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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 9

Sinopsis

Queridas lectoras: comparto con vosotras el capítulo nueve de mi novela «Los crímenes de Atapuerca». El crimen más terrible de Atapuerca. Os recuerdo la historia:

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 9

Amaneció una mañana preciosa. Un cielo despejado, de un azul delicado como si Dios lo hubiera pintado con sus propias manos. La sierra resplandecía verde brillante, empapada en rocío. Los bosques de encinas y robles se agitaban bajo una suave brisa.

Después de descubrir el cadáver de Miriam y responder a unas preguntas de la policía, Andrea y yo nos fuimos a la casa que Max tenía en la sierra de Atapuerca. Pero yo no pegué ojo en toda la noche. El insomnio y los fantasmas me mordieron la mente hasta que no pude más y me levanté, exhausta. A mi lado, Andrea dormía como un lirón, ajena a mi angustia.

Cuando cerraba los ojos, me venían a la memoria, en vertiginosas y envenenadas ráfagas de imágenes, la cara de Miriam pegajosa de sangre, con los ojos desorbitados, las moraduras en su cara, el pelo negro empapado de sangre coagulada y negra. Esos recuerdos se mezclaban con otros jirones de mi pasado que había intentado olvidar, pero había sido inútil. Yo abriendo la puerta de la habitación de papá. Papá tendido en el suelo, inconsciente, con una espuma blanca saliéndole por la boca, bajo un gran charco de sangre oscura que se oscurecía sobre las baldosas de mármol color salmón. La ansiedad latió en la base de mi garganta con su ritmo sin aire, con su tono siniestro. Papá se había tomado setenta Orfidales. Inconsciente, se había caído de la cama al suelo, donde se había golpeado la cabeza con la pata de mi mesa de estudio, la mesa en la que yo había preparado mis exámenes de Matemáticas, Historia y Literatura durante mi adolescencia, la mesa frente a la que yo había pasado horas y horas hincando los codos, tratando de escribir una novela frente a mi cuaderno y fracasando en el intento.

Por fin, harta de mi depresión silente, harta de estar en la cama dando vueltas, anhelando un descanso que no llegaría, decidí levantarme. Fui a la cocina vacía. Toda la casa dormía. Me preparé un café. Me lo bebí de pie ante la ventana con vistas al jardín que Max había plantado cuando se construyó la casa. A Max le encantaba trabajar la tierra, le encantaba ensuciarse las manos, cavar, arar, plantar, regar, escardar, rastrillar.

Max había nacido y crecido en un pequeño pueblo del Pirineo catalán, Tallül. Sus padres eran campesinos. Allí, de niño, Max se había metido en las cuevas de la montaña acompañado de su abuela y había desenterrado fósiles, los había estudiado y coleccionado. Su habitación era un cúmulo de huesos de osos, fragmentos de cráneos humanos que había excavado, cuchillos de sílex. Una tarde encontró hasta un bifaz tallado en piedra, perteneciente al periodo Achelense.

Durante el invierno, el jardín lo cuida Martín, un chico de Ibeas de Juarros que viene una vez por semana a regar, a quitar las malas hierbas, a rastrillar las hojas que se acumulan en el césped, a podar los árboles cuando toca.

En su jardín, Max creó su propio paraíso, su Arcadia particular. Plantó todas las especies arbóreas que se le antojaron. Hay árboles frutales: limoneros, naranjos, nísperos, manzanos, mandarinos, perales. Hay olmos, magnolios, cipreses, cedros del Líbano, nogales, avellanos, robles, cedros del Atlas, bojes, eucaliptos, enebros sirios, laureles, aligustres, mahonias, castaños de Indias, cedros del Himalaya y cipreses de Portugal.

Max, arrebatado por su entusiasmo maníaco, impulsado por su energía desbordante, incansable, llegó a plantar también un tejo y un gingko biloba, cuyas hojas se ponen amarillas en invierno. Es un jardín maravilloso.

Abro la puerta de la cocina y salgo al porche con suelo de losas de piedra. Estoy descalza. El suelo está frío. ¿Qué le voy a decir a la policía? Porque la policía va a venir a interrogarnos a Andrea y a mí enseguida. Es cuestión de minutos, de horas a lo sumo. Puede que la inspectora Baeza ya esté de camino hacia nuestra casa. Hará muchas preguntas. Querrá saber la verdad. Querrá saber lo que vi. ¿Y qué vi exactamente? Los recuerdos se tornan confusos en mi cabeza aturdida. Solo hay una cosa que voy a ocultar a la policía. Andrea me lo ha pedido como favor y yo le he dicho que sí.

Ayer llegamos a las tres de la mañana a casa. Estábamos agotadas. Bebimos agua como dos desesperadas, nos duchamos, nos pusimos el pijama y nos servimos una copa de vino de una botella de Alión mediada que había sobre la encimera de la cocina. Yo quería irme a la cama enseguida, estaba exhausta, pero Andrea insistió en que descargáramos los clips de las tarjetas de nuestras GoPro y viéramos su contenido en nuestro Mac portátil.

Nos sentamos frente a la mesa de la cocina y contemplamos los planos que habíamos grabado hacia unas horas cuando encontramos el cadáver de Miriam Sinaloa dentro de la Sima de los Huesos.

—¿No te registró la policía?

Andrea negó con la cabeza.

