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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 40

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Atapuerca como nunca la has visto.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 40

2 de junio de 2019. Catorce días antes del asesinato. Sierra de Atapuerca

Un vaho se condensaba en las paredes de la ducha. Alguien había escrito con el dedo unos números en la pared de cristal: 5423567. Las cifras se desvanecieron a medida que el calor y la humedad desaparecieron. Cogí la alcachofa y abrí el grifo del agua caliente. Como estábamos en mitad del campo, el agua tardaba mucho en ponerse caliente. Durante unos minutos temblé desnuda en la ducha. Me sentí vulnerable. Por fin el agua se puso tibia y luego caliente, cogí el gel con olor a cítricos y me eché un buen chorreón color verde lima en la palma de la mano, me froté, con fuerza, la entrepierna, los pechos, el vientre, las piernas, la cara. Regueros de suciedad cayeron a la superficie blanca de la bañera, un agua negra se remansó antes de ser succionada por el desagüe.

Me quedé un rato más bajo el agua caliente. Ráfagas de placer corrieron arriba y abajo por mis venas, pero me salí porque no quería acabar con el agua caliente. Después de mí los chicos también se iban a duchar. Así lo hacíamos después de venir de excavar, antes de cenar, ver series en Movistar+ y acostarnos. Dormíamos durante el día y salíamos a Atapuerca por la noche, como los vampiros, al revés que nuestros congéneres humanos, de quienes nos habíamos aislado por completo.

Cogí una toalla y me sequé, recogí la ropa sucia y mojada del suelo, mis pantalones cortos de Primark, la camiseta de tirantes negra, salí del baño dejando una nube de vapor detrás. Fui a la cocina, abrí la puerta de la lavadora y eché mi ropa de excavar dentro del tambor, aproveché para ir a nuestra habitación y recoger más ropa sucia de Andrea y mía. Helena me vio y se acercó desde el pasillo. La luz débil del techo titiló, con un fulgor fantasmal, sobre ella.

—¿Vas a poner lavadora? —preguntó.

—Sí.

—Espera.

Helena me trajo un fardo de ropa: pantalones cortos con muchos bolsillos color caqui, bragas, un sujetador color escarlata, camisetas y los vaqueros de Sebastián, inconfundibles, marca Armani. ¿Qué hacían allí entre la ropa de Helena? Pero ninguno de nosotros hacía preguntas. Ninguno juzgaba. Eso era lo maravilloso de vivir juntos: el disfrutar de esa resplandeciente libertad.

—Me muero de hambre —dije mientras metía la ropa dentro del bombo de la lavadora. Busqué el detergente.

—Yo también.

—Ahora hago la cena —añadí mientras echaba dos tapones de detergente azulado y blanco Ariel dentro del hueco del cajón que había sacado en la parte superior de la lavadora.

—Yo te ayudo.

—Gracias. —Cerré la puerta de la lavadora. Puse un programa largo. El murmullo de succión del agua de la lavadora, la noche estrellada fuera de la casa, el silencio absoluto, esa calidez preocupada que irradiaba Helena me pusieron de buen humor. Me sentí muy a gusto a su lado después de tantos sobresaltos. Era una chica tímida y callada, delicada, que se preocupaba más por los demás que por ella misma. Al menos aquel affair desgraciado con Germán había terminado. O al menos ella ya no hablaba de él después de la visita de hacía ya casi un mes a Atapuerca de la mujer y los dos hijos de Germán.

—Qué bien cocinas.

—Gracias, Helena. Me gusta hacerlo.

Solo recibía cumplidos por mi cocina, lo cual tenía una parte alegre y otra triste.

Yo hablaba de que quería escribir, pero no escribía ni una línea.

—Si no fuera por ti, comeríamos a base de bolsas de patatas fritas.

—Ja, ja.

Oí a Andrea dar vueltas en nuestra habitación mientras hablaba por teléfono con alguien. Estaba enfadada. Supuse que estaría hablando con su padre, Max. Pero no quise saber nada. Estaba cansada de problemas.

