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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 18

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El increíble misterio de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 18

1 de junio de 2019. Quince días antes del asesinato. Burgos

Me acordé de Ana. Pero la aparté de mi cabeza. Yo era como Rebeca en el nuevo milenio, muerta de celos porque intuía que Andrea, mi novia, seguía enamorada de una mujer muerta que era perfecta. Su ex.

—Pero ¿cómo vamos a hacerlo, Max? —dijo Helena mientras se retiraba el pelo castaño de la frente, en un gesto coqueto, antiguo, de Virgen de Botticelli.

—A plena luz del día. Imposible.

—Por la noche —dijo Max.

—Aun así, se enterarán.

—No.

—Pero ¿estás loco?

—Hay un detalle que a todos se os escapa. No excavaremos desde la Dolina —dijo Max.

Miré a Max. De repente sentí una súbita indiferencia y aversión hacia él, como si fuera un loco que se había puesto a gritarme mientras esperaba el autobús. Le quería lejos, no cerca.

—¡Tú estás fumao, tío! —se partió de risa Andrea. Sus carcajadas resonaron como campanadas. Solo ella, que era su hija, se atrevía a hablar así a Max Rey.

—Excavaremos desde la Galería.

Andrea echó su cabeza hacia atrás, dejando al aire su garganta blanca y sensual. Se desternilló de risa.

—La Galería está cerrada.

—Sí, pero hay un túnel que conecta la Galería con la Dolina.

—No. No lo hay.

¿Se le había ido la olla a Max? Había pasado mucho estrés últimamente. El cáncer lo había acorralado, las sesiones de quimio, el alcohol, los problemas en Atapuerca, el pánico de la perspectiva de la muerte, su divorcio.

—Lo ha hecho Sebastián. Y yo le he ayudado —dijo Manu.

—No… —Boca abierta de Andrea.

—¿Cuándo?

—Este invierno.

Andrea desorbitó los ojos.

—No me lo puedo creer —risa alucinada de Andrea.

Andrea, Helena y yo miramos a Max, sobrecogidos por la sorpresa. Experimenté una tensión en el corazón como si se me hubiera contracturado el ventrículo derecho. Un dolor me perforó el esternón. Boqueé en busca de oxígeno.

De repente, resonó un brusco portazo. Una ráfaga de luz cegadora entró en el despacho en penumbra, cargado por el humo de la pipa de Max. Un grito escalofriante me cortó la respiración. Max puso cara de lánguido pánico como si una serpiente se le hubiera lanzado a la yugular. Mi corazón latió muy deprisa y se me salió de la boca. La sangre batió en mis venas. Oí el grito más horrible y desesperado que había oído en mi vida. Una mujer con las manos rojas, negras ojeras de mapache, ojos fijos de loca —me perturbé al darme cuenta de la desolación que se abismaba en ellos— irrumpió en el despacho de Max.

Andrea humilló la cabeza al ver a la mujer. Sentí un montón de emociones a la vez: placer y miedo, alivio porque esa mujer fuera a romper la cuenta atrás de la decisión que estábamos a punto de tomar.

 —Diga lo que diga. No le hagáis caso.

Alarido de la desconocida.

Me fijé en ella, flash de una imagen, sentí un rechazo visceral hacia su desesperación. Me di cuenta de que llevaba el pelo corto, a trasquilones, como si ella misma se lo hubiera cortado de cualquier manera en casa a tijeretazos, parecía que llevaba puesto un casco de un soldado alemán de la Primera Guerra Mundial, su cara redonda y blanca y cerosa como una luna agónica. La mujer se paró en el umbral luminoso de la puerta y señaló, con el dedo índice, a Max como una bruja medieval.

—Tú mataste a mi hija. Me quitaste a mi pequeña. La utilizaste y luego la asesinaste.

Dios mío. La madre de Ana. La chica que había ascendido de becaria a mano derecha de Jesús Sinaloa en la Sima de Los Huesos. La novia de Andrea.

Nos quedamos petrificados. El ambiente del despacho de Max dejó de ser un refugio reconfortante e intelectual en el que se hablaba de cómo nace la inteligencia humana, de la complejidad del género Homo, de los neandertales y su desaparición, de cómo se adquiere el arte y el simbolismo, de los grandes descubrimientos de la conciencia humana, para convertirse en una cueva cargada de ansiedad. Silencio sobrenatural.

Se me puso un nudo en la garganta. Andrea sudó un dolor frío y pareció a punto de desmayarse con su cara pálida, donde sobresalían unos pómulos afilados como hachas por la preocupación y culpa.

—Y tú lo sabías. —Señaló a Andrea.

—Fue un accidente —balbució Andrea—. Yo también la echo mucho de menos.

—No era vuestra hija, vosotros podéis decir que fue un accidente, pero para mí fue un asesinato. Y la culpa la tuvo este cabrón. Toda esa filosofía que aquí tenéis, todas esas gilipolleces bonitas, ¿qué tenías que enredar con mi hija, Max?

Silencio. ¿Qué se puede decir a eso? Un sufrimiento horrible deformó la cara de Max. Ana era su discípula predilecta. La niña de sus ojos. La recomendó a Jesús Sinaloa para que trabajara en la Sima en una investigación pionera para extraer el ADN más antiguo de un fósil humano, el fémur de una homínida llamada EVA, de hace medio millón de años.

—Mi niña, ¿por qué tuvo que morir? Era tan joven. Solo tenía veinticinco años. Nunca disfrutó de la vida. Hasta que entró en Atapuerca. Estaba tan ilusionada mi pobre. Y ahora está bajo tierra, ahora se pudre en una tumba…

El dolor y la incomodidad me asfixiaron sin dejar ningún espacio libre en mi pecho, como si estuviera sentada sobre el filo de una navaja. La tensión se podía cortar con un escalpelo.

Nos quedamos paralizados como si viviéramos dentro de un cuadro de Goya, de un aquelarre, con una bruja como maestra de ceremonias.

Andrea bajó la cabeza como si esa mujer la hubiera abofeteado en plena cara.

—Yo también siento mucho lo que pasó. Echo de menos a Ana…

Un grito horrible, desgarrador, que me erizó la piel del alma como si a la mujer le estuvieran quemando con un soplete.

—Tú le diste el último empujón, hija de puta.

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El increíble misterio de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 17

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 17

1 de junio de 2019. Quince días antes del asesinato. Burgos

Poco a poco mi sensación de tristeza amaina. Mi estómago se calma, el dolor de cabeza me da una tregua. Mientras me tomo mi té, mi cerebro emana una suave euforia que me hace reconciliarme con el mundo y olvidarme de la agresividad disfrazada de una amplia sonrisa de cordero con la que me mira Max.

Andrea no sabe nada. Solo tengo que acumular tiempo, dejar pasar los días. Al cabo de unas semanas, esa aciaga noche se quemará en la incineradora del olvido como tantas otras noches negras. En esta mañana de junio, la vida se ha creado a mi medida. El mundo está lleno de posibilidades. Esta mañana es el pistoletazo de salida de muchas mañanas, de muchas noches, de muchos días llenos de sentido si consigo zafarme de mi cuerpo dolorido y dejar atrás a los fantasmas del pasado.

Ahora Andrea me acaricia la mano, me roza con su dedo el interior de mi palma. Qué dulce éxtasis, qué descarga de placer y felicidad.

Cruzo los dedos. Aparto a manotazos los pensamientos negativos. Ahuyento los negros augurios de mi mente. Ya no me identifico con la voz de mi dolor.

La canción machacona de anoche vuelve a sonar en mi cabeza: «Jefe, no se queje y ponga otra copita más. No hay como el calor del amor en un bar. La noche ha sido larga y llena de emoción. Pero amanece y apetece estar juntos los dos».

De repente, Andrea me sirve más té de la tetera blanca y hace un mohín triste. Ricardo Díez pasa otra vez por el pasillo y nos escruta con suspicacia. La puerta sigue abierta, pero yo me levanto y la cierro en sus narices, sin importarme lo que piense Ricardo. El rumor de nuestra reunión con Max se extenderá por Atapuerca como un incendio en un piso que recibe, de pronto, el oxígeno de una ventana rota, llamaradas de cotilleo y runrún se propagarán por las doscientas mentes del equipo de la Gran Dolina y la Sima de los Huesos. El solo hecho de ser un grupo de estudiantes escogidos por Max para recibir unas clases privadas al margen del trabajo normal del yacimiento ya suscita todo tipo de resquemores, envidias, críticas, ataques, desprecios y celos. En realidad, ni siquiera son clases. Más bien son debates, conversaciones, divagaciones, confesiones, desahogos ahora que Max ha perdido el poder en la Dolina. Era la forma que tenía Max de vindicarse tras superar su cáncer. Era la manera de tener un cenáculo privado de alumnos pendientes de su experiencia y sabiduría acumuladas desde que llegó a Atapuerca en 1974.

Vivir este verano es lo más emocionante que me ha pasado en toda mi vida. De repente, Andrea me acaricia con más delicadeza. Me aprieta la mano debajo de los cojines. Yo le devuelvo el apretón. Le acaricio la mano, sobrecogida y borracha por la alegría. Mi frente anímico ha cambiado. Aleluya.

—Bueno, no podemos esperar más, empecemos —dice Max mientras enciende su pipa, con su mechero Zippo con la leyenda Homo antecessor en su lomo plateado. Inspira por la boquilla de su pipa. Exhala una vaharada de humo blanco, sedante de tabaco con olor dulzón en el ambiente cargado y caldeado de su despacho.

Me siento como una niña rodeada de sus mejores amigos dentro de una cabaña que hemos construido en el corazón del bosque, aislados del mundo. La conexión con Helena, Sebastián, Andrea se hace más fuerte, un vínculo de amistad que me hormiguea en la nuca y me hace desear estar en este lugar, aquí y ahora.

—Os he reunido aquí porque confío en vosotros. Pero, por favor, no se lo contéis a nadie. No quiero que todo el mundo entre en pánico. Tenemos un problema. Como sabéis, nuestra situación económica es desesperada. La Junta nos retiró la subvención el año pasado y ya estamos pasando todo tipo de penurias económicas este año. No sé ni siquiera si podremos acabar esta campaña de excavación. La dirección del Gil Siloé nos ha amenazado con echarnos porque la Junta ya no paga nuestro alojamiento. No hay dinero ni para pagar la comida cada día en Atapuerca. Lo que significa que quien quiera volver a excavar el año que viene tendrá que pagarse sus gastos. No podremos mantener los laboratorios abiertos más allá de este verano. Y encima a mí Jesús me ha dado la patada. Esto es un Titanic que va a la deriva.