Qué inútiles, por favor. La policía real es menos eficaz que la que sale en las series de televisión. Menuda chapuza. La cantidad de asesinos que andarán sueltos por ahí, la cantidad de equivocaciones, de errores letales que se habrán producido a lo largo de los años en las investigaciones policiales, la cantidad de inocentes que estarán encerrados en las cárceles injustamente. Me estremecí.

La luz de nuestras linternas se proyectaba en la cámara funeraria de la Sima. El cadáver de Miriam sobre un gran charco de sangre en los tablones de madera, los gritos y el horror como brochazos rojos en el cerebro, el escalofrío y una sombra que se perdía en el corredor del fondo. ¿Quién era? No le reconocí la cara. Solo era un bulto. Pero supe que era el asesino. El corazón me latió muy deprisa. Me sobresalté. Paré con el puntero del ratón el vídeo. Rebobiné las imágenes. Me fijé en una débil luz titilante que había al fondo de un ramal de la sima. Me recorrió un escalofrío frío por la espina dorsal

—¿Esta salida no estaba ciega? —pregunté a Andrea.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 8

Sinopsis

Queridas amigas: comparto con vosotras el capítulo 8 de mi novela «Los crímenes de Atapuerca». Os recuerdo la historia. El crimen más escalofriante de Atapuerca.

A Míriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 8

Carla, angustiada, corre hacia Cueva Mayor, se acerca a la puerta enrejada de Portalón, que está precintada por un cordón policial. El juez de guardia levanta el cadáver acompañado de la secretaria judicial, que toma notas en un bloc.

Es noche cerrada. La una de la mañana. Carla siente que le vacían las entrañas cuando ve a dos agentes que salen de Cueva Mayor portando el cadáver de Miriam metido en una bolsa funeraria negra, reposando sobre una tabla espinal.

—Hija mía, hija mía, aquí estoy, hija mía —aúlla Carla.

Ese aullido animal. Luisa solo lo ha oído dos veces. Cuando le dijo a aquel hombre que su niña había aparecido asesinada en aquel pozo cerca de Castro Urdiales después de que una vidente le hubiera convencido de que su hija de cuatro años estaba sana y salva, y a sí misma cuando volvió a la cueva de Rota y Toni, su hermano, había desaparecido con el monstruo.

Carla vuelve a aullar. No es agradable escuchar ese aullido de mamífera más allá de la desesperación. Ha perdido a su cría. La pesadilla empieza. No va a acabar nunca. Nada de lo que le diga Luisa va a poder consolar a esa madre. Lo sabe porque Luisa ha estado en ese lugar que está más cerca de la muerte que de la vida.

Un solo segundo te puede cambiar la vida para siempre.

Luisa coge a Carla del brazo y la retiene mientras le dice que no se acerque. Una mano invisible presiona el corazón a Luisa, que ahora se acuerda de Toni, su hermano. Siente que dentro de ella se desencadena una tormenta helada, llena de viento y nieve y desesperación.

Toni está a su lado. Tiene seis años como cuando desapareció.

—¿Por qué no volviste a buscarme, Luisa? Te esperé, te esperé. Pero no viniste —dice el niño.

La angustia cierra la garganta a Luisa.

—Me ha matado a mi hija. Hijo de puta, me ha matado a mi hija —grita Carla.

Desde una distancia de dos metros, Jesús Sinaloa mira cómo Quique, su hermano y padre de Miriam, abraza a su mujer.

Jesús arranca a andar por la cuesta embarrada fuera de Cueva Mayor y se seca las lágrimas que arrasan su cara con las mangas de su jersey.

Los dos agentes trasladan el cadáver al coche funerario. Otro agente abre la puerta trasera. Los policías meten dentro el cadáver de Miriam.

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Un viaje increíble a Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 5

Sinopsis

Queridas lectoras: comparto con vosotras el quinto capítulo de mi novela thriller «Los crímenes de Atapuerca» (Editorial Caligrama) Os dejo la sinopsis para las que os acabéis de incorporar a este viaje. Un crimen escalofriante.

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 5

1 junio de 2019. Quince días antes del asesinato. Burgos

El zumbido de los tubos fluorescentes en el techo, el trasiego de la gente del equipo de la Dolina, que iba recién duchada a desayunar a la cafetería del Gil de Siloé. Los más viejos, con pantalones cortos vintage color caqui Coronel Tapioca de amplios bolsillos, camisetas beige con el dibujo impreso del Homo antecessor. Los más jóvenes, con el pelo de punta engominado, litros de colonia, olor a champú de hierbas. Mañana recién estrenada.

Ruido de bandejas metálicas. Café con leche y paquetes de galletas María. Una camarera, con cara de resignación y, a la vez, de desear estar en otro sitio, que lleva un gorro blanco parecido a los de la ducha, solo que de tela blanca ajustado a sus rizos grasientos y negros, me mira.

—¿Qué te pongo? —pregunta.

Flashes desagradables me bombardean la cabeza. Germán penetrándome en su cama. Yo arqueando la espalda y echando atrás la cabeza.

Germán, que busca neandertales en la cueva del Mirador.

¿Por qué lo había hecho? Cuando bebía no tenía límites, podía hacer cualquier cosa, perdía el control. Quiero retroceder en el tiempo y borrar mi infidelidad. La vergüenza me cubre como un sudario.

Esa mañana me juro que no vuelvo a beber. La resaca me hace sentirme fuera de la realidad, de todo lo bueno que tiene la vida, del amor por mi chica, atrapada por una espantosa migraña. El corazón me late como un pájaro angustiado.

