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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 28

Sinopsis

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en las mejores novelas negras. El fascinante y estremecedor misterio de Atapuerca.

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 28

Aduriz conduce su Toyota con Luisa a su lado. Atraviesan la sierra de la Demanda, palpitante de belleza. Hace mucho calor. Un edredón de nubes color madreperla pasa muy deprisa por el cielo azul. Hay una luz color melocotón. Los días se alargan a medida que avanza el verano.

Atapuerca sobresale al fondo de la carretera de tierra que desemboca en una inmensa explanada. El yacimiento es un gigantesco queso gruyer. Un karst creado por rocas carbonatadas porosas. Hace diez millones de años el río Arlanzón agujeró su espalda kárstica y modeló galerías, cuevas y túneles naturales. Un tesoro arqueológico que fue refugio de humanos, a Luisa le costaba pensar en ellos como sus antepasados. ¿Habría vivido vidas pasadas y habría habitado ella en una de esas cuevas? No. No le gustaba pensar en el pasado. El pasado estaba arañado por las garras de la infelicidad.

 —Ruscalleda me ha llamado. Que quiere un arresto cuanto antes. Que le están presionando de Madrid, de la Junta —dice Luisa.

—Putos políticos.

—Son como buitres. Solo les preocupa la mala publicidad.

—Ya. No quieren matar la gallina de los huevos de oro.

—Lo único que les agobia es evitar la sangría económica en Atapuerca.

—Lo de que hayan matado a una pobre chica es lo de menos. Que les den por culo.

—No pensarían así si fuera su hija —dice Aduriz. Le viene a la cabeza su mujer Ángela, con su vientre abultado, donde crece su bebé. Pronto va a ser padre. Una vez más siente que no va a estar a la altura.

—Pero nunca es su hija —dice Luisa.

A Luisa le suena el móvil. Ruscalleda. Lo coge.

—Sí, justo ahora estamos aquí. Vale. Sí, sí, sí. Bueno, nos vemos.

Cuando cuelga Luisa, le dice a Aduriz que tienen que volver a Burgos. Videoconferencia con la ministra.

Cuando entran en la ciudad, culebrean en las callejuelas del centro. Luisa mira por el retrovisor. Se estremece. Se cruza con la mirada azul desconsolada de Toni, que va en el asiento trasero.

—¿Por qué no viniste a buscarme, Luisa?

La videoconferencia con la ministra es breve. Les pregunta por los avances del caso de Miriam Sinaloa. No hay ninguno, pero Luisa dice que están en la fase inicial de la investigación. La ministra dice que manda a Burgos a José Jiménez, un odontólogo forense de probada experiencia y prestigio para ayudarlos en la investigación. Omite contar que es amigo suyo.

Una hora después, Luisa Baeza se pelea con el comisario jefe Ruscalleda, que ya está más que harto de ella. Si no fuera una inspectora brillante y hubiera resuelto casos en Madrid, le daría una patada en el culo y la mandaría al infierno. Quizás lo haga, aunque Luisa sea el sursum corda.

—Encima me cae el muerto de la becaria —dice Luisa.

—No es una becaria —grita Ruscalleda—, es una agente de investigación en prácticas, se está preparando la oposición para subinspectora. Tenemos el deber de enseñar a los que tienen menos experiencia y menos conocimientos.

 ¿De quién fue la genial idea de construir su despacho con paredes de cristal? Ruscalleda siente que no tiene intimidad. Se siente expuesto a la vista de todos en la comisaría. Odia la sensación de estar bajo la luz pública. Todos sus agentes pueden ver los entresijos miserables que oculta su cargo, las peleas con esa mosca cojonera que es Luisa Baeza.

—No quiero saber nada de ella —brama Luisa—. Esto es un caso de asesinato de una menor. No es un parque de atracciones para principiantes.

—Oye, Luisa, ¿quién manda aquí?

—Pero en mi caso no. Yo no hago caridad. Esa niña está fuera.

—¿Te digo yo cómo tienes que llevar tu investigación? —Ruscalleda siente que un sudor frío baña su cara.

Qué puta mosca cojonera, coño. El brazo derecho le duele. De repente, se apodera de él un pánico cerval: se le va a repetir el infarto que sufrió hace un año.

—No. No lo hago. Pues no me toques lo cojones y no me digas cómo tengo que llevar lo mío. ¿O te quieres volver a Madrid? Porque ya me dijeron que nadie quiere trabajar contigo y que no es que seas difícil, no, lo siguiente —ruge Ruscalleda.

Siente la mirada de todos centrarse en él en esa pecera que tiene de despacho.

—¿Quién ha dicho eso? —dice Luisa, rígida.

La pregunta queda sin respuesta.

Fuera del despacho de Ruscalleda, Lucía Bernal, la becaria, escucha la bronca. Luisa sale sin mirarla. Pasa de largo por su mesa. Lucía se remueve como un gusano frente a su ordenador.

Frente a su portátil Mac, Luisa revisa las fotos del cadáver de Miriam, visiona la grabación de la cámara de seguridad de la entrada de Atapuerca, que registra el tráfico de los coches que acceden y salen del yacimiento. Toma nota de las matrículas de los vehículos y las comprueba en la base de datos. Nada. La frustración absorbe la poca energía que le queda.

Lucía finge trabajar frente a su ordenador mientras siente arder sus mejillas de pura vergüenza. Piensa que no va a poder con este trabajo, que se ha equivocado de profesión, que no está a la altura. Se levanta, se encierra en el baño, saca una cajita del bolsillo de su chaqueta, coge con su dedo meñique una pizca de polvo blanco y lo esnifa. La cocaína la hace sentirse mejor al instante. Su cabeza está despejada y fresca. Le invade una energía acelerada y ligera. Lucía quiere hacer cosas: correr, salir a interrogar a testigos, estudiarse el sumario, revisar las pruebas. Lucía hasta se atreve —gracias a la raya que se acaba de esnifar— a acercarse por detrás a la mesa de la inspectora Baeza, que visiona en su portátil la grabación de la cámara de seguridad de la entrada a Atapuerca durante el día del asesinato.