Jesús Sinaloa, con su cara de niño que no ha roto un plato en su vida, el escritor que triunfa y vende libros, el famoso, el hombre amable, el profesor afable y simpático, el favorito de los periodistas, el Homo mediaticus. En comparación, Max parece un zorro cano, peligroso y oscuro, con sus ojos negros y turbios como el petróleo. El chivo expiatorio. El que carga con la culpa y tiene que ser expulsado de Atapuerca por todo lo malo que ha pasado.

Andrea baja la cabeza, abatida. Una cascada de pelo moreno oculta sus facciones.

De repente, la puerta se abre con un golpe brusco que nos sobresalta a todos. Manu saluda y entra. Es un chico delgado, vestido de negro, vaqueros negros y camiseta negra, nariz chata y boca bien formada, aire aniñado, inocente, puro y un pelo muy negro, reluciente, que cubre su cabeza como un casco de obrero. Sebastián le echa una mirada furtiva. Agradece su presencia, pero no se le escapa que Manu apesta a colonia Nenuco y a gel con olor cítrico, tiene ojeras. Un resplandor feliz flota en su cara de efebo. Sin decir nada, Manu se sienta en el suelo con las piernas encogidas y pegadas al pecho junto a Sebastián.

—¿Es definitivo? —pregunta Sebastián. Con su manera racional de afrontar las cosas, siempre quiere saber toda la información antes de dar su opinión.

—Sí, antes de que pasara toda esta movida y me derrocaran, me reuní con el segundo de Salazar. Él ni siquiera se ha dignado a hablar conmigo. Me ha dicho que no tenían dinero, que tenían que recortar, que este año nos cierran el grifo.

—Todos sabemos el porqué —dice Sebastián mientras extrae una cajetilla de Gauloise del bolsillo de su chaqueta negra Armani y saca un cigarro con sus dedos largos y elegantes. Lo enciende con su mechero Zippo, que tiene tallado el cráneo número cinco, Miguelón. Sebastián empezó a excavar en la Sima de los Huesos.

Un silencio incómodo gravita sobre nosotros.

Max lanza una mirada de advertencia a Sebastián. Ese tema es tabú. Y mucho más con Andrea delante.

—Pero lo de Vicky fue un accidente. Estamos todos hechos polvo por lo que pasó, pero fue un accidente —susurra Manu.

—No es culpa nuestra —dice Helena, que normalmente se calla en este tipo de reuniones con Max, como si tuviera miedo de meter la pata delante de él. Lo admira por encima de todas las cosas.

Me doy cuenta de que Andrea se ha puesto rígida. Retira su mano bajo la manta. Noto el vacío como un hambre punzante en mi estómago. Echo de menos su contacto físico. Andrea baja la cabeza. Todo su ser se contrae en un espasmo de dolor. Max la mira y se da cuenta. Es su padre y conoce a su hija, que tanto sufrió de niña. Él también se hace eco de su dolor como si ambos estuvieran unidos por un cordón umbilical invisible, flotando en el mismo líquido amniótico.

—No vamos a hablar de eso ahora. No quiero hablar de problemas, sino de soluciones —dice Max dando por zanjada la discusión.

Hablar de Vicky Salazar es como abrir un tarro purulento lleno de gusanos. Un silencio tenso nos envuelve a todos como un sudario culpable. Yo soy la única que no he conocido a Vicky, drogadicta oficial de Atapuerca. Solo la evocación del nombre de Vicky Salazar, la hija de Ricardo Salazar, el presidente de la Junta de Castilla y León, nos llena de angustia.

En Atapuerca, Vicky se ponía de todo: coca, dexedrinas, éxtasis, ácidos, heroína, hierba y hachís. Hasta la noche de la fiesta en la Dolina en la que alguien le vendió ayahuasca, un potente alucinógeno, a Vicky, esa chica alocada, neurótica, siempre sonriente, siempre triste, proclive a la impulsividad y a los brotes depresivos. La mala suerte fue que la locura y un buen colocón se apoderaron de ella en plena fiesta para celebrar el fin de la campaña de excavación en Atapuerca y se tiró haciendo el salto del ángel desde lo más alto de los andamios que se elevaban hacia el cielo en el yacimiento de la Gran Dolina, con vistas a las montañas violetas de la Sierra de la Demanda.

Murió nada más tocar el suelo. Se rompió el cuello, se aplastó el cráneo. Había más de treinta metros de caída. Max se encerró durante una semana en su habitación para beber y no hablar con nadie y rumiar su depresión tras la muerte de Victoria. De algún modo, se sintió culpable por lo que había pasado. La chica estaba a su cargo.

—Puedo volar —gritó Vicky al aire ruidoso de la noche antes de precipitarse al vacío.

La fiesta bullía abajo, en la explanada antes de llegar a la Dolina, enfrente de la caseta donde se guardaban las herramientas, los suministros, las cervezas, los embutidos para los bocadillos de la pausa del almuerzo. Antes donaban grandes marcas como El Pozo o cervezas Ámbar los botellines y los paquetes de jamón de York, de chorizo y de salchichón para el bocata de las once de la mañana. Pero a raíz de las últimas muertes, de los recientes escándalos, habían dejado de hacerlo. La costumbre de tomar un bocata y una birra a media mañana se suspendió en Atapuerca.

Ricardo Salazar, intoxicado por la ira y el dolor, había culpado a Max Rey de la muerte de su hija en la Gran Dolina. Salazar había acusado a Max de no haber cuidado de su hija, como si Max le hubiera puesto un embudo en la boca a Vicky y la hubiera cebado a ayahuasca como a un pato del que se busca extraer su hígado. Mi madre decía que la responsabilidad individual era un valor a la baja en nuestra sociedad. Por una vez en la vida le daba la razón.

Hubo una investigación policial, pero la conclusión fue muerte accidental. Eso sí, se abrió la caja de pandora sobre el tráfico de drogas en Atapuerca y las orgías que se celebraban en el yacimiento. No hay nada como que muera la hija de alguien poderoso para que se ponga todo patas arriba.

—¿Y la Fundación Botín?, ¿no pueden ellos aflojar la pasta? —pregunta Sebastián, que está pálido como si se hubiera tragado una tonelada de tizas. No le había visto en la fiesta de la noche anterior. Pero eso no era raro porque Sebastián prefería quedarse en su habitación monacal oyendo a Wagner mientras veía Nosferatu en su ordenador. Pasaba de las vocingleras y ruidosas fiestas en nuestra residencia de estudiantes. Algazara de la plebe. Circos vulgares. Charangas ordinarias.

—Es mucha pasta —dice Max con tono tranquilo mientras fuma su pipa. Es demasiado elegante como para echarnos en cara lo que cuesta mantener Atapuerca en funcionamiento. Sin embargo, hay un subtexto de reproche velado en las palabras de Max que yo capto. Nosotros vivíamos a espaldas de la realidad del esfuerzo económico que suponía alimentar al monstruo. Olvidábamos lo caro que era sostener a un equipo de más de doscientas personas una vez que la Junta nos había retirado su ayuda. Pero Max Rey nunca hablaba de temas de dinero ni se quejaba de los problemas económicos ni de la urgencia de buscar financiación todos los veranos. No era su estilo.

—Están los problemas de los escapes de gas. Si perforamos en el lugar equivocado, podíamos acabar muertos todos —dice Manu.

 —Lo de los escapes de gas es un mito —corta Max. La mirada altiva sonríe, fría.

Nadie se atreve a contradecir a Max. Pero todos sabemos la verdad: esa es la razón por la que Norberto Seseña, el nuevo director de la Dolina, no quiere hacer un sondeo al TD6 durante la campaña del 2019. Norberto decía que no quería que un muerto más se le apareciese al cabo de los años en sus peores pesadillas. Pero había otras razones de peso. Norberto era un miedoso. Llegar de nuevo al TD6 era un plan de Max porque estaba desquiciado por las críticas de su antiguo mentor, Antonio Castro, el catedrático de Prehistoria que lo llevó a Atapuerca en los 70, que le había reprochado públicamente el que hubiera dicho que el Homo antecessor era una nueva especie humana. Para Castro no lo era. Max quería tapar la boca a su mentor. Y para eso necesitaba nuevos esqueletos del Homo antecessor que demostraran sus diferencias anatómicas de nueva especie, esqueletos que estaban en el TD6. Ahora se excavaba en el nivel TD9 en la Gran Dolina. Faltaban más de cuatro años para volver a llegar al TD6.

Dos años antes, Max era el mentor de Norberto, pero ahora se había convertido para él en el padre al que había que matar. Además, Norberto tenía un plan secreto junto con Sinaloa: pedir financiación a las universidades privadas de Madrid y organizar un máster en Atapuerca que costaría un riñón. Un plan que a Max —uno de los pocos materialistas marxistas que quedaban en España— le olía a cuerno quemado.

—Vete en paz, que yo me voy en paz —le había dicho Norberto cuando le arrebató a Max la dirección de la Dolina.

 Que Max dejara el poder era el requisito que había puesto Ricardo Salazar, presidente de la Junta de Castilla y León, para volver a financiar Atapuerca en la campaña del año que viene. Max se había marchado sin comandar la cofradía del santo reproche.

Pero Max Rey no se había ido en paz, se había ido a la guerra. Una guerra secreta. Había conseguido congregar a un grupo selecto de fieles —entre los que yo me encontraba por puro azar— y había larvado su estrategia secreta: volver a excavar en el nivel TD6, ese tubo de seis metros cuadrados de la Gran Dolina, esta vez a escondidas, por la noche.

Sebastián mira con censura a Manu. No quiere que su mejor amigo plantee semejante problema a su adorado Max.

Miro a Manu con una ira fingida, secretamente aliviada de que hubiera puesto una excusa plausible para evitar la misión suicida de excavar por la noche para encontrar restos fósiles de Homo antecessor y apuntalar la teoría de Max de que realmente había descubierto una nueva especie.

Tengo sentimientos encontrados, sensaciones contradictorias. Por una parte, me emociona ayudar a Andrea en esa tarea que tanto significa para ella, se lo he prometido tras una noche de amor, narcotizada por la dulce morfina del orgasmo y la exaltación romántica con ella en mis brazos. Con mi cerebro saturado de oxitocina y serotonina y endorfinas, habría matado a alguien si me lo hubiera pedido. Pero en la resaca cruda de la luz blanca de la realidad, el miedo me devora, el pánico me araña la garganta. No quiero morir. ¿Por qué coño tengo que hacer esto? Me siento atrapada en el dominio agobiante de Max Rey, un vampiro que absorbe la energía de los que están a su alrededor. Lo más curioso es que las personas que formábamos su grupito de elegidos le entregábamos nuestro esfuerzo, energía, trabajo, tiempo de forma voluntaria. Experimentabas en su presencia una rendición, una laxitud de tu voluntad que ponías a su disposición. Sentías una necesidad de gustarle, una decisión súbita de decir que sí a todos los planes locos que proponía para complacerle porque su entusiasmo era contagioso y porque su carisma era definitivo.