Hace solo diez días que estoy en Atapuerca, pero me parece que llevo diez años. El yacimiento se divide en cuatro complejos. El primero que se investigó fue el complejo 1, que está compuesto por la Sima de los Huesos, la Sala de los Cíclopes, la Galería de las Estatuas, la Galería de Sílex y el Portalón.

La Trinchera del Ferrocarril es el complejo 2. Allí se encuentran los yacimientos de la Sima del Elefante, la Gran Dolina, Galería y Covacha de los Zarpazos y el Penal.

En los años 70 se descubrió el complejo 3, que está enclavado lejos de la Trinchera. Lo compone el yacimiento del Abrigo del Mirador. A continuación, en la década de los 80, fuera de las cuevas, al aire libre, se hallaron los yacimientos del Hundidero, Hotel California, Fuente Mudarra y Valle de las Orquídeas.

Aún estaba reciente la polémica acerca de la especie que se había encontrado en la Sima de Los Huesos. Michael Donovan, profesor del Museo de Ciencias Naturales de Londres, aseguraba que esos homínidos eran neandertales primitivos. Pero Jesús Sinaloa, director del yacimiento de la Sima de los Huesos, la había clasificado como Homo heidelberguensis.

En Atapuerca se excava en nueve yacimientos, un cinco por ciento de los doscientos descubiertos en la sierra. Se hace un trabajo de paleontología que se heredará de generación en generación. El 99 % de los fósiles y restos de la industria lítica siguen enterrados.

—Resacón en Burgos —bromea Ricardo mientras se acerca con un gesto cómplice y me susurra—: Un poco de coca te vendría bien.

—Ya llegamos tarde, vamos, Lara —dice Andrea, arrastrándome hacia el despacho de Max. Tengo que reprimirme porque todas las células de mi cuerpo ansían un gramito de cocaína. El deseo arde dentro de mí y me emborracha con su promesa infinita de euforia. La boca se me seca. Un latigazo de frustración me azota.

—Buenos días, Andrea. Anoche no te vi en la fiesta —dice Ricardo mirando a Andrea con gesto frío.

Andrea ni se molesta en contestarle. Tira otra vez de mi manga y me susurra:

—Vamos. ¿Tú no estabas muerto, Ricardo? —pregunta Andrea con ese orgullo que es marca de la casa.

A pesar de que estoy a punto de vomitar, no puedo evitar reírme.

—Cómo eres, qué tía —contesta Ricardo con tono de cabreo disfrazado de sorna—. Qué educación —añade.

Me doy cuenta de que un nubarrón negro cruza la cara de Andrea. De repente, intuyo que se avecina una pelea. Andrea no soporta que se le mencionen su infancia de huérfana ni su crianza sin padres biológicos.

Una oleada de irritación hacia Ricardo se levanta dentro de mí. «Qué invasivo, el muy idiota. ¿Por qué no nos deja en paz?, ¿no se da cuenta de que no queremos hablar con él? ¡Qué gilipollas!».

Cojo la mano de Andrea y se la aprieto en un gesto de complicidad.

Ahora soy yo la que tira del brazo de Andrea, que se ha puesto rígida. Me acerco a su cuello, ese cuello que yo tanto amo y que he acariciado durante tantas noches que ahora añoro, noches de cartografiar su cuerpo de huesos frágiles de pájaro. De pronto me viene su manera íntima y especial de llegar al orgasmo, retorciendo la cara y luego relajándola. Su grito de gozo íntimo.

—Pasa de él. Es un gilipollas.

—Te vi anoche. Pero tú no me viste, Lara. —Malicia en los ojos de Ricardo, que parpadean rápido como si fuera un Bambi inocente.

Siento una increíble tensión en mi tripa. Quiero tapar la boca de un puñetazo a ese pesado, quiero lanzarme a su carótida y darme un baño de sangre a su costa.

De repente, el miedo a que Ricardo diga algo de lo que pasó anoche con Germán me devora. «¿Por qué lo hiciste?, ¿estás loca? Tienes en Andrea lo que siempre has soñado. ¿Cómo puedes ser tan perversa y serle infiel a tu novia, que te quiere?». No puedo beber. Me lo decía mi amigo Antón. «Lara, no puedes beber». Llega un momento en el que descontrolo, hago cosas espantosas de las que luego me arrepiento. La culpa me come. Me muero si Andrea se entera. Me enferma la idea de perderla. Me odio a mí misma. Ardo de vergüenza.

Ricardo abre la boca con un deleite desnudo que brilla en sus ojos de serpiente, que aparentan una simpatía de quincalla.

—Te vi bailar con Germán.

Cuchillada en la tripa, pánico frío que se enrosca en mi espina dorsal. Hiervo de ira blanca, estallido caliente. El impulso de pegarle una bofetada al idiota integral de Ricardo me pica, poderoso.

Pero una náusea fría asciende del estómago a mi garganta. Voy a vomitar. Me doblo y echo un líquido amarillo sobre las Nike blancas y nuevas de Ricardo.

—¡Joder!

—Lo siento.

—Llegamos tarde, Ricardo. Ciao —dice dándole la espalda.

Andrea y yo dejamos con la palabra en la boca a Ricardo, quien es tan vulnerable al rechazo. Nos mira con expresión frustrada y cabreada.

Andrea se parte de risa mientras tira de mí hacia el baño. Me lavo y enjuago la boca llena de un eco ácido, repugnante. Me derrito de vergüenza. Tengo que dejar de beber.