Helena se puso a fregar los platos del desayuno que estaban apilados en el fregadero mientras yo iba a la bodega. La temperatura bajaba dos grados a medida que descendía los escalones de piedra. Cuando llegué a la estancia, olí a mineral. Cogí la cuerda de la luz del techo y tiré de ella. La bodega se iluminó con una luz azulada, fantasmagórica. Al fondo, junto a la pared opuesta, donde estaban colocadas las botellas de vino, se amontonaba la pequeña montaña de sedimento que habíamos sacado de la Gran Dolina. Otra vez la sensación de hacer algo prohibido me sobrevino. Cuando Jesús Sinaloa se enterara de lo que habíamos hecho, nos iba a matar. ¿Pero qué importaba eso frente a la muerte? A veces dábamos demasiada importancia a las cosas porque nos olvidábamos de que íbamos a morir un día. Las cosas no eran tan importantes como nuestra mente nos hacía creer.

Decidí que esta noche nos daríamos un homenaje. Fui a los estantes. Filos curvados donde reposaban las botellas, algunas muy antiguas, cubiertas de polvo. La pasión de Max Rey eran los vinos después de la investigación de la evolución humana. Muchas de las botellas que reposaban en la bodega se las habían regalado a Max políticos, empresarios, amigos, conocidos agradecidos porque había dejado a sus hijos excavar en el yacimiento, fans, famosos. Otras las había comprado él con su sueldo de catedrático de Prehistoria en la Universidad Rovira i Virgili.

Helena y yo hicimos la cena con los restos que encontramos en la nevera y dentro de los armarios: espárragos trigueros, huevos, nata, maicena y un paquete familiar de pan Bimbo. Hice tostadas, saqué la sartén grande mientras Helena cascaba seis huevos en un plato hondo y a continuación los batía con un tenedor, hice los espárragos al vapor, Helena mezcló los huevos con la leche y la maicena, a continuación, yo eché los espárragos. Me dirigí a los fogones de gas, cogí la gran caja de cerillas que siempre estaba colocada junto a la placa grande y blanca levantada, la abrí, extraje una cerilla, la encendí, un olor a fósforo se extendió por la cocina. Helena torció hacia la derecha la manija del fuego más grande, silbó el gas, yo acerqué la cerilla y diminutas llamas azuladas se prendieron. Había que permanecer un minuto con la manija apretada por seguridad.

Luego eché un chorreón de aceite a la sartén y la puse a calentar en el fuego.

—Échale un ojo —dije a Helena.

Dejé a Helena a la cocina para salir de casa y atravesar el porche. Bajé las escaleras hasta el jardín salpicado de naranjos, limoneros, nísperos, manzanos, perales, en la franja de tierra que flanqueaba la valla que nos protegía del exterior había arriates con fresales. Me dio un escalofrío. La noche estaba fría y desapacible. Fui a la huerta. Cogí tomates de la mata que aún estaban tibios por el calor del sol.

Cuando entré, la cocina se me antojó cálida y agradable. Lavé los tomates, que estaban recubiertos de una fina capa de polvo, los corté y los puse en la ensaladera, los aliñé a la andaluza, con aceite, vinagre, ajo picado y un poco de perejil que también había conseguido en la huerta. Saltó la tostadora, saqué del armario una cesta de mimbre y coloqué el pan, puse más tostadas a tostar.

Helena acabó de hacer la tortilla con espárragos trigueros. La dio la vuelta con un plato grande mientras yo abría las dos botellas de Alión. Cogí unas copas. Le pregunté a Helena si quería una copa y ella dijo que no, me serví una generosa ración, bebí mi vino, que me supo delicioso después de todo el miedo y la ansiedad que había pasado excavando, mientras Helena y yo terminábamos de cocinar la cena. Pero nada me había preparado para lo que Helena me iba a contar a continuación.

—Lara, ¿te puedo decir algo? —le tembló la voz.

Yo me puse a la defensiva. Una tensión en el estómago.

—Claro.

Helena dudó, se debatió en una lucha interna. Me dolió verla así.

—¿Tan grave es? —pregunté.

Creía que era algo malo sobre mí. Personalización, una de las múltiples distorsiones cognitivas de la depresión.

Ella asintió. De repente, se puso a llorar, yo abrí el cajón primero del mueble y le alcancé un kleenex.

—Estoy embarazada.

La miré, atónita.

A comienzos del nuevo milenio y una hembra de Homo sapiens se sigue complicando la vida de la misma manera que hace siglos.

No supe qué decir.

—No voy a tenerlo.

—Comprendo —dije.

—¿No me preguntas quién es el padre?