De repente, Lucía, superconcentrada por la potencia mental que proporciona la cocaína, se da cuenta de algo. Sin poder controlarse, pone la mano sobre el ratón del portátil de la inspectora Baeza y para la imagen.

—¿Qué coño haces? —pregunta Luisa.

Lucía mueve hacia atrás el vídeo y congela el fotograma. Una furgoneta blanca de reparto de cerveza marca Ámbar aparece en la pantalla.

—¿Qué hace una furgoneta de reparto de cerveza en Atapuerca?

—¿Por qué? —pregunta Luisa.

—Porque allí está prohibido beber alcohol. Lo prohibió Max Rey cuando se murió aquella chica en una fiesta —dice Lucía.

—Vicky.

 Lucía mira a Luisa. Sonríe. Luisa mira a Lucía. Le sonríe por primera vez desde que se conocen.

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El fascinante y estremecedor misterio de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 4

Sinopsis

Queridas lectoras: comparto con vosotras el capítulo cuatro de mi novela «Los crímenes de Atapuerca».

A Míriam Sinaloa, una estudiante de dieciséis años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 4

1 junio de 2019. Quince días antes del asesinato. Burgos

La mañana en la que Max Rey nos convocó a su despacho, yo tenía una resaca espantosa. No me acordaba de nada de lo que había pasado la noche anterior en la fiesta. Solo tenía un puñado de estados de ánimo: ansiedad, vergüenza, culpa y la sensación ominosa de tener que guardar un secreto: mi infidelidad a Andrea, mi novia. No ha pasado. Si no piensas en ello, no ha pasado.

Andrea y yo acudimos a la cita con Max como dos conspiradoras. Salimos de nuestra habitación de la residencia de estudiantes Gil de Siloé con el sigilo de dos gatas. Atravesamos los pasillos de baldosas jaspeadas de piedras grises y marrones que olían a calcetines sucios, pizza revenida y jabón de fregar, un olor que me recordaba al colegio, donde había sido muy infeliz. La mala conciencia me atormentaba.

De camino al despacho de Max, nos cruzamos con Ricardo Díez, quien, con cara de malicia y una sombra de avidez lujuriosa que se posó en sus pequeños y mezquinos ojos, me preguntó:

—¿A dónde vas, Lara?

—A la cantina —improvisé sin aflojar el paso, con Andrea tirándome de la manga de la camiseta, impaciente ya por que nos despegáramos de Ricardo, quien le caía como una patada en el estómago.

Pero Ricardo se pegó a nosotras como una sanguijuela. Se acompasó a nuestro paso sin hacer caso del rechazo que irradiábamos.

—¿Ahora? —Ricardo fingió sorpresa.

—¿Qué tal anoche? —dije yo en un desesperado intento de cambiar de conversación, con Andrea poniendo mala cara y sacando la lengua como si vomitara, sin importarle que Ricardo la viera. No le importaba quedar bien. La independencia era una de sus mejores virtudes.

—Yo acabé fatal. Estoy superperjudicado. Me sobraron los últimos chupitos, esos jodidos cerebritos —dijo Ricardo sin aliento.

Andrea aceleró el paso. Odiaba a Ricardo, un pelota máximo, un lobo con piel de cordero, duro con los débiles y débil con los duros. Blando por fuera, despiadado por dentro.

Ricardo Díez era un experto en preparar los cerebritos que remataban la fiesta los sábados por la noche en el Gil de Siloé. Si eras lo suficientemente incauta como yo para seguirlo en su farra, los malditos cerebritos te cocían el cerebro con su alcohol eléctrico. El resultado era una jaqueca azul fosforescente que cabrilleaba en el horizonte más inmediato de las circunvoluciones de mi cerebro.

No había cumplido lo que me había prometido a mí misma. No me había escapado de la fiesta para ir a buscar a Andrea a su habitación monacal, donde ella estudiaba por la noche, tal y como había planeado cuando empezó la juerga. En contra de mi buen juicio, había permanecido en la celebración en la cancha de baloncesto mágica y sudorosa del Gil de Siloé, con Max cantando desde la cima de la barra al lado de la nevera de Coca-Cola Its Only Rock and Roll and I Like it mientras bebía sin parar whisky con agua y hablaba con Germán, con el que acabaría en la cama, borracha. No puedes beber así.

Saturada por la culpa, preocupadísima por que Andrea pudiera darse cuenta de que anoche le había sido infiel, aparté ese recuerdo de mi memoria. Pero la ansiedad me atormentó, me aplastó, me asfixió, me escaldó y no me dejó vivir.

Dos horas antes me he duchado en la habitación de Germán, desesperada y hecha polvo, con las piernas temblando por el agotamiento de la resaca, oliendo a sexo y a mala conciencia, dominada por el ansia de borrar el más mínimo rastro de la noche anterior.

La angustia posalcohólica me hizo pedir a Dios ser buena. Solo quería ser una buena persona. Solo quería ser decente. Sabía que era el dolor que tenía acumulado dentro de mí el que me hacía beber de esa manera desquiciada y hacer cosas horribles que no quería hacer. Arrepentida, prometí compensar a Andrea, a quien quería de verdad. Es la chica de la que estoy enamorada hasta las trancas.

—A mí también me duele la cabeza —dije mientras fijaba la vista en mis zapatillas New Balance negras.

Andrea puso los ojos en blanco y miró al techo.

—¿A qué hora acabaste?

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