Corremos por los pasillos del Gil de Siloé, la residencia donde se aloja todo el equipo que trabaja en Atapuerca durante la campaña de excavación. La Junta de Castilla y León paga el alojamiento. Al lado de este edificio están los laboratorios donde el equipo, por la tarde, analiza los restos fósiles que han encontrado por la mañana.

Normalmente se excava durante los meses de junio y julio. Pero este año es un año muy especial por muchas razones y unos pocos paleontólogos han empezado a trabajar a finales de mayo.

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Un crimen escalofriante.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 1

SINOPSIS

A Miriam Sinaloa, una estudiante de dieciséis años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de La Sima de los huesos. La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención. El crimen más oculto de Atapuerca.

CAPÍTULO 1

Andrea y yo nos ponemos los monos rojos manchados de arcilla, los arneses, los cascos de mineros con luz frontal, cogemos las linternas, nos subimos las cremalleras, nos ajustamos las cámaras Gopro en el casco antes de sumergirnos en el laberinto oscuro y frío de la Sima de los Huesos que tiene forma de calcetín.

La única investigación que importa en la vida es la de averiguar quiénes somos. Esa frase parpadea en la pantalla de la mente de Andrea ante de abismarse en el tobogán negro de la Sima de los Huesos. Baja por la escala anclada a la bocana que se balancea inestable.

Andrea es la nieta de Max Rey, codirector del proyecto Atapuerca y máximo responsable de la excavación en La Gran Dolina. Todo el mundo decía en Atapuerca que Max la dejaba bajar a la Sima sin control porque era una enchufada. Pero Andrea, que fue testigo del asesinato de su madre a los cuatro años de edad, ha soportado demasiado sufrimiento en la vida como para que le afecte a su serotonina las pullas de algunos. Su infancia es su caja negra. Sin embargo si sobrevives a los fantasmas del pasado, te haces fuerte porque ya no te importa lo que te pase.    

Yo la miro con cara de preocupación. He aceptado bajar con Andrea a la Sima de los Huesos porque quiero vigilarla. La última vez que descendió sola a excavar estuvo tanto tiempo en el agujero que se quedó sin oxígeno. Max tuvo que llamar al 112, que la salvó in extremis después de que entrara en parada cardiorrespiratoria.  

La excavación se divide en cuadrículas. El trabajo se aborda excavando en los estratos que corresponden a un fragmento de tiempo de la Prehistoria.

 

Es el yacimiento funerario más antiguo del mundo. Allí se encontró un fósil de 430.000 años de antigüedad, el famoso cráneo número cinco, también conocido como Miguelón, Homo heidelberguensis o neandertal primitivo -todavía hay polémica- conservado gracias a las increíbles condiciones de temperatura y humedad de la excavación.  

La Sima de los Huesos alberga la colección de fósiles humanos más completa de la era del Pleistoceno Medio. Se han encontrado 50 esqueletos completos de homínidos. Se ha logrado descifrar ADN humano en fósiles de hace medio millón de años. Hay muy pocos yacimientos donde se conserve ADN tan antiguo como no sea bajo el hielo. La Sima es única. No hay otro sitio donde se pueda extraer ADN mitocondrial tan antiguo.

Del techo de caliza cuelga la única planta que hay, al lado del termómetro. La temperatura se mantiene en diez grados. Estamos a treinta metros de profundidad. La concentración de oxígeno es muy baja. Movernos nos cuesta mucho esfuerzo a Andrea y a mí. 

Sierra de la Demanda en verano.

Unos huesos sobresalen como estacas grotescas del suelo de barro.

-Son fósiles de oso-dice Andrea-Los humanos están abajo-añade y se vuelve hacia mí, con esa sonrisa aniñada que me llena el pecho de emoción.

Los sedimentos han bajado hacia la base de la sima, una profunda hendidura de catorce metros de profundidad. Un puré de barro del que emergen huesos humanos que se fosilizaron hace medio millón de años.

-Me da miedo mirarlos por si se deshacen-digo.

-Ja, ja, ja-se ríe Andrea. La alegría burbujea en mis venas por haberla hecho reír.

Cada doce meses quitamos sólo veinte centímetros de barro. Es un trabajo paciente y desesperante.

-¿Qué hay?-pregunto.

-De todo-contesta Andrea-. Costillas, vértebras, cráneos, huesos de manos y pies, huesos de brazos y piernas.

Media hora antes Andrea y yo hemos estado en la Sala de los Cíclopes. El silencio era absoluto y sobrecogedor. Oía cómo caía una gota de agua al suelo con un eco que reverberaba en el túnel a oscuras. Andrea enfocó con su linterna. Era un fascinante sepulcro de calma sellada al vacío. El techo se encontraba a veinte metros de nuestras cabezas. Me invadió un gigantesco alivio por estar en un espacio más grande antes de meterme en el agujero.

Ahora, ya dentro de las entrañas de La Sima, nos adentramos en un cementerio de primitivos neandertales. Jesús Sinaloa, codirector de Atapuerca, se equivocó. Los homínidos que están enterrados aquí no encajan en la especie africana Homo heidelberguensis como él dijo años atrás.

Andrea y yo nos arrastramos por la tortuosa base de la Sima que tiene una altura de un metro cuadrado. Apenas caben cinco personas dentro. 13 grados centígrados de temperatura. 95 por ciento de humedad. Oxígeno al límite. El suelo es limoso, un barro de arcilla que se pega a los monos. La pared de roca kárstica aplasta nuestras caras. Me fijo en las manchas de color marfil en las paredes. Atisbo unas grandes piedras encima. Si la Tierra temblara, se desprenderían y nos aplastarían. La sensación de claustrofobia se puede tocar con las manos dentro de la Capilla Sixtina de la evolución humana.

