que llevaba un cargamento de cerveza al yacimiento. Max la lee bajo sus gafas.

Max se confiesa avergonzado y dice que no pensaba decirlo.

—Esto es una investigación de asesinato, es algo muy serio, Max, han matado a una chica de dieciséis años.

Max mira al suelo, suspira y por fin confiesa la verdad.

—Humberto Toribio, un albañil de la sierra que trabajó en la construcción de mi casa, me pidió que metiera a su hija en Atapuerca y lo hice. Me debía un favor. Y me llamó para decirme que me regalaba un cargamento de cerveza para celebrarlo con los chicos —dice—. Fue él quien entró.

Max levanta la mano para parar a Luisa con lo que va a decir.

—Lo sé, hice mal. Yo había dejado el alcohol. Vicky murió y yo lo prohibí en Atapuerca. Pero hemos tenido mucha presión este año. Creí que nos merecíamos un respiro.

Max se encoge de hombros como diciendo: «¿Qué quieres que te diga?».

—¿Dónde estuviste esta tarde, Max?

—En mi despacho, como siempre.

—¿Hay testigos?

—No.

—¿Y por la noche?

—Estuve cenando con Rafael en el Aranda.

El asador Aranda en Burgos era donde comía el equipo de Atapuerca cuando tenía algo que celebrar. Pero este año había muy poco que celebrar.

—¿Conocías a Miriam?

—De vista. Era la sobrina de Jesús.

—¿Nada más?

—Nada más.

—¿La viste esa mañana cuando vino a Atapuerca con su clase?

—Sí.

—¿Viste a alguien extraño esa mañana en el yacimiento?, ¿alguien desconocido?

—Siempre hay desconocidos en Atapuerca.

—Tú ya me entiendes, Max.

—No. No vi a nadie.

El BMW azul cobalto de Luisa atraviesa la carretera que lleva de Burgos a Atapuerca. A los quince minutos de salir de la ciudad, emerge la planicie de los campos de cereal. Aduriz se imagina los tigres dientes de sable, los elefantes, los leones y osos gigantes conviviendo en ese hábitat con los homínidos que fueron sus antepasados. Se estremece con una sensación de placer. Sonríe, ausente, mientras el cielo azul hiriente pasa a cámara rápida por la ventanilla. De pronto se siente tan vivo que quiere gritar.

—¿Has comprobado la matrícula? —pregunta Luisa a Aduriz.

—Sí, es de Humberto.

En el asiento trasero del BMW Lucía toma notas. Luisa mira por el retrovisor a su becaria y frunce el ceño.

—No hables, ni opines, ni hagas nada —le dice Luisa a la becaria.

—Ni respires —añade Aduriz mientras guiña un ojo a Lucía.

La chica sonríe y esconde su miedo.

Llegan a la granja mísera y desangelada de Humberto Toribio, que los recibe malhumorado.

—Ahora venís —les abronca Humberto—, hace meses que espero que echéis a esos cabrones okupas de mi casa.

Humberto tiene otro viejo caserón en Ibeas de Juarros, un pueblo al lado del yacimiento, que unos chicos han ocupado.

—¿Qué hiciste el martes 15 de junio? —pregunta Miguel Ángel Aduriz a Humberto.

—Pues en el tajo, currando como siempre.

Lucía se aleja de ellos. Va a curiosear por la parte de atrás de la granja. Abre la puerta del establo. Estalla. Una fuerte deflagración. Polvo, ruido, metralla. Lucía sale volando.

Luisa, la cara blanca por el polvo y una herida en la frente, atiende a Lucía, que se desangra en el suelo. Miguel Ángel llama por el móvil al 112 y pide una ambulancia.

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El secreto mejor enterrado de Atapuerca

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 33

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Un misterio fascinante en Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 33

Andrea resplandeció con una luz misteriosa que me paró los pensamientos. Su cuerpo enflaquecido de chico, su pelo largo, negro, casi azulado, que se rizaba a ratos, sus ojos negros, esa sensación que emanaba Andrea de que era capaz de hacer cualquier cosa. Era fantástico. Me sentí muy feliz. Aunque había una sombra en esa felicidad que aleteaba como la cola de una cometa. La sombra era mi sensación de no ser lo suficientemente buena para ella. Esa zozobra contaminó el momento de júbilo plácido, esa angustia prevaleció y estropeó la mañana.