—Eso no me importa, Helena.

Su cara de dolor se volvió hacia mí.

—Es Sebastián.

—Creí que Sebastián era…

«Homosexual», pensé, pero no me pareció delicado decirlo.

—Sí, yo también lo creía. Pero no. Bueno, no sé qué pensar. Eso es lo que menos me importa ahora mismo. Todo es un lío espantoso. No sé cómo ha pasado. Tengo miedo.

—¿Se lo has dicho a él?

—No.

—¿Por qué?

—Porque querría tener al niño. Y es una locura. Con la vida que llevamos…

De repente supe que Helena tenía razón. Sebastián era un hombre galante, caballeroso, decimonónico. Me gustaba mucho. Había algo antiguo y decente en él que no pertenecía a este siglo, que no casaba con el mundo en el que vivíamos. Sebastián era un monje.

—Lo he pensado —dijo Helena atropelladamente, como si tuviera que hablar rápido para decir lo que quería decir—. Hay una clínica en Madrid. Una amiga me ha pasado el contacto. Y tengo el dinero. Son mis ahorros. Pero bueno…

Gruesas lágrimas como manzanas cayeron por sus mejillas. Tras un silencio engorroso, durante el que no supimos qué decir ninguna de las dos, yo la abracé.

—Pero no puedo ir sola. Te anestesian. Y tengo que ir acompañada. Tú tienes casa.

Helena me miró con sus ojos color miel asustados.

—Te acompañaré. No te preocupes.

—Gracias, Lara. No tengo a nadie.

—Todo va a salir bien.

—Te parezco una persona horrible.

—No, en absoluto.

—Piensas que podría tener al niño…

—No, no. Es decisión tuya.

—Eres una sentimental.

—Lo que tú hagas me parecerá bien, Helena. No soy quien…

—¿Y qué haríamos? Lo podríamos criar aquí entre todos.

Por un instante visualicé una imagen de nosotros cuidando del bebé. Yo tenía una tendencia increíble a la ensoñación. Pero sabía que la realidad era más brutal, más complicada. . Estaba cansada de problemas.

—Por favor, no se lo cuentes a Andrea.

—No, no.

—Andrea me odia.

—No te odia. La asustas.

Me sorprendió que dijera eso de Andrea. Yo había notado que Andrea y Helena se llevaban mal, eran como el agua y el aceite, pero Andrea la había invitado a vivir con nosotros en la casa, ¿no?

—Se le pasará. Andrea es cambiante —dije.

Helena y yo nos separamos con una sensación de embarazo, sin mirarnos a los ojos.

 —Sí. Bueno, da igual.

—Sí.

—No se lo cuentes a nadie —me rogó Helena.

Helena, esa chica despreocupada que parecía no haber tenido un problema en su vida, ahora dominada por esa mirada desesperada, por esa expresión acorralada en su cara infantil.

—Tranquila, no se lo diré a nadie.

—Solo puedo confiar en ti.

—No te preocupes.

—Si alguien se enterara, me moriría. Sobre todo, no quiero que se entere Sebastián.

—Sería capaz de proponerte matrimonio.

Helena y yo nos reímos más por quitar hierro al asunto que porque nos hiciera gracia la broma.

—Es un Quijote. ¿Te imaginas?, ¿Sebastián y yo casados?

—Cosas más raras se han visto. Mira yo y Andrea.

—Ah, Andrea tiene suerte de tenerte. —Una pausa dubitativa—. Ana no me caía nada bien.

Esa última frase que dijo Helena me complació tanto, me llenó de un placer tan culpable que me sonrojé. Bajé la cabeza para que ella no se diera cuenta de mi satisfacción. Había tenido unos celos tan inmensos de Ana, quien siempre se había interpuesto entre Andrea y yo, que no pude evitar sentir una sensación de triunfo. Podía amar más a Andrea que una mujer viva, pero no más que una mujer muerta. De alguna forma, la trágica muerte de Ana había magnificado su recuerdo.

La luz amarilla de la cocina, la lámpara de tulipa de seda vainilla, tan incongruente en una cocina como un rinoceronte en un salón, pero así de excéntrico era Max, y él había sido el encargado de decorar su casa, cayó como un chorro de sol sobre nuestras cabezas. Helena se enjugó las lágrimas, apretó su Kleenex muy fuertemente entre los dedos y suspiró.