La Sima de los Huesos es uno de los tres yacimientos que componen Portalón de Cueva Mayor. Los otros dos son La Galería de los Cíclopes y la Galería de las Estatuas. A Andrea sólo le interesa bajar a la Sima de los Huesos donde el año pasado desenterró los restos del cráneo 16, al que llamó Ana, por la chica de la que estaba enamorada y que acababa de morir por hipoxia mientras trabajaba dentro del gran túnel funerario.

La muerte de Ana sumió a Andrea en una depresión de la que aún no se ha recuperado del todo.

Durante esta campaña de 2019 el objetivo es excavar en la zona de paso entre la rampa y la cámara distal. Pero Andrea tiene su propia hoja de ruta.

Sin embargo, la niña bonita de Jesús Sinaloa, el director de Portalón y La Sima de los Huesos, es la Galería de las Estatuas situada a 350 metros de Cueva Mayor. La mayor parte del equipo trabaja en los sondeos de las dos catas excavadas. Allí hacen arqueología molecular en un yacimiento ideal para ello ya que está sellado. El principal problema que plantea la secuenciación de ADN de los homínidos desenterrados es que es muy cara y, muchas veces, no aporta novedades a la investigación. Pero Jesús dice que es una nueva manera de investigar la evolución humana.

Andrea y yo llegamos a la base de la Sima de los Huesos. El yacimiento tiene 700 metros de túneles bajo tierra. Nos apoyamos sobre tablones manchado de arcilla roja. Los tablones se han puesto para proteger el sedimento que se excava. Los paleoantropólogos trabajan tumbados sobre la madera.

Andrea y yo nos arrastramos sobre el suelo hasta llegar a la cuadrícula en la que estamos excavando en busca de un nuevo esqueleto de neandertal primitivo.

Me adentro en el corazón del yacimiento de fósiles humanos más rico del mundo. Me embarga una emoción brutal. Descarga de excitación efervescente. Me siento muy viva.

-Los arrojaban muertos-susurra Andrea mientras graba la claustrofóbica cavidad con su Gopro-Por una entrada que no es ésta.

-¿Se ha descubierto?

-No.

A oscuras, a tientas, al llegar a una de las cámaras funerarias donde los Neandertales primitivos amontonaban los cadáveres, de repente yo toco algo pegajoso, enfoco con mi linterna y reculo. Mi corazón me da un vuelco. Suelto un escalofriante alarido. Me estremezco de pánico.

El cadáver de una adolescente desnuda, con la cabeza reventada de un martillazo, descansa sobre un lecho de sangre, sobre los tablones de madera.

Andrea se acerca a gatas al cuerpo que tiene unas marcas tatuadas en el pecho. La toca.

-¿Quién es?-pregunta.

-Vámonos de aquí.

Me ahogo. El oxígeno no me llega al cerebro. Boqueo. Mi cámara Gopro oscila, desquiciada y graba el horror que estoy viendo en la oscuridad sobrenatural. Andrea empieza a hiperventilar. Se mete la mano en uno de los bolsillos de su mono rojo y saca un inhalador para el asma. Se lo coloca en la boca y aspira muy fuerte.

-Es Miriam-dice, con voz ahogada.

El crimen más oculto de Atapuerca.

«Los crímenes de Atapuerca» de Nuria Verde.

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La sima de la memoria. Capítulo 3

Sinopsis

Maca Fernández, una joven periodista de la revista Planeta HUMANO, viaja a Atapuerca para hacer un reportaje sobre los últimos descubrimientos de los yacimientos. Nueva tierra y nuevo amor, porque Maca se enamora de Julia Rey, guapa y borde como ella sola, hija adoptiva del todopoderoso jefe de la Gran Dolina: Max Rey. Pero la historia da un giro escalofriante, cuando Maca descubre el cadáver de Lisa, la hermana pequeña de Julia Rey. ¿Quién ha matado a Lisa? ¿Y por qué?

Capítulo 3

Una hermana que «pierde» a su hermana pequeña en una fiesta de Ibeas de Juarros aquel sábado por la tarde. Sin embargo, esa misma tarde, ya los agentes llaman al comisario de la Unidad Central dedicada a resolver secuestros y asesinatos por toda España.

El comisario Antonio Ruscalleda dirigía entonces esa unidad. El protocolo de la policía dice que cuando en alguna zona se registre un delito susceptible de ser eso, violento, especialmente desapariciones inquietantes o de alto riesgo, se avise a la Unidad Central. Son los mejores en su campo. Acaban de resolver, por ejemplo, el crimen de los dos holandeses en Murcia, y han encontrado el cadáver de una mujer desaparecida en Lloret de Mar. Así que lo lógico es recurrir a ellos, aunque depende también de la voluntad de los policías de la zona. Por ejemplo, en el caso Marta del Castillo, la policía de Sevilla pensó que tenía todo resuelto y rechazó la ayuda de los expertos de la Unidad Central, que se volvieron a Madrid cabreados y de morros, aunque esa es otra historia. 

Un informe de la UDEV, la unidad policial que lleva el caso, reconstruye lo que ocurrió. Los agentes hablaron con madres y padres de otros niños que compartieron la fiesta. Mercedes Cámara, una compañera de Andrea Rey en el yacimiento de Atapuerca donde trabajan juntas, contó a la policía que Andrea le anunció que iba a hacer lo imposible para impedir que su padre, Max Rey, adoptara a su hermana Lisa. Ella misma era hija adoptada de Rey y hermana biológica de Lisa, que se había criado en un centro de acogida de menores. 