Fuera el mundo era más feo y gris y deprimente de lo que era dentro de esa comunidad monástica y cerrada que era Atapuerca, un yacimiento que funcionaba como una abadía kamikaze dirigida por el ego insatisfecho de Max, el padre abad, el ego elefantiásico de Jesús Sinaloa, el segundo padre abad, y la tranquilidad y normalidad de Rafael Espejo, el tercer padre abad.

Yo no voy a morir por él. Pero finjo que quiero excavar por la noche, a espaldas de todos, delante de Andrea. Me reservo mi miedo, aunque mi racionalidad me grite a gritos que soy joven para morir. Tengo veinte años. Ni siquiera soy del equipo. Soy una estudiante de la carrera de Historia en la Universidad Complutense de Madrid que ha tenido la suerte de ganar un concurso propuesto por Andrea con un trabajo de investigación sobre la mala datación y peor clasificación en lo que a la especie humana se refiere que Jesús Sinaloa había hecho de los restos fósiles que había encontrado desde 1992 en la Sima de Atapuerca.

Seis meses después, me quería quedar en el yacimiento porque me había enamorado de Andrea y vivía una historia de amor que tenía la caducidad de un verano. Y el verano todavía no había acabado.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 13

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 13

Dos días después, el coche azul BMW cobalto que conduce la inspectora Luisa Baeza cruza la Nacional. El subinspector Aduriz va sentado en el asiento del copiloto. Piensa en su hijo, que pronto va a nacer. ¿Será un buen padre? Solo quiere ser un padre al que su hijo no tenga miedo, al contrario de lo que le pasa a él con su padre. Ahora sabe que se hizo policía solo para joder a su padre. No tiene vocación. Ver cadáveres en la mesa de autopsias le descompone. Jamás ha disparado su arma y tener que dispararla le da pavor. Examinar fotografías de cuerpos mutilados, heridos, acuchillados, destrozados de forma violenta, le pone malo. Estudió la oposición para subinspector impulsado por la necesidad de demostrar al mundo que podía hacerlo, impelido por el miedo a fracasar, azuzado por la obligación de decir: «Yo valgo». La alegría de aprobar la oposición le duró menos de una semana.

Sin embargo, Aduriz sabe que su vida está a punto de cambiar por el nacimiento de Iván. La vida te puede cambiar en un solo segundo. A él le va a cambiar. Su hijo y su mujer le importan mucho más que su trabajo. Se esforzará en ser un buen padre. Sin embargo, le acosan las preocupaciones: que el niño no nazca sano y los condene a su mujer y a él a una vida de sufrimiento, que el niño muera dentro de la madre antes de nacer, que Ángela tenga un aborto y pierdan al niño. Tantas cosas pueden ir mal durante un embarazo. Tantas cosas pueden ir mal en una vida. Se acuerda de los padres de Miriam y siente un arrebato de compasión y, a la vez, de alivio por no estar en su pellejo.

Aduriz respira hondo y se obliga a dejar de pensar de esa forma oscura y entrópica.

Yo nado en la piscina bajo el cielo azul caramelo de junio. Me llega la fragante brisa fresca cargada del olor de los naranjos. Se levanta un sol amarillo como un melocotón que calienta la tierra. De repente, oigo el sonido del telefonillo. Me da un vuelco al corazón. Salgo del agua, me pongo la camiseta, siento los pezones inhiestos por el frío que marcan la camiseta y corro al porche a buscar un bañador de Sebastián o Manu. Siempre los dejan secando en la baranda.

Descalza, ando con pasos ligeros por el camino de piedras flanqueado de aligustres y cipreses que lleva hasta la reja de la puerta. La hiedra recorre en zigzag la pared blanca trasera de la casa.

Abro la puerta a una policía a la que no conozco. Va acompañada por ese policía tan guapo, Aduriz.

—Buenos días.

—Buenos días. Soy la inspectora Luisa Baeza. ¿Puedo hacerles unas preguntas a usted y a Andrea? —pregunta Luisa mientras espera frente a la puerta a que yo le dé permiso para entrar.

Fuera está aparcado el Land Rover de Max, el Halcón Milenario.

—Claro. Pasen —digo mientras me aparto dejando el camino libre. Exagero mi buena educación. Quiero caerles bien. Quiero demostrarles que no tengo nada que ver con este crimen. Quiero convencerlos de que soy inofensiva.

—Disculpe que la molestemos tan temprano —dice Aduriz.

—No pasa nada. Por favor. Pasen.

La inspectora Baeza lleva un maletín negro en su mano derecha. Tiene el pelo moreno recogido en una cola de caballo. Sus ojos negros me perforan con inteligencia. Aparto la mirada con un gesto que pretende ser timidez. Viste un traje pantalón con chaqueta gris marengo. Irradia un aire profesional, respetuoso y severo. Camina con zapatos negros muy brillantes de suela baja.

Me sorprende la belleza de Aduriz. Su pelo muy corto, su nariz romana, sus ojos azules. Me recuerda a un Paul Newman joven sin rizos, más moreno, con el pelo más corto. Se asemeja a un Apolo que destella bajo el sol. El mismo hoyuelo le marca la barbilla. El subinspector se mueve como un felino, impulsado por una actitud serena.

Los acompaño hasta el porche. Subimos los cuatros escalones que conducen a la puerta de entrada. Entramos en la cocina.

Lo primero que siente Luisa Baeza al entrar en la casa y contemplar las grandes estancias, los altos techos, es corrosiva envidia. Ella se crio en una casucha rodeada de fealdad y miseria. Ahora, para compensar, le domina una pasión inmobiliaria que quiere vengar su difícil infancia. Admira el buen gusto de Max Rey. Tiene celos del dinero que el codirector de Atapuerca ha invertido en decorar su casa con sumo cuidado, con cultivado instinto. Envidia su elegancia, su perspicacia astuta para comprar un escritorio Luis XV, un cuadro gigante de San Bartolomé que, junto con un gran espejo biselado con marco dorado, presiden la pared del salón. Luisa también se fija en la gran mesa alargada de caoba, en el sillón Chester del rincón, en la chimenea del siglo xix en la pared que da al porche, en la gran goleta en miniatura en la que se reproducen los velámenes, los altos mástiles de una goleta británica real, colocada sobre el poyete de mármol de la chimenea. Se recrea en las dos sedas chinas negras y grises enmarcadas que están en la única pared libre del salón, unas sedas imponentes. En una de ellas, un músico toca un piano delante de su señor, acompañado de cortesanos, en la otra, unas grullas zancudas se encuentran semisumergidas en una laguna plácida donde sobresalen los juncos y flotan nenúfares. También captan la atención de Luisa los dibujos a carboncillo de cráneos de los omnipresentes Homo antecessors decorando los huecos libres que quedan en las paredes. En el rincón izquierdo del fondo del salón reposa un sillón orejero de cuero negro con una lámpara alta lacada en color cereza. Sobre las mesas hay colocados cuencos art déco, jarrones y búcaros con rosas del jardín que exhalan un olor dulzón. Un aroma decadente impregna toda la estancia.

Luisa baja su vista y siente pisar las hermosas alfombras persas adornadas con motivos florales color burdeos sobre un fondo negro que tapizan los suelos entarimados del salón. Sillas y muebles victorianos.

Una luz dorada y quieta penetra por la ventana y revela el esplendor antiguo y refinado del salón. Max ha invertido sus ahorros en esa casa, pero no ha sabido disfrutarla. Su hija sí. Aún recuerda su infantil y loco intento de adoptarla. Cuánto deseaba ser hija de Max Rey en vez de hija de sus padres.

Voy a buscar a Andrea. Duerme a pierna suelta sobre la cama, estirada como una gata tranquila. Le toco el brazo y la meneo.

—Andrea, levanta.

—¿Qué?

—Está aquí la policía.

—Yaaaa. —Todo su ser protesta por tener que levantarse. Se incorpora, con el pelo como una maraña de zarzas revuelta y crespa. Se pone unos vaqueros y una camiseta negra. Yo aprovecho también para ponerme mis Levi’s 501 con una camiseta blanca que tiene impreso un fragmento de la partitura de las Variaciones Goldberg de Bach.

Una cortina blanca, con un mandarino pintado en ella, aletea en la puerta de la habitación de Andrea. Las mandarinas destellan bajo la tibia luz de la mañana. Andrea cojea hacia el salón. Parece una perra apaleada. Oscuras ojeras de cansancio y tensión marcan su rostro. Yo voy detrás.

Lo primero que piensa la inspectora Baeza es: «¿Cómo le han dejado construir esta casa aquí, en medio de la sierra, a Max Rey?».

Aunque Luisa lo sabe, por supuesto. Max le ha pedido el favor a la persona adecuada, a un político dispuesto a ayudar a cambio de alguna prebenda.

He ensayado en mi cabeza lo que voy a decirle a la policía, diez mil variantes, a cada cual más desquiciada, diez mil repeticiones en bucle representadas en el escenario aturdido de mi mente, diez mil diálogos mal hilados que buscan no dar la impresión de que estoy a la defensiva, de que oculto algo. No, no vimos nada. A ningún sospechoso. No, no era raro que excaváramos a esa hora. No, no me llevé el móvil. No conocía a Miriam. No hablar de las GoPro ni de las imágenes que grabamos.

Le había pedido a Andrea que llevara la iniciativa durante el interrogatorio de la policía. Ella había accedido.

—¿Quieren un café, un té? —ofrezco como si su visita fuera de cortesía.

—No, gracias —contesta Aduriz.

Luisa Baeza levanta la vista y reconoce a Andrea, la niña que tenía que haber sido ella. Se quedan en silencio mirándose la una a la otra. El tiempo se suspende. Una corriente de consciencia, de recuerdos, de pesadillas, de horas dolidas y baldías, fluye entre ambas.

Andrea y yo nos sentamos como dos alumnas modestas y púberes frente a la mesa de caoba donde nos esperan la inspectora Baeza y el subinspector Aduriz.

—Buenos días.

—Buenos días.

—¿Quién tiene las llaves de Portalón? —pregunta la inspectora Baeza. Aduriz toma notas en una libreta de tapas negras.

 —Solo Max, Jesús y Rafael Espejo. Y Antonio López, la mano derecha de Jesús, creo. Y yo —contesta Andrea.

—¿Y cómo tenías tú una copia de la llave?

—Me hizo una copia Rafael Espejo.