—Eh, chicas, ¿de qué habláis?

Helena y yo nos sobresaltamos.

Sebastián asomó su cabeza por el quicio de la puerta.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 39

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El secreto más tremendo de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 39

Mientras Luisa y Aduriz registran la habitación de Max Rey en la residencia de estudiantes Gil de Siloé y cogen sus medicamentos, ordenador portátil, documentos y residuos de la papelera, los técnicos de la Científica pasan el luminol por paredes y techos. En el baño, la luz ultravioleta revela manchas de sangre en las paredes y en el lavabo.

En la tele, Andrea y yo vemos en el telediario de Televisión Española la noticia sobre el llamado crimen de la Sima de los Huesos.

—Una fuente de la policía apunta a que el semen que apareció en el cadáver de Miriam Sinaloa pertenece a Max Rey, uno de los directores del proyecto Atapuerca —dice Carlos Franganillo, el presentador.

Andrea se queda en estado de shock. Mira con conmoción embotada la pantalla azul. Yo siento cómo los nervios atenazan mi tripa.

Llaman a la puerta. Yo voy a abrir. Es la policía. Técnicos de la Científica enfundados en monos blancos, con gorros, patucos, con maletines de recolección de pruebas, entran en casa. Los lidera la inspectora Baeza, quien nos pide a Andrea y a mí que salgamos al porche. La obedecemos.

Manu, Sebastián y Helena están trabajando en el laboratorio. Los de la Científica examinan cada rincón de la casa, espolvorean polvos fosforescentes que brillan en la oscuridad, cogen el ordenador de Max y lo cargan en su furgoneta blanca, sacan una caja con papeles y blocs, también se llevan los cuadernos de campaña del padre de Andrea. Cargan bolsas donde han metido ropa y zapatos de Max, incluso se llevan el mono rojo con el que Max solía bajar a la Sima de los Huesos. Aunque hace años que ya no lo hace.

—¿Y sus herramientas? —pregunta la inspectora Baeza a Andrea. Esta la lleva al sótano, donde en un arcón están guardadas la maza, el martillo, el destornillador, un pequeño maletín de cuero marrón con instrumental de dentista, una bolsa de lona roja en la que hay guardadas jeringas y botes llenos de solución consolidante para endurecer los fósiles antes de extraerlos. Los técnicos de la Científica, con sus manos enfundadas en guantes de látex color azul, meten todo en una caja y se lo llevan.

La inspectora Baeza nos hace preguntas y más preguntas a Andrea y a mí en la penumbra desolada del porche. ¿Vimos a Max esa noche en Atapuerca?, ¿había algún coche?, ¿oímos o vimos algo sospechoso?, ¿estamos seguras de que la puerta del Portalón estaba cerrada? Yo tirito en el relente destemplado de la tarde. Andrea da vueltas y vueltas a lo mismo. Niega todo. Pero me doy cuenta de que la inspectora Baeza no le cree. Piensa que está encubriendo a su padre y tiene la certeza de que yo soy su cómplice.

—¿Sabéis los años que os pueden caer por encubrir un asesinato?, ¿y por ser cómplices de asesinato?, ¿os acordáis de Raquel Gago, la policía amiga de Montserrat y Triana en el crimen de León? Le cayeron catorce años.

La angustia me oprime el pecho. Las tarjetas de las cámaras GoPro. ¿Cuánto tardará la policía en averiguar que bajamos a la Sima de los Huesos con cámaras y grabamos todo? La ansiedad me cierra la garganta como una corbata de hierro que se ciñe a mi tráquea. Cuando la inspectora termina de interrogarnos, doy una vuelta por el jardín porque no puedo respirar. Necesito estar unos minutos a solas para tranquilizarme, lejos de las pupilas de hielo de Luisa Baeza. Boqueo en busca de aire. Me mareo y siento un vértigo enfermo. Me tengo que sentar en el césped de la pradera trasera, donde un topo ha hecho emerger un túnel de tierra, destripando el manto de hierba. La ansiedad, esa arena desagradable que araña mi corazón, se ceba en mí.

Dos horas después, cuando ha acabado el registro, la toma de pruebas de la científica, dos agentes de la Policía Judicial de Burgos llegan con dos perros, dos pastores alemanes, y hacen una batida por la casa y el jardín.