Las imágenes las estudió el profesor Vicent Peris, del observatorio astronómico de Valencia. Vamos a intentar explicarlo. El profesor superpone los fotogramas de las imágenes del paso del coche, donde van Julia y Lisa, logra más detalle en la visión. Se comprueba que si Lisa estuviera sentada en el asiento del copiloto coche, habría una pequeña rugosidad en la ventana delantera derecha y la luz no pasaría a través del cuerpo de la chica, obviamente.

La ventana delantera derecha está recta, no hay nadie haciendo peso sobre ella. Y la luz pasa totalmente al coche. Es decir, Lisa, la hermana de Julia, no va ya en la parte de delante antes de llegar a Burgos. Además, hay que recordar que los resultados de ese estudio coinciden con dos reconstrucciones hechas por la policía, una con una muñeca del tamaño y peso de Lisa. En esos dos casos, las cámaras sí captaron la imagen, la silueta de alguien en la parte delantera del coche de Julia Rey.

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«Los crímenes de Atapuerca». Novela negra. Capítulo 29

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Un misterio alucinante en Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre como sucede en las mejores novelas negras.

Capítulo 29

2 de junio de 2019. 14 días antes del asesinato. Atapuerca

Mis entrañas dieron un vuelco. La decepción tembló en mi pecho. No había sido Andrea quien se había dado cuenta de que su novia seguía dentro del túnel. Había sido Sebastián. Esa verdad me hizo sufrir más allá de todo límite. No me quiere. No puede estar sola. Por eso está conmigo.

Alguien tiró de la cuerda que llevaba anudada a la cintura. Un dolor punzante me atravesó como una espada. Una fuerza me arrastró hacia atrás, solté la picoleta, mi cabeza rebotó contra el suelo, un alarido de sufrimiento rugió dentro de mí.

—¡Ayyyy, para, ayyy, coño! ¡No tires!

—¿Quién hay dentro? —gritó una voz.

—Yo —dije con un débil hilo de voz.

—Salga usted de ahí, por favor —dijo la voz desconocida, cargada de seriedad.

Su sonido reverberó en las paredes del túnel, luego se extinguió. Respiré. Me sentí sucia, asquerosa. Una criatura salvaje. Extrañas cosas se hacen por amor. La mayoría equivocadas.

—Ya voy.

Me arrastré hacia atrás como un cangrejo ermitaño. Agonicé de deseo por salir de ese agujero, a cielo abierto, y respirar aire fresco. Sentí oleadas de alivio y euforia mientras gateaba hacia el foco de luz. Vi piernas desenfocadas, botas negras, pantalones verdosos, un capacho negro, mazas y martillos en el suelo, luz y vida al final de la abertura del túnel.

Me sobrevino una sensación de esperanza como si hubiera naufragado y por fin pisara tierra firme. Con un último impulso desesperado salí al aire libre, empapada en mi propia orina y mi miedo.

¡Dios, qué gusto! Cielo y tierra. Respiré la noche de verano, deliciosa y dulce. Respiré la vida. Me arrastré sobre el suelo embarrado y me tumbé bocarriba, con la vista en el cielo negro punteado de estrellas amarillas resplandecientes. Una niebla algodonosa flotaba a un palmo del suelo.

Dos guardias civiles ataviados con su uniforme verde, el escudo, con la espada y el hacha dorados cruzados, chalecos amarillos fosforescentes, me escrutaron con una mirada severa. Me fijé en sus pistolas macizas, que colgaban sujetas a su cinto, en sus botas negras de suela gruesa manchadas de barro.

Tosí sin poder parar. Andrea vino hacia a mí con cara de preocupación mientras me ofrecía una botella de agua. Notó la frialdad con la que se la cogía.

Una ira me cegó, una ira como nunca había sentido antes: enorme, dolorosa.

—¿Estás bien? —preguntó Andrea, preocupada.

Asentí sin mirarla.

—A esta también la quieres matar —musitó Norberto. Con un gesto relámpago que yo ni siquiera vi porque me tumbé y volví a boquear bocarriba como una cucaracha inane sobre el suelo negro salpicado de hierba gris, esforzándome para no vomitar, Andrea le cruzó la cara de un bofetón.

—Vale ya —dijo uno de los guardias civiles, interponiéndose entre Andrea y Norberto.

—Te voy a denunciar. ¡Sal de aquí ahora mismo! —gritó Norberto con la mano sobre su mejilla roja como un ladrillo.

—Pareces un minero, Lara —dijo Sebastián mientras me acariciaba la espalda.

—Gracias, yo también me alegro de verte, Sebas.

Mis bronquios expulsaron parte de la porquería que había respirado allí dentro. Tosí y escupí un esputo de flemas negras. La garganta me picaba muchísimo y, cuanto más tosía, como un minero con silicosis, más me picaba.

—¡Ni siquiera es paleontóloga! ¡Lara es una estudiante! —gritó Norberto en un tono altivo, aunque me di cuenta de que estaba a punto de llorar con su cara marcada con la huella ardiente de la mano de Andrea. Me dio pena. Aunque por su tono de voz lo mismo podría haber dicho: «Lara es una mendiga».

Norberto estaba de color escarlata y sudaba a chorros. Detecté un brillo de satisfacción en sus consternadas pupilas cuando conseguí dejar de toser y lo miré. Me dejó de dar pena. Bebí un trago de agua de la botella que Andrea me había dado. Estaba muerta de sed. Me sentí más viva que nunca.