Andrea protege a su padre. Miente. Sé que la copia de las llaves se la hizo Max.

—¿Y tú hiciste más copias?

—No.

—¿Cómo llegasteis a Atapuerca?

—En el Land Rover de Max.

—¿Quién conducía?

—Yo.

—¿Por dónde entrasteis al yacimiento?

—Por la puerta principal.

—El vigilante no os vio.

—Ese nunca ve nada —dice Andrea después de soltar un bufido.

—¿Cómo entrasteis?

—Yo tenía la llave de la entrada principal.

—¿A qué hora entrasteis en Cueva Mayor?

—A las doce de la noche. Lo sé porque estoy tomando antibióticos. Me tocaba la dosis. Y miré el reloj.

—¿Os llevasteis los móviles?

—No.

—¿Por qué? —pregunta la inspectora Baeza.

—Cuando excavo quiero estar tranquila y en paz. No quiero que nadie me incordie.

 —¿Conocías a la víctima?

—Sí. De vista.

—¿Qué relación tenías con ella?

—Ninguna. La había visto alguna vez en alguna fiesta de fin de campaña.

—¿Y tú, Lara?

—No la conocía.

—¿Qué hicisteis la tarde y la noche del martes antes de ir a Atapuerca?

—Estuvimos en casa juntas leyendo, viendo la tele.

—¿Algún testigo?

—Manu y Helena.

Recuerdo que el martes Sebastián estuvo en el Gil de Siloé trabajando con Max.

—¿Excaváis fuera del horario de trabajo?

—Sí. Estoy trabajando en mi tesis. Me gusta excavar a solas.

—¿Sueles hacerlo a esa hora?

—A veces.

—¿Por qué?

—Es una hora muy tranquila —dice Andrea.

—¿Jesús Sinaloa te da permiso?

—Yo no necesito permiso de Jesús para excavar en la Sima de los Huesos.

—¿Visteis a alguien en Atapuerca?

—No.

—¿Os fijasteis en algún coche?

—No vimos a nadie.

—¿Había huellas de neumáticos a la entrada de Portalón?

Recuerdo la cuesta embarrada con mucha pendiente. No había marcas de ningún coche.

—No —contesto. Mantengo las manos debajo de la mesa porque me tiemblan mucho. Los nervios me ahogan. Sin embargo, finjo que estoy muy tranquila. Miro a los ojos a la inspectora para aparentar seguridad en mí misma.

—Hemos encontrado ADN tuyo en el cuerpo de la víctima —dice la inspectora Baeza a Andrea.

—Me acerqué a Miriam y la toqué.

—¿Por qué?

—Quería saber si estaba viva.

—Siendo científica, ¿no sabes que no hay que tocar a la víctima?

—Solo quería saber si vivía y podía ayudarla.

—¿Tenéis las mazas y martillos con los que trabajáis?

—Sí.

—¿Podéis enseñárnoslos?

Andrea asiente, agotada.

 Nos levantamos y fuimos al garaje, donde dejábamos colgados en los percheros nuestros monos y mochilas manchados de arcilla y sedimento. Cogí una de las mochilas azules, desabroché los correajes y enseñé su contenido a la inspectora Baeza, que extrajo dos guantes de látex color blanco de su maletín negro y cogió las mazas, los destornilladores, los martillos con los que excavábamos en nuestras cuadrículas de sedimento y metió las herramientas en unas bolsas para guardar pruebas.

—¿Somos sospechosas? —preguntó Andrea—. ¿Tengo que llamar a mi abogado?

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Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 14

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El crimen más escalofriante de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 14

No vi entrar a Sebastián en el salón. Luisa se fijó en él antes que yo. Algo en su interior se animó, como si de repente se encendiera una llama dentro de ella, como si alguien hubiera encendido la luz bajo su piel. Me di cuenta de que había habido algo entre ellos por la manera en la que la inspectora Baeza le acarició con la mirada. Ella, que era cortante como el hielo, se suavizó.

—Hola, ¿cómo estás? —preguntó Sebastián.

—He estado mejor. ¿Y tú?

—También.

—Me alegro de verte, Sebastián.

 Sebastián estaba hecho un dandi. Vestía un traje negro de Armani sin una arruga, llevaba una camisa blanca también de Armani pulcramente planchada. Se acababa de duchar. Exhalaba un perfume cítrico que le hacía muy atractivo. Tenía el pelo oscuro, aún mojado de agua, peinado hacia atrás.

—¿Quieres un té verde? Iba a hacer ahora mismo. Es orgánico y detox —preguntó Sebastián.

—Sí, gracias —dijo Luisa, que hizo un esfuerzo ímprobo por no dejar traslucir ninguna emoción en su cara.

—Muy amable.

Aduriz se sintió un paleto al lado de Sebastián, quien le cayó fatal al instante. Le azuzó un rencor de clase. También se había dado cuenta del efecto que Sebastián causaba en Luisa. Le azotó una oleada de celos negros. Le acosó una sensación lacerante de humillación. No se había dirigido a él.

Sebastián abrió la caja verde Twinings, cogió un puñado de hebras negras y las echó en una tetera japonesa de hierro fundido color negro. Puso un cazo con agua a calentar.

—¿Y usted?

—Nada, gracias.

—¿Nos vienes a detener, Luisa? —preguntó con una sonrisa torcida.

—¿Tendría que hacerlo?

Sebastián sonrió y el sol salió en la habitación.

A Luisa le vino de golpe a la memoria al oler su olor cítrico intenso aquel verano cuando él, por orden de Max, se hizo cargo de ella, una niña de diez años destrozada tras el secuestro de su hermano. Sebastián le enseñó a excavar a la Dolina, le prestó libros de Prehistoria, le habló de evolución humana, de datación de fósiles, de geología, de huesos, de cráneos, de especies de homínidos, la llevó al Gil de Siloé y la invitó a comer en la cantina, la invitó al laboratorio y le puso a mirar por el microscopio electrónico los fósiles que habían desenterrado —después de inyectarles una solución consolidante con una jeringuilla y esperar veinticuatro horas— por la mañana en la Gran Dolina.

Sebastián le explicó que los cortes de los rellenos tenían más de veinte metros de altura en la Gran Dolina. Por esa razón habían levantado el andamio desde la base hasta lo más alto. También le contó que la cueva esta partida en dos, la cavidad continuaba al otro lado de la Trinchera, en el yacimiento del Penal. Alguna noche Sebastián también la llevó en su coche a Los Geranios cuando Luisa caía rendida de sueño tras una tarde infinita y maravillosa pasada con Max y él charlando, desafiando teorías científicas dominantes como la que aseguraba que en Europa no había fósiles de homínidos más antiguos de 500 000 años.

Sebastián le había salvado la vida. Ella lo miró y sonrió. Él la miró y sonrió.

—¿Con azúcar?

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El crimen más terrible de Atapuerca.

«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 12

Sinopsis

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en las mejores novelas negras.

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 12

Mientras me preparo mi segundo café de la mañana en la cafetera italiana de Max bajo un fuego de llamas azules que zumba en el silencio mineral de la casa, mi mente me tortura. Mis pensamientos me hacen sufrir. Hay una voz que no para de hablar dentro de mi cabeza, no para de anticipar catástrofes: el interrogatorio de la policía sale mal, yo detenida, yo condenada por el asesinato de Miriam, yo pudriéndome en la cárcel. El corazón me late vertiginoso y desquiciado. El miedo me aprieta la garganta con su mano de hierro.

Después de servirme el café en una gran taza blanca con el cráneo del antecessor pintado en ella en color rojo, salgo otra vez al jardín. Me concentro en mirar los árboles. La naturaleza me calma. Borra los pensamientos negativos de mi cabeza. Es fuente de alivio y paz.

«No pienses», me digo a mí misma mientras camino sobre el césped con los pies descalzos, con mi taza de café en la mano. Me la bebo a pequeños sorbos.

Busco las fuerzas para entrar en la piscina, recinto vallado, parte que no cubre muy poco honda, llorones lánguidos que han llenado de hojas alargadas verde pálido la superficie turquesa. Max tenía pánico de que su hija Andrea se ahogase en esa piscina. La vida ya le había dado suficientes zarpazos de dolor como para dar por hecho que a quienes quería estaban a salvo.

Me desnudo. Me quito la camiseta azul marino grande de mi padre con el escudo de la Universidad de Málaga impreso, donde él enseña Historia. Me despojo de las bragas.

Me meto en el agua. Está muy fría. No es de extrañar porque nuestra casa está enclavada en el corazón de la sierra de Atapuerca. Rodeada de montañas cárdenas, de lomas color verde oliva salpicadas de encinas y rocas, de matorral bajo. Inviernos duros, veranos frescos. Un lugar fuera del mundo.

Nado a buen ritmo buscando acallar la voz de mi cabeza que me dice que todo va a salir mal. Al principio, al sumergir mi cabeza bajo el agua, la sangre se me hiela, pero me obligo a mover los brazos y piernas, a dar brazadas y mover mis pies como palas de un patín acuático. Quiero vivir. Ver a Miriam muerta me ha hecho valorar mi vida.

Cinco horas después, en la comisaría de la Policía Judicial de Burgos, Unidad de Homicidios, el subinspector Miguel Ángel Aduriz calienta su túper con marmitako y verduras dentro del microondas común.

En la mesa, otros agentes comen sándwiches, bocatas, paninis, fajitas, burritos precocinados y hamburguesas. Miguel Ángel es el único que se ha traído comida casera de casa. Se lo ha cocinado su mujer, Ángela, que está embarazada de su primer hijo.

—Míralo, qué gourmet, primero y segundo y postre. Qué envidia —dice Roberto, agente de la Policía Judicial.

—No solo de Ruffles y Mars de la máquina vive el hombre —responde Miguel Ángel, que saca el túper del micro y se sienta a la mesa con los demás.

Aduriz es insultantemente guapo. Emana una luz radiante que hace que muchos se sientan atraídos hacia él como polillas a la luz y que otros lo envidien. Top model, le llaman algunos, maricón otros. Las mujeres lo adoran porque es un hombre que no está pagado de sí mismo. Es un chico dulce e inocente.

—¿Has conocido a tu nueva jefa? —pregunta Sanchís, policía judicial.

—No, aún no —responde Aduriz.

—Pues no tengas prisa. Por lo visto, es una zorra del quince.

—¿Por qué se fue de Madrid? Allí Baeza era Dios —pregunta Miguel Ángel.

—No se lo cuentes a nadie. La echaron. Cuatro sanciones disciplinarias. Disparó contra un pederasta acusado de secuestrar y abusar de niños. Lo mató.

—Un cabrón menos —dice Roberto.

