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«El verdadero tercer hombre». Capítulo 2

Queridas lectoras, comparto con vosotras, el segundo capítulo de mi novela «El verdadero tercer hombre» (Ediciones del Viento, 2020) Cuenta la historia de la amistad y viajes de mi padre, Aurelio Verde, con el escritor inglés Graham Greene. Es una carta al padre porque él ya murió. Era el amigo español de Graham Greene.

En 1979, un profesor universitario, un hombre alegre pero marcado por profundos cambios de humor, se convirtió en «el tercer hombre» del escritor Graham Greene. Y esta es la historia que nos narra su hija. Leopoldo Durán, un cura católico amigo de Greene, profesor de inglés en la Universidad Complutense, le propuso una aventura que el padre de la autora no pudo rechazar: viajar con él y con Graham Greene durante los veranos de la década de los 80 por España y Portugal.  El verdadero tercer hombre es una road movie literaria de tres amigos que viajan en un Seat 1430 por una España que está cambiando para siempre. Durante esas escapadas, Greene gesta su novela Monseñor Quijote.  El verdadero tercer hombre cuenta una amistad de tres hombres muy diferentes, que se quieren, se pelean, se ríen, se emborrachan y tiran de carretera y manta durante once años de sus vidas.  Durante los viajes, Graham Greene desgrana mil y una anécdotas, confiesa al profesor la verdadera razón por la que no le habían dado el premio Nobel de Literatura, quién era el amor de su vida y su miedo cerval a morir solo.  Pero Graham Greene y el padre de la autora son dos hombres bipolares: creativos y geniales cuando están de buen humor, oscuros cuando la depresión y la irritación acechan.  Una historia de creación literaria, de vidas como novelas, de novelas como vidas, de viajes, de amistad masculina hasta el final, de familias infelices e hijos que sufren las consecuencias de tener a un padre que padece un trastorno bipolar. Pero El verdadero tercer hombre también es la historia de ese «tercer hombre», un padre a su vez hijo huérfano de una familia que había perdido la guerra, un niño que para salir de pobre tuvo que estudiar en un seminario e inventarse a sí mismo desde cero. Es la historia de una generación en España: la de la postguerra que se hizo a sí misma y que, en la década de los sesenta y setenta, cambió este país para siempre.

Aquí os dejo la reseña que me hizo la periodista Paula Carroto, en «El Confidencial». Muchas gracias Paula.

Mi amigo Bernardo, tomándose un café con el tercer hombre

Capítulo 2

Desde que conoció a Greene mi padre nos atormentó con un montón de anécdotas de esos viajes. Que si fueron a visitar a Mariah Newell a Sintra, “Maraiah” la llamaba mi padre, una antigua amante de Greene, enfermera de la Cruz Roja, a la que conoció en la época de la revolución de los Mau Mau en Kenia, que si Graham escribía sus quinientas al día pasara lo que pasara, que si Graham le llamaba a mi padre El tercer hombre porque era el tercero en discordia, en los viajes de los tres amigos, que si a Graham no le gustaba comer marisco porque lo consideraba una costumbre bárbara y decía que él no se peleaba con la comida, que si Graham se afeitaba con una cuchilla de afeitar porque afeitarse con maquinilla le hacía sentir dependiente de la electricidad y eso no le gustaba un pelo. ¿Qué pasa si te toca afeitarte en medio de la selva? Pues que no tienes luz, ‘Guilermo’, le dijo Graham una vez a Papá. Mi padre dejó de afeitarse con maquinilla.

Mi padre y Graham Greene en la carretera durante un picnic. El escritor siempre con su vasito de vino en la mano, sus gafas prendidas del ojal y su guayabera.

A lo largo de los años, en las sobremesas familiares, mi hermana Marta cada vez que mi padre se ponía a contar batallitas sobre Greene y sus viajes con él, huía despavorida de la mesa para ver en la tele el Euromillón. Yo me quedaba escuchándolo porque la historia me parecía una mina de oro puro. Y, a los quince años, con una ceremonia de velas en la intimidad de mi habitación, ya había hecho los votos para ser escritora. Le había prometido a Dios que no me moriría sin haber escrito la historia sobre Graham Greene y mi padre.

Después del intento suicidio de mi padre en el año 2001 que abrió en canal a mi familia, descubrí que hablar de Graham Greene con Papá tenía en mí un efecto sedante y neutro, que me alejaba de las conversaciones perturbadoras e inquietantes que Papá y yo manteníamos en nuestro piso 15 del Paseo Marítimo que daba al gran faro y al Club Mediterráneo en Málaga, me distanciaba de sus gritos y sus ataques repentinos de ira por cualquier tontería. Me chiflaba hacer preguntas a Papá sobre Greene y a él le encantaba hablar sobre su amistad.