Son perros especializados en buscar sangre y otros restos biológicos, como huesos y dientes. Leí un artículo en El Mundo sobre dos de esos perros de la Guardia Civil cuando asesinaron a Laura Luelmo durante las Navidades pasadas. Marley y Athos, dos pastores belgas malinois, habían buscado y encontrado sangre de Laura en la casa de Montoya, su asesino. La sangre, una vez seca, puede ocultarse de muchas maneras, puede limpiarse, pero a ellos no se les escapa. Por lo visto, lo más difícil de su entrenamiento es enseñarles a que marquen la sangre sin tocarla. Para un perro la sangre humana es comida. Lo importante es que el perro encuentre los restos de sangre y se quedé inmóvil.

Las nubes como grandes algodones de azúcar color rosa pasan a cámara rápida por la pantalla del cielo violeta y vainilla. Yo saco un cigarrillo de mi paquete Camel y lo enciendo. Exhalo el humo blanco, que se condensa en la tarde húmeda y fría. Fumo para calmar los nervios. Pero mi corazón late arrítmico y desquiciado. La nicotina me sabe fatal. Pero sigo fumando un cigarro tras otro hasta que me acabo el paquete.

Una hora después, los dos agentes sacan a los perros al jardín. Hacen una batida de cada centímetro de su superficie. Los perros olfatean, ladran, sujetos por correas que dominan los dos policías. Pero no encuentran nada.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 37

Sinopsis

El crimen más mediático de Atapuerca. A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 37

Los resultados de la investigación del asesinato de Miriam Sinaloa tenían tan frustrada a la inspectora Baeza que sentía ganas de pegarse un tiro. La autopsia reveló que había restos de actividad sexual reciente en Miriam. La forense hizo un frotis vaginal y descubrió semen en la vagina de la víctima. Pero no tenían con quién cotejarlo. Más allá de eso, nada. Ninguna pista. Ninguna evidencia. Ningún sospechoso.

Ahora Luisa Baeza siente la angustia sedimentarse en su pecho mientras desciende por la escalera colgante que recorre la pared del tubo del calcetín de la Sima de los Huesos. Cuando llega a la base, se fija en el polvo gris que recubre las tablas de madera a medio palmo sobre el sedimento del suelo. Dentro dos técnicos de criminalística recogen con sus escobillas más huellas dactilares. Parecen astronautas dentro de un cráter lunar ataviados con sus monos, sus gorros, sus mascarillas quirúrgicas y sus patucos blancos. Solo pueden estar dentro durante una hora. Trascurrido ese tiempo, los técnicos y Luisa tienen que emerger a la superficie porque se acaba el oxígeno.

Los preneandertales no llegaron aquí vivos. Murieron fuera. El grupo, en vez de abandonar los cadáveres a la intemperie y que fueran pasto de los carroñeros, se apiadó de ellos y los arrojaron a la Sima.

El olor a cuerpos en descomposición atrajo el ansia de los carnívoros que se precipitaron al pozo.

Luisa se concentra en un técnico que extrae una bolsa negra de su maletín y con las manos cubiertas de látex introduce una maza dentro de una bolsa negra. Luego le pone una etiqueta y escribe la identificación, lugar y fecha. El laboratorio analizará si hay restos humanos en la maza.

De repente, Luisa siente tal ansiedad por estar allí encerrada que decide salir a la superficie de Cueva Mayor. A las doce ha quedado con Jesús Sinaloa para hacerle unas preguntas.

Rodeado de estalagmitas y estalactitas, Jesús la espera a la salida de la Sima. Entró en Cueva Mayor por Portalón, dónde hay pintados grafitis de la Edad Media. En el interior de la cavidad se estratifican diferentes niveles arqueológicos. Las tranchas de arriba son ocupaciones medievales y romanas. Los niveles del interior, que están dentro de una gran poza vacía, se remontan al Neolítico. Dentro está Antonio López, que trabaja con un buril y un destornillador en el sedimento. Ataviado con un mono color rojo Ferrari y el casco blanco parece un tosco astronauta de la Unión Soviética. Luisa descubre a Sebastián envuelto en la fresca y delicada penumbra que hay dentro de Cueva Mayor. Irradia encanto. La tensión que desgarra a Luisa se evapora. De repente, siente una vibración sostenida en su pecho. Amor. Qué bendita sensación es el enamoramiento. Aunque no lleve a nada o la relación fracase, solo sentirse así ya vale la pena.