—Y eso no es todo, Luisa también pegó a un detenido esposado. Pero también porque nadie la aguantaba allí. Y porque se tiraba a su jefe —añade Roberto.

—Si te crees todas las historias que cuentan de ella, es mala, malísima. No oigo más que barbaridades. Nadie quiere trabajar con ella —dice Miguel Ángel.

—Se come a los cachorros como tú crudos para desayunar —apunta Sanchís.

Sanchís y él podrían ser enemigos, aunque nunca se hayan peleado. Aduriz nota su profunda aversión hacia él. También percibe el odio que le tiene Sanchís solo porque es feliz. Y en la Policía Judicial, si te ven feliz, te rajan.

—Uuuuuuh, qué miedo —dice Miguel Ángel.

—Deberías. ¿Sabes que ya le ha pedido a Ruscalleda no trabajar contigo? —dice Roberto.

Ruscalleda es el comisario jefe. Aduriz acaba de aprobar la oposición de subinspector. Es un recién llegado a la unidad. Se come mucho la cabeza porque tiene miedo de no estar a la altura del trabajo.

—¿Por qué? —se alarma Miguel Ángel.

—Demasiado fucking loser para ella —dice Sanchís y se ríe con una risa amarga.

—He oído que fue ella la que resolvió el caso del asesino de la radial —dice Aduriz mientras mastica un trozo de bonito y escacha un patata cocida y cremosa contra la superficie de su túper. Los pimientos y la cebolla cortada humean. El marmitako de Ángela está delicioso. Qué suerte tiene.

—Pero mataron a su compañero por su culpa. Se adelantó a por el asesino, no pidió refuerzos y, al llegar a la nave donde estaba, el cabrón se lio a tiros.

—Sí. Por lo visto Baeza tiene el gatillo fácil —dice Roberto, que mastica un triste bocadillo de mortadela. Mira con celos negros el marmitako que se come Aduriz. Desde que su mujer lo ha echado de casa y le ha dicho que ya no le quiere, llueven piedras, y no solo en la comida, en su vida.

—Esa tía es una puta loca que pone en peligro a la gente porque la gente le importa una mierda —estalla Sanchís—. Aunque me la follaría. Está buena.

—Si te gustan las que tienen dientes en el coño… Yo ya tengo bastante con mi exmujer —dice Roberto.

Aduriz teme que Roberto se ponga a llorar y a quejarse como una plañidera de su exmujer, que le ha echado de casa, que no le deja ver a los niños, que es una zorra, que liga por Tinder, que sale con un francés jeta que le está sacando la pasta. El subinspector sabe que en el futuro Roberto no soportará que él haya sido testigo de su debilidad y se vengará.

—Es inteligentísima —dice de repente Rafael, un policía tímido al que hay que arrancarle las palabras con alicates.

Aduriz lo respeta. Le da la sensación de que Rafael es el único policía que piensa en el departamento y no irradia hostilidad hacia él. Además, Rafael le reconoce su conocimiento sobre informática y el Internet oculto.

—Si me van a pegar un tiro, me va a dar igual lo inteligente que sea esa tía. Yo no quiero trabajar con ella. Nadie la quiere. No tiene amigos. Esa va a su aire. Es una psicópata. Yo no trabajaba con ella ni jarto de whisky —dice Sanchís mientras abre su tercio de cerveza Ámbar. No está permitido beber alcohol en la comisaría. Pero él se pasa la normativa por el arco del triunfo. Le pega un buen trago a su Ámbar y amusga sus pequeños y mezquinos ojos antes de decirle a Aduriz—: No te envidio nada, macho. No me gustaría estar en tu pellejo.

«Ni yo en el tuyo», piensa Aduriz.

Los comentarios sobre Luisa se solapan unos con otros y atraen la atención de los policías que comen sentados en la mesa de enfrente en la zona común.

Fuera de la comisaría, una capa de nubes negras se adensa. Tras la ventana empieza a llover. Miguel Ángel Aduriz siente una aceleración en la sangre. Experimenta una alegría y un fuerte dolor. Arde en una impaciente excitación por conocer a la inspectora Luisa Baeza.

Bonilla, un agente mayor con pinta de bebedor, barriga abultada, cara abotargada y nariz roja, que bebe whisky de una pequeña petaca y pica de un paquete de Lay’s color rojo que acaba de sacar de la máquina, interviene de repente:

—Conozco a Luisa Baeza desde que era una cría que se comía los mocos. Vivía en el bar Los Geranios, a la entrada de Atapuerca, su madre estaba loca perdida, maltrató a sus hijos. Luisa siempre estuvo prendada de Max Rey, que estuvo a punto de adoptarla. Era una cría listísima. Siempre quiso largarse de aquí. Era valiente. Siempre tuvo ambición y quiso salir de ese agujero, de ese maldito bucle de miseria y locura en el que la metió su madre, a ella y a sus hermanos. A Toni, su hermano, lo secuestraron cuando tenía seis años, ella estaba presente. Ahora, si queréis juzgarla, id a por ella, pero no todos hubierais sobrevivido a una niñez como la suya. Ya os habríais tirado por una ventana. Ah, y es la mejor policía que he conocido.

Se hace un silencio incómodo. Aduriz mira a Bonilla. Va a decir algo, abre la boca, pero la vuelve a cerrar.

—¿Cuándo va a llegar?

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 11

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El crimen más estremecedor de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 11

Una niebla blanca difuminaba los contornos de Atapuerca. Andrea corrió campo a través enfundada en unas mallas negras Under Armour y calzada con unas zapatillas de running Mizuno color violeta que le había regalado su padre por su último cumpleaños.

Al cruzar el dolmen, se asemejó a un fantasma flotando en la sierra blanca, una aparición azotada por una brisa fresca. Los montes estaban hechizados por una belleza delirante, cósmica. Cerros, lomas, cumbres. El paraíso terrenal.

A Andrea le gustaba el matiz de la luz cuando rompía la mañana durante el verano, le recordaba cosas buenas de su infancia: Coca-Colas muy frías y polos de fresa, su manita en las manos callosas de su padre, las incursiones con Max en la Dolina, donde se sentía bañada por las miradas de respeto que el equipo le dirigía a Max, los traqueteos a bordo del Halcón Milenario, el Land Rover de Max, en la recta que se internaba en los campos de trigo y cebada camino de Atapuerca, el rumor sedante de las aguas del Arlanzón, los pícnics con Max, cuchillo, chorizo, queso, vino y pan sentados debajo del viejo roble, té frío por la tarde, sandías, abrazos, el cariño que sentía por su padre, la mente tranquila sin trabajar contra sí misma.

El sol ascendió como una inmensa yema de huevo en un cielo veteado de franjas rosas y violetas. Había zonas en las que el calor había agostado la hierba hasta quemarla. Andrea descendió en dirección a Piedrahita. A la derecha estaba la Matanza, a la izquierda Puente de Canto. Latidos violentos, pulsaciones aceleradas.

Andrea empezó a correr de mala gana, ausente, perezosa y pesada. Al principio echó el bofe y odió cada zancada que dio, cada metro que arrancó fuego de sus pulmones. Luego superó esa primera fase de resistencia y el aire latió dulce sobre su cabeza. El corazón bombeó oxígeno a su cuerpo.

Subió una loma en dirección a la Trinchera. Mientras resoplaba y se ahogaba, encontró un oscuro placer en mortificarse y sufrir. Después de correr, se sentiría pletórica. La fuerza de su hábito se lo susurró al oído. El aire, el sol, la paz de la sierra. La mejor forma de sacarse esas horripilantes imágenes de la cabeza que le asfixiaban en la cama y la sumergían en una oscura y viscosa laguna de terror. Miriam con la cabeza negra, su cuerpo dislocado, recogido sobre sí mismo. La muerte y su definitiva ausencia.

Andrea corrió entre arbustos enmarañados que se le enredaron entre las piernas. Fue consciente de su pulso desbocado, de sus rítmicas pisadas sobre la hierba fría, de su respiración agitada y del dolor que palpitaba entre sus costillas.

Estaba desentrenada. En baja forma. Le dio rabia. Demasiado estrés. Demasiado trabajo. Demasiadas cenas copiosas. Demasiadas incursiones a la bodega pródiga de su padre. Demasiado olvidarse de sí misma. Demasiada obsesión con ese artículo sobre la filogénesis entre los Homo antecessors y los preneandertales de la Sima. Era la revista Nature. El miedo a no hacerlo bien, a quedar mal delante de su padre y sus colegas la llevaba al límite.

Crujidos de ramas, piedras resbaladizas con liquen y musgo.

El sudor salino se le metió en los ojos. Pero Andrea se sintió libre y feliz, lejos de la mirada de los demás. Nadie la podía ver. Nadie la podía juzgar. Era maravilloso. Era libre.

Se dio cuenta de que estaba sola en el yacimiento. Una extraña euforia le dolió en sus venas. Subió la loma de la Dolina hasta su punto más alto. Desde allí se dominaba la Trinchera de caliza cretácica. Atisbó la semicircunferencia que primero se ensanchaba, sus paredes parecían hormigón, luego se estrechaba y se volvía blanquecina. De frente la vaguada del río Pico, la alargada loma azul del Alto que dividía el inmenso valle del Arlanzón. Oteó a lo lejos la espalda cárdena de la sierra, el pueblo de Villalbal. Al otro lado estaba el Camino Francés de Santiago.

Los rayos del sol bañaron, con un resplandor dorado, la superficie medio cubierta de tablones de la excavación.

Diez minutos más tarde, Andrea bajó la ladera de la Dolina. Corrió más rápido. Pretiles blancos delante de cuevas. Andamios recubiertos de tejados. Arbustos y líquenes en los taludes de la herida en la sierra.

Todo se debió a una voltereta del destino, a un golpe de azar, a una sorpresa en el plan previsto, a un giro de guion. El plan original era que el ferrocarril fuera recto de Valhondo a Villafría, pero su trayecto original se desbarató y se forzó el que atravesara la caliza haciendo un semicírculo. A día de hoy, todavía es un enigma por qué se desvió el camino del tren. Gracias a ese rodeo en el trazado original, se descubrieron los yacimientos de Atapuerca.

Andrea culebreó por la Trinchera hasta el gran portalón de hierro colado negro, al otro lado estaba el aparcamiento, ahora vacío de coches. El bar Los Geranios cerrado desde hace años. Contempló el vacío condensado bajo el arco de un puente semiderruido y lúgubre, por donde pasaba hace más de un siglo un tren que transportaba mineral al abandonar la sierra.

Corrió a través de los trigales. El corazón le martilleó muy fuerte en el pecho. Riscos, gargantas, torrentes secos, terrazas, paredes blancas de piedra caliza. Un silencio propio de un planeta deshabitado.