—El túnel se ha derrumbado por la parte de delante —dije.

Andrea me miró como si me viera por primera vez. Me di cuenta de que en ese mismo instante fue consciente del peligro que yo había corrido ahí dentro. Su cara se quedó sin sangre. Buscó mi mirada, pero yo la volví a ignorar, dolida. Con espíritu masoquista, reconstruí muchas cosas que había hecho por ella: abandonar Madrid, alejarme de mi familia y de mis amigos, dejar mi mundo. La decepción me asfixió. El desengaño me absorbió.

—Bueno, aquí hemos acabado. Recojan sus cosas. Y todos para fuera —dijo uno de los guardias.

—¿No los va a detener? —preguntó Seseña.

—No. Son miembros de su equipo. No han cometido ningún delito. Esto queda entre ustedes.

—Pero están aquí sin permiso haciendo algo ilegal. Jesús Sinaloa…

—No, mejor que nos encierren de por vida en la cárcel y tiren la llave —atajó Manu.

—¡La habéis cagado! ¡No me lo puedo creer! De verdad. De verdad. No me entra en la cabeza.

—¿Cómo te va a entrar con un cerebro de tu tamaño? —farfulló Sebastián mientras alargaba su mano grande, dedos largos y delgados, para cogerme de la mano y ayudar a levantarme. Tiró de mí hacia sí. Respiré la noche mágica. Mi corazón latió a una velocidad descontrolada y feliz. ¡Ah, qué bueno era vivir!

—¿Llega tu cerebro a los 1300 centímetros cúbicos? —preguntó Andrea a Norberto.

Me puse a reír de puros nervios. Sentí una alegría balsámica que se expandía en un ligero temblor por mi pecho, que se mezcló con mi decepción amorosa. La pesadilla había acabado. Ya no tenía miedo a morir enterrada. Todo había terminado. Solo quería irme a casa y dormir tres días seguidos sin saber nada de nadie. Solo quería olvidarme del mundo.

Un gran cansancio invadió cada músculo de mi cuerpo. Ahora que todo había acabado, mi organismo se colapsaba. Me destensé. Me avergoncé de mis bragas y mis pantalones mojados por mi propia orina. Pero era de noche. A nadie le preocupaba el estado de mis bragas. Miré hacia arriba. El cielo estaba precioso como un océano negro que emanaba luz.

¡Ahhhhhh! ¡Era maravilloso! Una noche más en el planeta Tierra. Una noche más en Atapuerca. Una noche más de vida.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 23

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El secreto más espeluznante de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 23

Atapuerca es un yacimiento en Burgos que conocen incluso los que no saben nada de paleontología. Es uno de los proyectos científicos más importantes, prósperos y famosos de España. Los yacimientos fueron declarados Patrimonio de la Humanidad en el año 2000 por la Unesco.

Por la mañana, la inspectora Luisa Baeza conduce su BMW color azul cobalto desde Burgos a Atapuerca. A su lado está sentado el subinspector Miguel Ángel Aduriz. La carretera se extiende ante ellos como una tira de regaliz infinita.

—¿Puedo poner música? —pregunta Aduriz.

—No —contesta Luisa.

—¿Estás bien?

—He estado mejor.

Vale, Luisa le va a hacer la vida imposible. No le importa. Él no es ningún niño. «Quien piensa que te castiga en realidad te beneficia», piensa.

—Te pones muy guapa cuando te cabreas conmigo

 —Es por eso por lo que siempre estoy cabreada contigo.

—¡Ja, ja, ja!

—Por cierto, micromachismo.

En los márgenes del campo crece la avena loca de color rubio salpicada de amapolas. El sonido de los grajos. El contorno azulado y majestuoso de la sierra.

—¿Estás bien? —pregunta Aduriz.

—Estaría mejor si no me lo preguntaras cada cinco minutos.

Cuando Luisa y Aduriz llegan a Atapuerca, ella le dice a su subordinado que no avise ni a Max ni a Jesús. Quiere llegar por sorpresa.

La inspectora Baeza extrae del chaquetón una llave grande. La introduce en la cerradura del gran portalón negro de hierro colado que da acceso a Atapuerca. Gira la muñeca, empuja la puerta, esta se abre.

—Vaya, todavía funciona.

Luisa saluda a la cámara que graba desde el poste más alto.

—Hola, Jesús.

—¿Tú te criaste aquí? —pregunta Aduriz mientras los dos se adentran por la Trinchera del Ferrocarril, donde reina un silencio sonoro. Es un desfiladero fascinante, un tajo que corta la sierra en dos. Las paredes altas y negras con vetas blanquecinas. Piedra caliza. Los andamios se clavan en el flanco de la derecha de la Trinchera.

—Sí. En el bar Los Geranios.

 Se hace un silencio incómodo entre Luisa y Aduriz mientras avanzan como dos gatos sigilosos por esa garganta de roca caliza gris y blanca que a la inspectora le recuerda a las Termópilas, aunque nunca haya estado en Grecia.

—Si no supiera nada de Atapuerca, si nunca hubiera estado aquí, ¿qué me contarías? —pregunta Luisa.

—El yacimiento funciona como un triunvirato en el que reinan tres machos alfa, tres masters and commanders: Max Rey, Jesús Sinaloa y Rafael Espejo. De entre ellos, primus inter pares, el rey es Max Rey, que domina la Gran Dolina y Atapuerca por méritos propios. Hasta hace quince días, cuando Max perdió el poder.