Escuchar historias de Greene era huir del conflicto, una de mis modalidades favoritas a la hora de vivir, que había convertido en un arte en sí mismo. Frente a una copa de Calvados, aunque no deberíamos beber porque aquel verano tanto mi padre como yo estábamos tomando antidepresivos, Motivan, y ansiolíticos, lorazepam, pero ya se sabe cómo somos los depresivos: daríamos los dos brazos por sentirnos mejor, charlábamos sobre Greene y los viajes que habían hecho juntos. Una vía de escape. Lo mismo que Greene decía sobre la literatura.

“Escribir es una forma de terapia. A veces me pregunto cómo se las arreglan los que no escriben, o los que no pintan o componen música, para escapar de la locura, de la melancolía, del terror pánico inherente a la condición humana.”

-¿Sabes por qué no le dieron el Premio Nobel a Greene?-me preguntó mi padre un día mientras, con el dorso de su mano derecha alisaba el mantel rojo sobre la mesa de teca que nos habíamos traído hacía quince años en la mudanza desde Madrid, alineando las migas en una fila irregular que parecían hormigas blancas muertas.

-¿Por qué era católico?-dije yo, insegura y asustada. Nunca sabía qué responder a las preguntas de mi padre que a veces realizaba de forma obsesiva queriendo ejercer su superioridad de profesor y proyectar sobre mí su complejo de inferioridad, lo cual tampoco era muy difícil porque yo era un caldo de cultivo ya abonado.

A mi padre le encantaba tener a un auditorio cautivo. Durante esas charlas de sobremesa me hacía rehén suyo -mi hermana y mi madre huían de la mesa sobre todo si coincidía con que mi padre estaba en estado maniaco, entonces se podía tirar horas y horas hablando sin parar, diciendo paridas y de vez en cuando también contando algo interesante, para irse a ver los Simpson a la tele, ay Bart qué gracioso vestido de smoking, soltaba Mamá- y yo consentía.

-No, mujer no, qué disparate-dijo.

-No lo sé.

-Es un secreto.

-Ah.

-Greene tuvo una aventura con la mujer de un académico sueco. Se fueron una semana a Portugal para estar juntos y vivir su historia de amor. Greene perdió la cabeza por ella. Pero cuando ella volvió a casa, su marido se suicidó. Los colegas suecos de la Academia nunca se lo perdonaron a Greene y le pusieron la cruz. Por esa razón jamás le dieron el premio Nobel.

-¿Te lo contó él?

-Sí, una vez mientras desayunábamos en el Parador de San Marcos. Estábamos los dos solos. El cura no estaba. De repente, Graham me hizo esta revelación.

Mi padre y Greene tomando una copa de ginebra Beefeter en el parador de San Marcos.

Me quedé con el corazón en la boca. Él me dijo que no tenía nada qué ver con ser católico el que no le hubieran dado el Nobel.

Yo ambicionaba, con el corazón ansioso y voraz de los veinte años, contar esa historia de mi padre y Greene en una novela. Pero lo intentaba, una y otra vez, y fracasaba. No salía nada. Quería empezar el primer capítulo narrando ese secreto y luego hablaría de mi padre, una figura enigmática, fantasmagórica, fantasioso, crucial en mi vida, al que yo estaba muy unida. Pero escribía y escribía pero no llegaba a ninguna parte. No sabía que para acabar una novela hay que no saber escribir y aun así escribir, escribir y escribir, desesperarse y aun así empecinarse en terminarla con una voluntad de hierro. Escribir no se acaba nunca.

«El tercer hombre», la mítica película de Carol Reed. En la imagen, Orson Welles.

Una noche me sorprendí viendo una película en la tele cuyo guion era de Greene. Era El tercer hombre. La persecución de Joseph Cotten a Orson Welles por las alcantarillas de la Viena de postguerra me fascinó. Blanco y negro, una

energía de desolación y muerte, el tráfico de penicilina. Un muerto que está vivo. La historia se vinculó a la infancia de Papá. Cuando era pequeño y Papá vivía en Barakaldo un día también tuvo que salir a la calle para conseguir ampicilina como fuera, en el mercado negro, para salvar a su hermano pequeño de tres años, mi tío Jesús, que tenía los pulmones infectados y estaba al borde de la muerte. Papá la consiguió y volvió a casa como un héroe.

La película empieza con la secuencia de un funeral: el de Harry Lime (Welles) que luego resulta que está vivo. Greene le confesó a mi padre que El tercer hombre era el libro con el que había ganado más dinero. La génesis de la obra es bien curiosa: Greene escribió el guion de la película con Korda pero antes quiso escribir la novela, con el objetivo de planificar mejor el guion ya que él no era guionista sino novelista. Pero al final Greene creyó que era mejor el guion que la novela. Incluso le satisfizo más el final cinematográfico que había cambiado. Aun así el libro tuvo un gran éxito y vendió mucho.

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