De repente, una ráfaga de viento eléctrico preñada de tormenta golpeó su cara. Tuvo la sensación de que algo ominoso se cernía sobre ella. Un mal presentimiento. Alguien la acechaba. Trotó entre las zarzas y aulagas. Nubes negras y panzudas como corderos inmensos desfilaron morosas por el cielo. Olor a tierra y a hierba fresca.

El río Arlanzón bajaba tumultuoso. Venía crecido de la sierra y retumbaba. Andrea escuchó su estruendo desde la chopera. A la sombra, el aire se volvió húmedo. Fuera el sol caía desvaído, ausente.

Lara le vino a su cabeza en todo su esplendor y enigma. Pero no quería pensar en ella. Cada vez que deseaba ardientemente a alguien, no salía bien. Cada vez que se ilusionaba mucho en una relación, acababa decepcionándose. Albergar demasiadas expectativas daba mala suerte. Porque la vida no funcionaba así. Era mejor no esperar nada.

Pero Lara la deseaba. En la piscina, en la cama, en el jardín, en la Dolina, en el Land Rover de Max. Por la mañana, por la tarde, por la noche. Le debía más placer que el que había debido nunca a un hombre. Cuando le daban esos arrebatos a Lara, Andrea se sentía segura. Pero al día siguiente volvía a tener esa sensación de no tener un suelo bajo los pies.

Se quitó las zapatillas Mizuno. Anduvo descalza por la orilla. Tuvo la sensación de que el río se despertaba solo para ella. Se despojó de la ropa lejos de las cámaras camufladas que había en los chopos por culpa de los robos de las máquinas de lavado de sedimento que se habían producido y entró despacio, ceremoniosa, en el agua glacial del río.

Tiritó, le castañetearon los dientes. Se puso a nadar con brazadas furiosas para entrar en calor. Ejercicio enconado para olvidarse de sí misma. La mayor carga es nuestra propia mente, fuente de sufrimiento y gloria.

Un golpe infernal. Truenos que percutían en el cielo como si fuera la piel de un tambor. Nubes negras y púrpuras. Lluvia que repicaba sobre el río, sobre su cabeza. Rayos como culebras amarillas que cruzaban la panza gris que la cubría. Sonoridad acuática y fragante.

Empezó a llover como si se acercara el fin del mundo. Andrea salió del río, se puso sus ropas mojadas, se cargó su mochila a la espalda y corrió camino a casa. Todavía le quedaba un buen trecho antes de volver al refugio. Mientras se alejaba a grandes zancadas, notaba ya las piernas acalambradas. Se caló bajo el aguacero helado e iracundo. Oyó cómo las aguas del Arlanzón bramaban a su espalda.

Lara no tenía la culpa. Cuando se diera cuenta de lo podrida que ella estaba por dentro, la dejaría. Su mente se perdió en una maraña de pensamientos angustiosos. «Te va a dejar. Es cuestión de días. En realidad, está loca por Sebastián. No has visto cómo se miran y se ríen. Se está pasando un verano de puta madre a gastos pagados. Eso es todo». Los celos la aguijonearon como un enjambre de abejas furiosas sobre su piel embadurnada de miel. Se moría de celos. «Nunca te ha querido. —Andrea corrió más deprisa para apagar la voz de su cabeza—. Tu madre te dejó porque eras defectuosa». «Cállate. Cállate. Cállate». Era la misma historia negativa en bucle. «No pienses. No pienses. Ya».

En realidad, había sido una locura bañarse bajo semejante tempestad. Pero la muerte siempre había acompañado a Andrea desde que nació. A veces pensaba que la muerte solucionaría todos sus problemas. Se decía a sí misma que prefería la muerte al sufrimiento. Se obligó a correr más rápido para agotarse y aplastar sus pensamientos negativos bajo el delirio de endorfinas que regalaba el sobresfuerzo.

A pesar del agotamiento que sentía —estaba exhausta y notaba las piernas muy cargadas—, aún permanecía en su interior ese poso de tristeza profunda, esa reminiscencia de rabia hacia sí misma. Una sensación de responsabilidad la agobiaba. Andrea se sentía obligada a estar agradecida de por vida a Max y Teresa porque le habían salvado del centro de tutela un mes después de que cumpliera los tres años. Tenía que demostrarlo todo el tiempo. Al final se sentía como si cargara el peso del mundo sobre sus hombros. Nunca se relajaba. Tenía que hacerlo todo mejor que los demás. Era como llevar un ancla al cuello desde que se levantaba hasta que se acostaba. Indómita, enfadada, superresponsable. Así era ella. Max la quiso desde el principio. La llevó a excavar a la Dolina, a Dmanisi, a Olduvai, lo cual provocó los celos de Teresa. Ella, a cambio, se convirtió en la mejor aliada, la mejor confidente de su padre. Andrea se enteró de sus infidelidades y las tapó. Cuando bebía, Max se iba de la lengua y Max siempre bebía más de la cuenta. Una tarde de bares y cine por Madrid le había dicho:

—Es una trampa.

—¿El qué?

—El matrimonio es una trampa. Nos atrapan cuando estamos obnubilados con el sexo, luego tenemos hijos. Y nos encadenan a sus faldas para siempre. Nos quedamos tontitos. —Sonrió con aire bobalicón y frunció los labios sacando la punta de la lengua—. Y ya es demasiado tarde.

Max tenía dos hijos mayores a los que apenas veía y que ya se habían ido de casa.

¿Quiénes?, ¿las mujeres?, ¿su madre? Andrea no quiso preguntar. Cuando Max se ponía a hablarle de cosas íntimas de su matrimonio, hacía alusiones sexuales hacia otras mujeres, le hablaba de una amiga japonesa que tenía, Sasuki, y de lo mucho que le gustaban las mujeres orientales, sobre todo las japonesas, Andrea fingía una despreocupación falsa, una desenvoltura de quincalla, pero en realidad un desasosiego inquieto roía su estómago. Se sentía violenta por ser la receptora de las confidencias sexuales de su padre. Esas cosas no se cuentan a una hija.

Había aprendido a mostrarse cauta cuando Max se ponía de ese humor excitado, eufórico y quijotesco, cuando se enfadaba por la menor tontería, cuando montaba broncas de órdago y siempre quería tener la razón, incluso cuando era obvio que se equivocaba. A Andrea le muy ponía nerviosa estar cerca de su padre cuando estaba a punto de cabrearse y cargaba de tensión el ambiente. Solía seguirle la corriente. Le decía a todo que sí como a los locos.

Desde que tuvo conciencia, Andrea supo que no le gustaba a su madre. No es que no la quisiera, no. No era que le disgustase su carácter. No. No. Su madre sentía verdadera aversión por ella. Quería quitársela de en medio. Internado en Inglaterra. King College. Veranos en Estados Unidos. EF. Cuando Andrea se puso a estudiar Historia en la Universidad Complutense, su madre la estimuló a independizarse. Lo de independizarse era un decir. Teresa le pagaba el alquiler de un cuco apartamento en la calle Príncipe. Escaleras y pasillos intrincados, pisos divididos en estudios reformados, tejados rojos y grises de Madrid. Si mirabas la fachada del edificio desde la calle Príncipe, era imposible adivinar el fondo de vericuetos y puertas que se ocultaba dentro. Teresa la quería fuera de casa, fuera de sus vidas. Se habían peleado dos semanas atrás. Teresa le dijo que le pagaba un curso de verano en Cambridge, pero Andrea se había negado. Odiaba que dominara su vida, odiaba que le dijera lo que tenía que hacer, odiaba que la tratara con esa displicencia despreciativa como si ella fuera un mueble que se podía cambiar de sitio e incluso tirar a la basura. Andrea le dijo que se iba a Atapuerca.

—Espero que no conviertas en un lupanar la casa de tu padre y que no lleves a ninguna de tus amigas tan raras.

El tono de abierta repugnancia la puso frenética. Andrea se dio la vuelta y se marchó sin contestar a su madre.

Cuando estaba a punto de llegar a casa, Andrea se tropezó con una rama vieja de árbol en el suelo. Se cayó de boca al suelo. Se retorció de dolor después de aterrizar con las manos sobre la gravilla y arena fina del camino. Permaneció un buen rato sin levantarse. Todo el cuerpo le temblaba. Cuando se puso de pie, gruesas gotas de sangre le cayeron como monedas de cinco céntimos sobre las Mizuno. Tenía una herida en la rodilla que latía con un dolor atroz. Cojeó hasta casa mientras oleadas de agonía le subían calientes e irritantes desde el tobillo. Se había hecho un esguince. Un cristal se le clavó una y otra vez en la carne, le arañó el hueso. Andrea se sintió muy frustrada consigo misma. Se tomó su lesión como una derrota personal.

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El crimen más estremecedor de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 10

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El crimen más espeluznante en Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 10

1 de junio de 2019. Quince días antes del asesinato. Burgos

—Qué tío más asqueroso —bufo mirando al techo.

Andrea se vuelve hacia mí y de muy malos modos me dice:

—¿Entonces para qué le das carrete?

Me siento herida, pero no digo nada. Tengo que hacer penitencia y expiar mis culpas. Aunque pienso: «Andrea está loca. Amo a una loca».

Llegamos tarde a la reunión con Max Rey, el jefe de la Gran Dolina hasta hace diez días y uno de los tres codirectores del Proyecto Atapuerca.

De repente, me siento exhausta. No tengo energía para tener una discusión con mi novia a esa hora tan temprana de la mañana, con esta resaca tan brutal. Siento la boca seca, siento el estómago lleno de náuseas. Una migraña late en mis sienes. Tengo muchísima sed. Me podría beber un millón de litros de agua y seguiría teniendo sed.

Una sombra de melancolía y desánimo gravita sobre mi mente. Siento que mis emociones se sumergen en un lago negro de malestar depresivo.

La puerta del despacho de Max Rey está abierta. Dentro veo a Sebastián, con cara seria y pálida, sentado en el suelo, con las piernas cruzadas sirviéndose de la tetera blanca, con finas estrías grises, de La Oca, una taza de té darjeeling. Esa mañana, más que nunca, Sebastián, con su cara antigua, su terno negro y una leontina de oro que cuelga de su chaleco, parece salido del cuadro Autorretrato del Greco. El lugarteniente de Max en la Gran Dolina tiene el aspecto de un caballero decimonónico desubicado en el año 2019. Se asemeja a un Gustavo Adolfo Bécquer ultrarromántico, al que solo le falta la capa porque la perilla ya la tiene.

El despacho de Max está lleno de libros y réplicas de cráneos de Homo antecessor en la librería, reconstrucciones en arcilla y mármol de la nueva especie que él descubrió en la Dolina en 1994.

