«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 39

Ilustra la novela Los crimenes de atapuerca. El secreto más tremendo de Atapuerca

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El secreto más tremendo de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 39

Mientras Luisa y Aduriz registran la habitación de Max Rey en la residencia de estudiantes Gil de Siloé y cogen sus medicamentos, ordenador portátil, documentos y residuos de la papelera, los técnicos de la Científica pasan el luminol por paredes y techos. En el baño, la luz ultravioleta revela manchas de sangre en las paredes y en el lavabo.

En la tele, Andrea y yo vemos en el telediario de Televisión Española la noticia sobre el llamado crimen de la Sima de los Huesos.

—Una fuente de la policía apunta a que el semen que apareció en el cadáver de Miriam Sinaloa pertenece a Max Rey, uno de los directores del proyecto Atapuerca —dice Carlos Franganillo, el presentador.

Andrea se queda en estado de shock. Mira con conmoción embotada la pantalla azul. Yo siento cómo los nervios atenazan mi tripa.

Llaman a la puerta. Yo voy a abrir. Es la policía. Técnicos de la Científica enfundados en monos blancos, con gorros, patucos, con maletines de recolección de pruebas, entran en casa. Los lidera la inspectora Baeza, quien nos pide a Andrea y a mí que salgamos al porche. La obedecemos.

Manu, Sebastián y Helena están trabajando en el laboratorio. Los de la Científica examinan cada rincón de la casa, espolvorean polvos fosforescentes que brillan en la oscuridad, cogen el ordenador de Max y lo cargan en su furgoneta blanca, sacan una caja con papeles y blocs, también se llevan los cuadernos de campaña del padre de Andrea. Cargan bolsas donde han metido ropa y zapatos de Max, incluso se llevan el mono rojo con el que Max solía bajar a la Sima de los Huesos. Aunque hace años que ya no lo hace.

—¿Y sus herramientas? —pregunta la inspectora Baeza a Andrea. Esta la lleva al sótano, donde en un arcón están guardadas la maza, el martillo, el destornillador, un pequeño maletín de cuero marrón con instrumental de dentista, una bolsa de lona roja en la que hay guardadas jeringas y botes llenos de solución consolidante para endurecer los fósiles antes de extraerlos. Los técnicos de la Científica, con sus manos enfundadas en guantes de látex color azul, meten todo en una caja y se lo llevan.

La inspectora Baeza nos hace preguntas y más preguntas a Andrea y a mí en la penumbra desolada del porche. ¿Vimos a Max esa noche en Atapuerca?, ¿había algún coche?, ¿oímos o vimos algo sospechoso?, ¿estamos seguras de que la puerta del Portalón estaba cerrada? Yo tirito en el relente destemplado de la tarde. Andrea da vueltas y vueltas a lo mismo. Niega todo. Pero me doy cuenta de que la inspectora Baeza no le cree. Piensa que está encubriendo a su padre y tiene la certeza de que yo soy su cómplice.

—¿Sabéis los años que os pueden caer por encubrir un asesinato?, ¿y por ser cómplices de asesinato?, ¿os acordáis de Raquel Gago, la policía amiga de Montserrat y Triana en el crimen de León? Le cayeron catorce años.

Ilustra la novela Los crimenes de atapuerca. El secreto más tremendo de Atapuerca

La angustia me oprime el pecho. Las tarjetas de las cámaras GoPro. ¿Cuánto tardará la policía en averiguar que bajamos a la Sima de los Huesos con cámaras y grabamos todo? La ansiedad me cierra la garganta como una corbata de hierro que se ciñe a mi tráquea. Cuando la inspectora termina de interrogarnos, doy una vuelta por el jardín porque no puedo respirar. Necesito estar unos minutos a solas para tranquilizarme, lejos de las pupilas de hielo de Luisa Baeza. Boqueo en busca de aire. Me mareo y siento un vértigo enfermo. Me tengo que sentar en el césped de la pradera trasera, donde un topo ha hecho emerger un túnel de tierra, destripando el manto de hierba. La ansiedad, esa arena desagradable que araña mi corazón, se ceba en mí.

Dos horas después, cuando ha acabado el registro, la toma de pruebas de la científica, dos agentes de la Policía Judicial de Burgos llegan con dos perros, dos pastores alemanes, y hacen una batida por la casa y el jardín.

Son perros especializados en buscar sangre y otros restos biológicos, como huesos y dientes. Leí un artículo en El Mundo sobre dos de esos perros de la Guardia Civil cuando asesinaron a Laura Luelmo durante las Navidades pasadas. Marley y Athos, dos pastores belgas malinois, habían buscado y encontrado sangre de Laura en la casa de Montoya, su asesino. La sangre, una vez seca, puede ocultarse de muchas maneras, puede limpiarse, pero a ellos no se les escapa. Por lo visto, lo más difícil de su entrenamiento es enseñarles a que marquen la sangre sin tocarla. Para un perro la sangre humana es comida. Lo importante es que el perro encuentre los restos de sangre y se quedé inmóvil.

Las nubes como grandes algodones de azúcar color rosa pasan a cámara rápida por la pantalla del cielo violeta y vainilla. Yo saco un cigarrillo de mi paquete Camel y lo enciendo. Exhalo el humo blanco, que se condensa en la tarde húmeda y fría. Fumo para calmar los nervios. Pero mi corazón late arrítmico y desquiciado. La nicotina me sabe fatal. Pero sigo fumando un cigarro tras otro hasta que me acabo el paquete.

Una hora después, los dos agentes sacan a los perros al jardín. Hacen una batida de cada centímetro de su superficie. Los perros olfatean, ladran, sujetos por correas que dominan los dos policías. Pero no encuentran nada.

Ilustra a la escritora Nuria Verde

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