Yo había conocido a Andrea en Madrid, cuando ella daba una conferencia sobre sus investigaciones paleontológicas en Atapuerca, en la Facultad de Historia de la Complutense, donde yo estudiaba en contra de lo que esperaba de mí mi familia. Al verla por primera vez, sentí una detonación. Sus ojos llenos de vida y fuerza. ¿Qué significaba aquello? Nada. Era una fantasía. Ella era inalcanzable. Yo era una don nadie. Además, yo me sentía demasiado sola y temía otro fracaso después del desastre con Esteban. Aun así, me permití soñar. Sentada en mi banca, en una clase grande, llena de alumnos ávidos de conocer lo que se cocía en Atapuerca, ese Shangri-La de la evolución humana, tuve unas vívidas y fuertes fantasías sexuales con Andrea de protagonista mientras ella hablaba de análisis de dientes, de extracción de ADN mitocondrial de fósiles humanos, del Homo antecessor, del nivel TD6 de la Gran Dolina, de la secuencia temporal de un millón de años de evolución humana que estaba presente en Atapuerca.

—Somos la especie elegida, pero nuestro tiempo de vida en la Tierra no dura más de tres segundos en las veinticuatro horas de la evolución —dijo Andrea. Sus ojos estaban llenos de emoción.

Minutos más tarde, Andrea captó mi atención y dejé de abrazarla y besarla en el escenario de mi mente cuando tocó un tema más espinoso: ¿estaba equivocado el método de datación de los homínidos encontrados en la Sima de los Huesos? Según el profesor del Museo de Ciencias de Londres, Michael Donovan, sí. Donovan había acusado al equipo de Jesús Sinaloa de distorsionar la teoría de la evolución al datar de forma equivocada dichos fósiles humanos. Según el profesor británico, los humanos hallados en la Sima eran preneandertales y no Homo heidelberguensis, como Jesús Sinaloa aseguraba.

—Donovan mantiene que los restos humanos de la sima burgalesa no tienen los 600 000 años de antigüedad que sostenía Sinaloa, sino 400 000 años.

El corazón me latió muy fuerte. Ardí. Yo conocía a Michael Donovan gracias a mi padre, que había sido profesor de Prehistoria en la Universidad de Málaga y amigo de Michael. Quise hablar, pero no me atreví. La temeridad y la vergüenza se aliaron dentro de mí y me perturbaron. En mi interior pugnaban el ansia de brillar y gustar a Andrea y el miedo a su rechazo. Me callé.

Andrea nos contó que Sinaloa y Donovan estaban inmersos en una guerra científica por su divergencia a la hora de interpretar las evidencias.

Yo flameaba en una hoguera de deseo, me quemaban las llamas de la vulnerabilidad. Iba a levantar la mano para hablar cuando Luis Martín, un chico alto y listo, se me adelantó.

—¿Sí? —preguntó Andrea.

—¿Y de qué parte está usted?

Cualquier otro profesor que excavara en Atapuerca se habría escaqueado con esa hipocresía y superioridad moral que tiene la gente que tiene éxito y no quiere perder esa aura bajo ningún concepto, pero Andrea no. Había algo salvaje en ella. Me di cuenta de que no le importaba quedar mal.

—Yo apoyo la hipótesis de Michel Donovan —dijo relajada y tranquila, radió una suave elegancia al pasearse por la tarima de clase—. El hombre de la Sima de los Huesos no tiene más de 400 000 años. Es un neandertal primitivo. Entre él y el Homo antecessor hay hueco para otra especie.

—¿Y cuál es la teoría de Jesús Sinaloa?

—Cree que los fósiles de la Sima de los Huesos son Homo heidelberguensis y tienen una antigüedad de 500 000 años.

—¿Ya nadie cree que puedan tener 600 000 años, como se dijo cuando descubrieron el cráneo número 5?

—No. Esa datación ya está descartada.

Se hizo un silencio expectante, feliz. Los alumnos estábamos imantados por Andrea Rey.

—Hay una realidad absoluta —añadió—. La Sima de los Huesos es el mejor yacimiento de fósiles del mundo. Es un tesoro. Ningún otro ha dado tantos fósiles humanos y tan bien conservados. La temperatura y humedad en el interior de las cuevas han propiciado la preservación excelente de los restos.

Andrea paseó y sonrió para sí como si le divirtiera un chiste privado.

—Y, bueno, tengo una sorpresa.

Pausa.

—Quiero daros la oportunidad de venir a excavar conmigo a Atapuerca y proponeros un reto. ¿Quién quiere participar?

La miré. Me desmayé.

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Un misterio fascinante en Atapuerca.

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