Max ceba su pipa en silencio. Lleva puesto su salacot, una camisa caqui, pantalones cortos color café con leche, un chaleco de fotógrafo plagado de bolsillos con cremalleras, su pañuelo rojo salpicado de cráneos blancos del Homo antecessor, regalo de su equipo cuando Andrea, su hija adoptiva, descubrió la mandíbula del niño de la Gran Dolina cuando ya creían que estaba todo perdido.

Qué fuera de lugar parece Sebastián vestido con su traje negro de Armani en medio de un mundo arrogante que viste con uniforme oficial de arqueólogo. Sebastián se había puesto una camisa blanca planchada. ¿Cómo se las arreglaba, por Dios?, ¿había madrugado para plancharse él mismo la camisa sobre la mesa de su escritorio?, ¿había metido en su maleta antes de venir a Atapuerca una plancha? Me resulta inconcebible y, a la vez, fascinante el comportamiento refinado de Sebastián. Todo su ser irradia una reserva espectral, una timidez autoconsciente, una elegancia inteligente, allí sentado sobre la alfombra persa, con un dibujo del jardín del paraíso, mientras se fumaba su Dunhill y bebía té darjeeling junto a Helena, que tiene el pelo recogido en un moño apretado como una Madonna doliente.

De repente, Helena, siempre servicial e hiperfemenina, se levanta para preparar más té. Con movimientos delicados y lentos, calienta agua en un cazo sobre el hornillo blanco colocado al lado del escritorio del siglo xix de Max, en una mesita auxiliar.

Bajo la cabeza, de pie frente a Max, porque siempre me intimida. Me da miedo que él lea mi vergüenza, mi infidelidad a su hija en mi cara. Siento un agudo malestar en la boca del estómago. Late un remolino de ansiedad en la garganta.

Pero Max no me presta atención. Me mira sin verme. La sangre se concentra en mis mejillas.

Max fuma su pipa marrón. El dulce olor del tabaco se extiende por su despacho lleno de polvo y libros amontonados, mamotretos sobre evolución humana, tratados de análisis de dientes, manuales de geología, tochos de paleoantropología, réplicas de los cinco cráneos de Homo georgicus de un millón y medio y dos millones de años de antigüedad del yacimiento de Dmanisi, en Georgia, el último lugar en el que había excavado Max, donde había tocado fondo en su alcoholismo.

En la pared cuelga un rifle de caza que Max usa para cazar en la sierra de la Demanda con el juez Gaicano, de quien es amigo desde la infancia.

Miro el suelo. De pronto me fijo en los calcetines largos y botas de cuero de media caña con cordones negros y recios del padre de Andrea. Todo lo que lleva es de buena calidad. Pero el cuerpo no le acompaña. Ha adelgazado veinte kilos en los últimos tres meses por culpa de un cáncer de páncreas. Es una sombra del hombre que fue. Aun así, Max Rey sigue resultando imponente, sigue irradiando un intenso carisma.

El único que falta en la reunión es Manu. Tal vez él también se quedó a la última ronda de cerebritos de Ricardo, en esa cancha de baloncesto pegajosa por el alcohol y las colillas, los minis de plástico aplastados bajo el calor de la ristra de farolillos color vainilla, la nevera gigante de Ámbar llena de latas de Coca-Cola y cervezas, olor acre a sudor y tabaco, con la canción de Rosalía, su versión de la canción de Los Chunguitos sonando por los altavoces: «Si me dan a elegir, ay, amor, yo me quedo contigo».

Recuerdo a Manu besando a aquella chica morena de los vaqueros rotos, con toneladas de rímel en los ojos, grandes pendientes dorados de aros y muñecas sin un milímetro libre por culpa de la saturación de pulseritas de cuero e hilos multicolores que llevaba puestas. De golpe, siento pena por Sebastián porque está enamorado hasta las trancas de Manu, sin remedio, sin esperanza, sin futuro.

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El crimen más espeluznante en Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca».Capítulo 7

Sinopsis

Queridas lectoras: comparto con vosotras el capítulo 7 de mi novela «Los crímenes de Atapuerca». Trata de un crimen estremecedor. Os recuerdo la historia:

A Míriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 7

Una hora después, en una habitación del hotel NH de Burgos, Jesús Sinaloa y Carla Veiga, su cuñada, yacen en la cama en actitud cómplice tras hacer el amor. Se miran a los ojos y se acarician. Se abrazan y se ríen entre las sábanas.

Se han abierto el uno al otro. Se han buscado. Se han amado en silencio secreto como llevan haciendo desde hace años.

Por las ventanas se cuelan las agujas de la fachada de la catedral, el cimborrio del crucero —gótico flamígero—, que dan su carácter especial a la basílica Metropolitana de Santa María. Las torretas se elevan a un cielo muy azul y luminoso.

—Eres preciosa —dice Jesús.

Carla se ríe. Ronronea como una gata encima del cuerpo caliente de Jesús. Cuando ha eyaculado minutos antes —estaban haciendo el 69 y han parado para acoplarse uno dentro del otro—, su semen dorado ha formado una parábola perfecta que ha salpicado la pared. Carla se ha sentido en éxtasis. Está muy enamorada de Jesús. Sacrificaría toda su comodidad burguesa, su buen matrimonio, por este amor loco y sin esperanza. Sin embargo, no abandona a Quique.

Carla se lleva bien con Quique, su marido y hermano de Jesús, se acaban de comprar una nueva casa juntos, tienen una hija adolescente a la que quieren con locura, Miriam, y un hijo de diez años, Lucas, al que quieren aún más. En este momento, ella está dispuesta a arriesgarlo todo por vivir esta alegría, esta felicidad que siente. Cuando salga del hotel, se le pasará.

—Miriam no opina lo mismo. Dice que dos de las grandes bromas de la humanidad son que Trump haya ganado las lecciones y que yo diga que voy al gimnasio.

—Los adolescentes son crueles por naturaleza. Creen que nunca van a ser viejos —dice Jesús.

Jesús abraza a Carla y la besa con pasión.

Carla siente que se abre dentro de su pecho un agujero volcánico que rezuma lava, embriaguez amorosa, locura de gozo, plenitud jubilosa. Su nuca se ancla a esa sensación que no quiere perder. Acumula demasiadas mañanas aburridas, deprimidas, sin ganas de levantarse de la cama que Carla asocia a su matrimonio cómodo y vacío, mediocre, a su adaptación a una vida fácil y mecánica como profesora de Literatura en el instituto Manuel Machado.

El éxtasis amenaza con estallar en su pecho. Promete placer a medida que nota las caricias de Jesús, que recorren su espalda y bajan hacia su vientre, hacia su clítoris. Abajo y arriba, vuelta a empezar. La anticipación del clímax vacía la cabeza de oxígeno y preocupaciones a Carla.

—Me encanta.

—Ya me he recuperado.

Horas después pensará de forma obsesiva que, mientras ella estaba haciendo el amor con Jesús, su hija de dieciséis años yacía muerta con la cabeza reventada a martillazos dentro de la Sima de los Huesos. Pero ahora no. Ahora Carla es feliz. Aún no sabe la noticia y no intuye ni huele el dolor que la espera.

La iglesia San Martín de Atapuerca.

Después de hacer el amor por segunda vez, Carla y Jesús se abrazan. Carla se medio duerme entre los brazos de su amante. Es la hora de comer, cuando Jesús puede escaparse de su trabajo en Atapuerca y ella de corregir trabajos sobre Anna Karenina . No, no se le escapa la ironía respecto al paralelismo con su propia vida al haber elegido la novela de Tolstói. Muchos de los análisis críticos de sus alumnos están copiados de Internet, del Rincón del Vago, de foros y chats. Muy pocos de los chicos se han leído la novela de Tolstói, la mejor novela de la historia según Carla. Puede oler el heno en esta habitación cuando Lievin siega en su finca, también siente el enamoramiento de Anna por Vronsky, porque es el suyo, y horas más tarde experimentará su alienación, su desconexión de la gente, su ausencia de vida cuando Anna se tira a las vías del tren. Carla también querrá suicidarse tras la muerte de su hija y saldrá a la terraza de su casa y mirará hacia la calle, dominada por el ansia de escapar del sufrimiento y reunirse con Miriam en el más allá. Su niña. Querrá sentir el dolor que sintió su hija.

Pero todavía no ha llegado ese momento. Ahora Jesús y Carla se arrullan con una ternura despreocupada en su cama de hotel, sábanas frescas y blancas que una mujer anónima e invisible se ocupa de lavar, planchar, cambiar y estirar cada mañana.

—Me tengo que ir —dice Jesús de repente.

Carla nota que antes él estaba abierto y ahora está cerrado. Absorbe su olor y siente el hambre de la separación.

—Quédate —ronronea Carla.

—Tengo prisa. Muchas cosas que hacer.

—Tú mismo —dice ella mientras mira una extraña mancha de humedad en el techo, que para ella podría representar la imperfección de la vida, la frustración del amor cuando es demasiado intenso y los amantes no lo pueden contener.

—Esto no puede ser, no puede ser. No podemos recuperar el pasado —dice Jesús.

—Al menos vístete para decirme eso —dice Carla. Una llama de enfado cerca su corazón.

Jesús se incorpora. Se sienta en la cama para ponerse los calzoncillos y los pantalones. Cara enjuta, cabeza romana, nariz patricia, frente despejada, cuerpo delgado y escuchimizado, pero pecho muy buen formado, propio de un atleta. Le encanta correr maratones. Y más aún correr campo a través en la sierra de Atapuerca.

—Jesús, fuiste tú, fui yo, los dos lo estropeamos todo. Pero no todo está perdido.

—Para mí sí, yo ya no siento lo mismo.

Un estallido de dolor en el pecho. Cómo le duele a ella que él diga eso. En ese momento lo odia. Pero sabe que Jesús lo dice para castigarla. ¿Será capaz de dejarlo? Ahora tiene ganas de abandonarlo.

—Pero te acuestas conmigo.

—Sí. Pero es la última vez.

Carla asiente con un cansado gesto de cabeza. Jesús siempre dice lo mismo, pero luego siempre la busca y vuelve a ella.

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Un crimen estremecedor.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 6

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Un crimen espeluznante.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 6

Jesús Sinaloa guía la visita por la excavación de Cueva Mayor a los estudiantes del instituto Manuel Machado. Los adolescentes recorren la superficie rocosa húmeda, resbaladiza, y echan un vistazo a la bocana ancha, oscura y telúrica de la Sima de los Huesos. De allí Sinaloa y su equipo sacaron a mano toneladas de sedimento profanadas por bandidos y arqueólogos aficionados desde el siglo xviii hasta que consiguieron alcanzar los niveles de excavación. En la Sima no encontraron fósiles de herbívoros ni herramientas líticas. Pero sí más de doscientos osos, Ursus deningeri, amontonados dentro de la cavidad. También descubrieron leones, lobos, zorros, linces, garduñas y comadrejas.