El ambiente está cuajado de una tensión frágil, a punto de quebrarse. Luisa tiene una sensación de expectativa como si la vida estuviera abierta y todo pudiera pasar. En un segundo, la atmósfera que gravita en Cueva Mayor ha perdido su neutralidad y su calma. A Luisa le asombra lo que ve: los grupos halógenos que emanan un resplandor violeta que perforan la oscuridad, el racimo de diez personas que investigan dentro de la poza: arqueólogos, biólogos, arqueobotánicos, paleontólogos, geólogos, restauradores, incluso un médico. Buriles, martillos, escobillas, rasquetas, carretillas, destornilladores, paletines, pinceles, instrumental de dentista, escáneres, estaciones totales, ordenadores, PDA. Picar, rascar, limpiar, registrar la ubicación exacta del fósil. A Luisa le asombra todo. Le interesa todo. Bebe con los ojos y los oídos. Siente un increíble alivio al olvidarse de sí misma, de su madre, fuente inagotable de problemas, que vuelve a estar deprimida, y Luisa teme abrir un día su piso y encontrársela muerta. Suicidio al tragarse mamá cien lorazepames. El aburrimiento de saber que su madre es una montaña emocional previsible, un bucle repetido de emociones extremas que Luisa se conoce desde niña. Solo quiere huir. Solo quiere dejar de sentirse culpable. La maldición de la repetición familiar. Y sin embargo no podía distanciarse del todo de mamá. Luisa había ido a una psicóloga que le había dicho: «Trate a su madre con empatía, pero con distancia». Pero, claro, eso lo podías hacer con una paciente. Pero no con una madre. A pesar de que odiaba a su madre, no podía cortar del todo con ella. Luisa se quita el casco con la luz frontal y le da la mano a Sinaloa cuando termina de subir por el pardo terraplén que desemboca en el suelo resbaladizo de Cueva Mayor.

—¿Cuánto va a estar la sima cerrada? —pregunta Jesús.

—No lo sé. El tiempo que haga falta.

—No era eso lo que quería decir.

—¿Me permite hacerle unas preguntas?

—Claro.

El aire estaba enrarecido y olía a moho. Hacía frío y humedad.

—¿Cuándo termina el turno de trabajo en la sima?

—A las dos.

—¿Ha oído alguna vez algún rumor sobre la víctima?, ¿algo sospechoso?

—No.

—¿Y la víctima tenía relación con alguien del equipo de Atapuerca?

—No lo sé. Me extrañaría. Era una niña.

—Dieciséis años.

—Bueno, ya me entiende.

—¿Vio a alguien que le llamara la atención el día del asesinato de Miriam?

—No.

—¿Tiene usted enemigos?

—Los enemigos típicos que se pueden tener en la universidad cuando se tiene mucho éxito. —Sinaloa sonríe mucho para imprimir una nota de ironía a su frase y no parecer arrogante. Pero no logra el efecto deseado.

—¿Alguien sabía que su sobrina era alguien importante para usted?

—Cualquiera que me conozca un poco —respondió Jesús, conmovido.

Jesús Sinaloa da vueltas nerviosas dentro de Cueva Mayor. Luisa le sigue mirando la superficie irregular de pequeños terraplenes y hendiduras. No quiere romperse la crisma. Un gran foco proyectado hacia el techo ilumina la cueva. Un resplandor misterioso los baña a ambos con una luz violeta y fluvial.

—¿Sabía si Miriam tenía algún enemigo?

—No. Mi sobrina era un ángel. Era imposible llevarse mal con ella ni queriendo.

—¿Vio a Miriam con alguien después de la comida?

—Sí, y me extrañó, la verdad. Vi a mi sobrina con Max Rey hablando frente a la entrada de Portalón.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 36

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Un viaje alucinante a Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 36

En la comisaría, Luisa se topa con su madre hablando con Aduriz. Se queda en estado de shock. Arde de vergüenza.

—Mamá, ¿qué haces aquí? No puedes estar aquí.

Su madre se pone a llorar y a interpretar su papel de madre amantísima. Luisa mira al techo, agotada, impaciente.

—Hija mía, quiero que nos reconciliemos —dice su madre.