Las paredes de la cueva están cubiertas de andamios para poder excavar en los niveles superiores.

Jesús cuenta a los alumnos que la acumulación de fósiles humanos del Pleistoceno Medio en la Sima es la más importante del mundo.

—Y también aquí se encontró al primer hombre asesinado de la historia. Hallamos un cráneo de hace 430 000 años con grandes agujeros en la frente —dice Jesús.

—¿Qué había pasado? —pregunta Max Rey, que aparece en la puerta de Cueva Mayor. Con su gran altura, bigote rotundo cano, aire enjuto y orgulloso, su salacot calado sobre su poderosa cabeza, siempre impresiona la primera vez que lo ves.

Max mira a Miriam. Esta le sostiene la mirada y esboza una sonrisa que derrocha encanto.

Cruz de Atapuerca en el Camino de Santiago.

—Chicos, os presento a Max Rey, el jefe de todo esto —dice Jesús con cierta sorna mal disimulada.

—Lo dice para hacerme la pelota. Pero no vas a quedarte con la Dolina por ello y la Liga la ha ganado el Barça —responde Max.

Los adolescentes se ríen, excitados.

—¿Qué tal estás? —dice Jesús.

—Fenomenal. —Max le escruta con los ojos amusgados—. A mí me sacan de aquí con los pies por delante —dice mientras se levanta el salacot.

Jesús lo ignora y prosigue con su historia.

—Es un misterio. El cráneo lo descubrimos a quince metros de profundidad. Es el cráneo número 17.

Un neandertal primitivo asesta con una piedra un golpe mortal en la cabeza de otro, que cae abatido al suelo. Luego el asesino tira el cadáver al agujero negro y profundo de la Sima de los Huesos.

—Hay pruebas forenses de que lo mataron —dice Jesús—. Lo que le convierte en uno de los primeros casos de asesinato documentados de la historia —añade—. Recogimos cincuenta y dos fragmentos de hueso. Descubrimos que el cráneo tenía dos lesiones mortales que penetraron en el hueso frontal, justo encima del ojo izquierdo del muerto.

—¿Seguro que no fue un accidente o una caída? —pregunta Max.

Jesús Sinaloa responde que los golpes se los dieron de arriba hacia abajo, lo cual confirma que fue un asesinato.

Max reposa otra vez su mirada sobre Miriam. La adolescente lo mira, desafiante y halagada. Por fin baja la mirada y sonríe.

Una hora después, Maite, la madre de Luisa Baeza, da vueltas alrededor del bar Los Geranios. El aparcamiento está iluminado bajo las iridiscentes nubes. Paredes encaladas y desconchadas, goteras, escombros, basura y ruina, un sitio que ha conocido tiempos mejores. Luisa llega con su coche, aparca, mira a su madre esperándola fuera. Se toma su tiempo antes de salir. Suspira, agotada.

Por fin sale. Su madre y Luisa ni se abrazan ni se besan. Se miran como dos felinos a la expectativa. La mirada a la defensiva de Luisa escruta a su madre. Se fija en sus manos, que tiemblan. Su madre se da cuenta de que su hija la mira. Esconde sus manos detrás de la espalda.

—¿Qué tal estás? —pregunta Luisa.

—Mejor que nunca —responde Maite.

—No es eso lo que me cuenta Mar —dice Luisa.

—Tu hermana es una exagerada que se ahoga en un vaso de agua —dice su madre—. Si me incendiaran la casa, yo también sería una drama queen —espeta Luisa, cansada ya de su madre, y acaba de verla.

—De eso no hay peligro porque yo nunca viviría en tu casa —dice Maite.

—Eso me alivia, madre —responde Luisa.

Un silencio tenso se remansa entre madre e hija.

—¿Vas a vivir sola en ese piso? —pregunta por fin Luisa a su madre.

Primer asalto. La dinámica de su relación disfuncional que se repite en bucle. No se quieren. Siempre las mismas pullas, los mismos reproches.

—Por supuesto que sí. A lo mejor me cojo a un chulazo y me gasto la herencia de tu padre —dice Maite.

—Mi padre no dejó herencia, pero sigue con tu ego en plan Blanche Dubois —dice Luisa.

—¿No sabes que quieren construir aquí un hotel?

—Creía que Atapuerca era patrimonio de la humanidad.

—Poderoso caballero es don dinero.

—Siempre ha sido así.

—Mira que eres cruel, ¿qué te he hecho? —dice su madre.

 —Nada. Yo soy así por naturaleza: cruel —dice Luisa.

—Te has quedado sola, Tomás ya no pudo más, ¿eh? —dice Maite.

Golpe en estómago. Malestar que le oprime el pecho como una lápida.

—Eso no te importa —dice Luisa, tensa.

Voy a estrangular a Mar. Bocachancla.

—Y a ti sí te importa cómo tengo que vivir mi vida —sentencia Maite.

Un silencio incómodo flota en el ambiente.

—Te morirás sola, Luisa, te encontrarán quince días después de muerta porque un vecino se quejará del mal olor —dice Maite.

—No te olvides de los pastores alemanes husmeando, madre. ¿Por eso me has llamado? —pregunta Luisa.

De repente, todo cambia. Su madre se va, angustiada, coge el móvil para llamar a un taxi. Tropieza, se cae, se tuerce el tobillo y se pone a llorar, vulnerable como una niña. Luisa se acerca y la ayuda.

—Mamá, ¿te has hecho daño? Perdona, mamá, no quería ponerme así. —La niña culpable que Luisa lleva dentro aflora de repente.

El bolso de su madre despanzurrado sobre la grava. La madre alarga una mano para recogerlo. Luisa coge antes que ella el bolso y se lo alcanza. De repente, Luisa mira unos papeles caídos sobre la grava y se da cuenta de algo. Mira a su madre.

—¿Qué es esto? —pregunta Luisa hojeando los papeles—. ¡Ja, ja, ja, ja! ¿Quieres que renuncie a mi herencia? ¡Ja, ja, ja!

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Un crimen espeluznante.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 4

Sinopsis

Queridas lectoras: comparto con vosotras el capítulo cuatro de mi novela «Los crímenes de Atapuerca».

A Míriam Sinaloa, una estudiante de dieciséis años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 4

1 junio de 2019. Quince días antes del asesinato. Burgos

La mañana en la que Max Rey nos convocó a su despacho, yo tenía una resaca espantosa. No me acordaba de nada de lo que había pasado la noche anterior en la fiesta. Solo tenía un puñado de estados de ánimo: ansiedad, vergüenza, culpa y la sensación ominosa de tener que guardar un secreto: mi infidelidad a Andrea, mi novia. No ha pasado. Si no piensas en ello, no ha pasado.

Andrea y yo acudimos a la cita con Max como dos conspiradoras. Salimos de nuestra habitación de la residencia de estudiantes Gil de Siloé con el sigilo de dos gatas. Atravesamos los pasillos de baldosas jaspeadas de piedras grises y marrones que olían a calcetines sucios, pizza revenida y jabón de fregar, un olor que me recordaba al colegio, donde había sido muy infeliz. La mala conciencia me atormentaba.

De camino al despacho de Max, nos cruzamos con Ricardo Díez, quien, con cara de malicia y una sombra de avidez lujuriosa que se posó en sus pequeños y mezquinos ojos, me preguntó:

—¿A dónde vas, Lara?

—A la cantina —improvisé sin aflojar el paso, con Andrea tirándome de la manga de la camiseta, impaciente ya por que nos despegáramos de Ricardo, quien le caía como una patada en el estómago.

Pero Ricardo se pegó a nosotras como una sanguijuela. Se acompasó a nuestro paso sin hacer caso del rechazo que irradiábamos.

—¿Ahora? —Ricardo fingió sorpresa.

—¿Qué tal anoche? —dije yo en un desesperado intento de cambiar de conversación, con Andrea poniendo mala cara y sacando la lengua como si vomitara, sin importarle que Ricardo la viera. No le importaba quedar bien. La independencia era una de sus mejores virtudes.

—Yo acabé fatal. Estoy superperjudicado. Me sobraron los últimos chupitos, esos jodidos cerebritos —dijo Ricardo sin aliento.

Andrea aceleró el paso. Odiaba a Ricardo, un pelota máximo, un lobo con piel de cordero, duro con los débiles y débil con los duros. Blando por fuera, despiadado por dentro.

Ricardo Díez era un experto en preparar los cerebritos que remataban la fiesta los sábados por la noche en el Gil de Siloé. Si eras lo suficientemente incauta como yo para seguirlo en su farra, los malditos cerebritos te cocían el cerebro con su alcohol eléctrico. El resultado era una jaqueca azul fosforescente que cabrilleaba en el horizonte más inmediato de las circunvoluciones de mi cerebro.

No había cumplido lo que me había prometido a mí misma. No me había escapado de la fiesta para ir a buscar a Andrea a su habitación monacal, donde ella estudiaba por la noche, tal y como había planeado cuando empezó la juerga. En contra de mi buen juicio, había permanecido en la celebración en la cancha de baloncesto mágica y sudorosa del Gil de Siloé, con Max cantando desde la cima de la barra al lado de la nevera de Coca-Cola Its Only Rock and Roll and I Like it mientras bebía sin parar whisky con agua y hablaba con Germán, con el que acabaría en la cama, borracha. No puedes beber así.

Saturada por la culpa, preocupadísima por que Andrea pudiera darse cuenta de que anoche le había sido infiel, aparté ese recuerdo de mi memoria. Pero la ansiedad me atormentó, me aplastó, me asfixió, me escaldó y no me dejó vivir.

Dos horas antes me he duchado en la habitación de Germán, desesperada y hecha polvo, con las piernas temblando por el agotamiento de la resaca, oliendo a sexo y a mala conciencia, dominada por el ansia de borrar el más mínimo rastro de la noche anterior.

La angustia posalcohólica me hizo pedir a Dios ser buena. Solo quería ser una buena persona. Solo quería ser decente. Sabía que era el dolor que tenía acumulado dentro de mí el que me hacía beber de esa manera desquiciada y hacer cosas horribles que no quería hacer. Arrepentida, prometí compensar a Andrea, a quien quería de verdad. Es la chica de la que estoy enamorada hasta las trancas.

—A mí también me duele la cabeza —dije mientras fijaba la vista en mis zapatillas New Balance negras.

Andrea puso los ojos en blanco y miró al techo.

—¿A qué hora acabaste?

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