Luisa se tensa muchísimo. No quiere que su madre venga a verla al trabajo. La coge del brazo y la saca de la comisaría. Su madre se resiste y grita que su hija la maltrata.

Risitas y miradas fijas de los subordinados de Luisa.

—No puedes estar aquí, madre —dice Luisa mientras arrastra a su madre por las escaleras que descienden al vestíbulo y a la calle.

De repente, su madre cambia de humor y se vuelve, agresiva, hacia su hija.

—¿Por qué te fuiste a Madrid? Me has dejado sola todos estos años, sin nadie que me cuide.

—Tendrás valor.

—Me abandonaste. Nunca llamabas.

—Ya basta.

—Ni una llamada de teléfono durante todos estos años…

Su madre la mira fija con pupilas de loca. Cambia de tema en un solo segundo.

—¿Qué haces tú en la policía? Tú no pegas aquí. Tú no sirves para policía. ¿A quién quieres engañar, Luisa?, ¿eh?, ¿a quién? Tú no estás a la altura. Inspectora… A mí no me engañas.

Luisa extrae su iPhone de su chaqueta de cuero negro Yves Saint Laurent y llama a un taxi. Cuando llega el vehículo, mete dentro a su madre sin contemplaciones.

—No tienes corazón.

—Son los genes, madre.

—No quieres a nadie.

—Igual que tú.

—Pero ¿qué te he hecho yo, hija?

Luisa cierra la puerta del taxi y da al taxista la dirección de su hermana Mar. Luego se dirige de vuelta a la comisaría. Se queda ansiosa y descompuesta, con un mal cuerpo espantoso. Como un acto reflejo, se lleva las manos al cuello. Todavía tiene la cicatriz de la herida que le hizo su madre cuando la quiso matar.

—Siento lo de mi madre. Es una cruz —le dice Luisa a Aduriz.

—No pasa nada.

—No creas nada de lo que te haya contado mi madre. Es una mentirosa compulsiva. Está en estado maníaco y no se toma su medicación. Delira. Se inventa cosas y es incapaz de ver la realidad. Es bipolar.

Aduriz asiente con un gesto de la cabeza.

—¿Estás bien? —pregunta.

—He estado mejor.

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Un viaje alucinante a Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 35

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Un viaje estremecedor a Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 35

Aduriz lleva en el BMW a Luisa al hotel NH donde se aloja. La inspectora está hecha polvo. Aduriz le dice que no es culpa suya, ella no podía saber nada.

—¿Está muerta? —pregunta Luisa.

Aduriz asiente.

Luisa entierra la cara en sus manos.

—No.

—La vida es tan injusta. ¿Cuántos años tenía?

—Veinticinco.

—¿Qué ha pasado?

—Humberto Toribio había pegado una paliza a su hija. Casi la mata. Su novio le había puesto una bomba en el establo para vengarse de él.

—¿Por qué le había pegado una paliza a su hija?

—La chica había renunciado a una beca de investigación y a su trabajo en Atapuerca para irse a vivir con su novio a Madrid. Su padre no lo pudo soportar. Con todo lo que se había sacrificado por ella… Todos los sueños.

—¿Y cómo sabía ese tipo poner bombas?

—Le habían echado del TEDAX de Madrid. Un pirado.

Luisa se arrastra por el pasillo enmoquetado de azul del NH hasta la habitación 515. Se sitúa frente a la puerta. Extrae la tarjeta de plástico que le posibilita la entrada a su alojamiento. La pasa por el lector con un gesto rápido de la mano. Una lucecita se ilumina con un resplandor verde. Luisa dobla el picaporte y entra en su habitación.

Luisa se ducha, se enjabona, se quita los churretes de polvo y suciedad. Cierra los ojos y vuelve a su infancia, vuelve a buscar la compañía de su hermano Toni.

Dos niños duermen abrazados en su cama en un espacio de amor y protección. Luisa aferra a su hermano Toni. La niña de repente oye un ruido, se sobresalta, se levanta de la cama y arrastra la mesa de la habitación para colocarla contra la puerta como medida de seguridad.

En su habitación de hotel, Luisa Baeza duerme abrazada a un niño. Es Toni, su hermano pequeño. De repente, Luisa se sobresalta: el pomo de su puerta se gira. Se levanta. Arrastra la mesa hacia la puerta y la coloca allí para bloquearla.

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Un viaje estremecedor a Atapuerca.

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