—¿Por qué lo perdió? —dice Luisa.

—Porque Salazar, presidente de la Junta, pidió su cabeza a cambio de dar dinero para la campaña de excavación del año que viene.

—¿Por qué Max dominaba hasta entonces?

—Fue el primero que llegó de la mano del catedrático de Prehistoria Antonio Castro en 1974. Luego Max trajo a Sinaloa y a Espejo a Atapuerca. Y lo más importante: durante veinte años lideró en la derrota en la Gran Dolina. Campaña tras campaña motivó y animó a su equipo cuando no sacaban nada más que polvo de esa excavación arqueológica. Supo, a fuerza de obsesión, entusiasmo y voluntarismo, arrastrar a su gente, verano tras verano, a seguir trabajando en Atapuerca pagándose ellos mismos todos los gastos.

 —Es un mesías.

—Algo así. Aunque ahora está de capa caída. Max ha perdido su poderío desde que murió Vicky Salazar.

—¿La hija del presidente de la Junta?

—Sí.

—¿Se investigó la muerte de Vicky?

—Sí, pero se determinó muerte accidental. La chica había tomado ayahuasca. Se tiró desde lo más alto de la Dolina durante una fiesta en la que celebraban el fin de campaña.

—Quería volar. Pobre desgraciada.

—Pues sí. El asunto causó bastante revuelo aquí. La prensa se cebó. Que si se organizaban orgías en Atapuerca, sexo, drogas y rituales.

—Me lo imagino.

 —El caso es que Jesús quería echar a Max de la dirección de Atapuerca desde entonces y lo ha conseguido. Fue la gota que colmó el vaso. Además, Jesús considera que la presencia de Max perjudica el proyecto científico. Sinaloa también esgrime razones políticas porque Max es catalán independentista, de la CUP.

—Manda huevos —dice la inspectora Baeza.

—Son muchos los que creen en Atapuerca que por culpa de Max tienen bloqueado gran parte del acceso al dinero público, que fluiría mucho mejor si él no estuviera. Además, Max tiene nula mano diplomática y no oculta su enfrentamiento con el PP en la Junta. No se levantó delante de una bandera española.

—Genio y figura.

—¿Lo conoces?

—Sí. Pero no sé si lo conozco de verdad. Creo que nunca se conoce a alguien de forma profunda. Max oculta muchas cosas y solo deja ver lo que él quiere.

Luisa Baeza le esconde al subinspector mientras caminan a paso vivo por la Trinchera de Ferrocarril que de niña cada noche había rezado a Dios pidiéndole que Max fuera su padre. Le rogaba a su Creador despertarse una mañana y descubrir que Max ocupaba el lugar de su padre, quien jamás le había dado una muestra de cariño, un beso, una caricia, que jamás le había dicho una palabra bonita. Su padre se emborrachaba y se convertía en el Monstruo. Decía incoherencias, pedía su comprensión, se mostraba sensiblero y patético. Luego se ponía agresivo con ella, con Toni y con su madre. Cuando Luisa defendía a su madre en las brutales broncas que tenían, su padre gritaba:

—Esa es un hueso.

«Esa» era Luisa. También era «la idiota», «la inútil», «la subnormal». Su padre jamás la llamaba por su nombre.

Cuando cumplió los quince años, cinco años después de la desaparición de Toni, Luisa se enamoró de Max Rey como quien se agarra a un clavo ardiendo. Lo seguía como un perrito por toda Atapuerca. Era la persona más carismática y entusiasta que Luisa había conocido en su vida. Max reconoció la inteligencia de la adolescente, la animó a estudiar y la empotró en su equipo de la Dolina enseñándole teorías de evolución humana y técnicas de excavación sobre el terreno. Max hizo que Sebastián cuidara de la niña y la ocupara haciendo algo útil.

Luisa vivía durante todo el año para el mes de junio, cuando empezaba la campaña en Atapuerca. Sobrevivía durante todo el año con la perspectiva ilusionada de participar en prospecciones, muestreos, retranqueos, catas, excavaciones en extensión durante el verano.

—En un solo verano aquí se han descubierto restos de neandertales de hace 300 000 años y fósiles de un millón y medio de años.

Cuando su madre le dijo a Luisa que no había dinero para estudiar, que tenía que ponerse a trabajar y aportar fondos a casa, Luisa masticó su orgullo, se tragó su pena y se apuntó a la Academia de Policía mientras trabajaba de camarera en todos los bares y restaurantes de Burgos. Su madre no le perdonó ni su talento ni el que tuviera un horizonte más radiante fuera del agujero en el que vivían. Ahora Luisa se clava las uñas en la palma de su mano derecha para dejar de pensar en su madre y todas las humillaciones que ha sufrido desde niña. Ha enterrado su infancia. Pero el pasado siempre te alcanza cuando ya creías que le habías dado esquinazo. El tiempo es más inteligente que tú. «Nadie se va de esta vida sin susto ni muerte», pensó Luisa.

«No pienses». Aduriz la miró, extrañado. ¿Se daba cuenta de que se empequeñecía cuando su mente la torturaba de esa manera?

«¿Por qué no has muerto tú? —le gritó su madre en el oscuro apartamento de Rota—. ¿Por qué Toni?».

El ambiente destila una cualidad sagrada. Un escalofrío recorre la espina dorsal de Luisa. La Trinchera se corona de encinas y quejigos, arbustos, matorral, hierbajos traslúcidos a la luz tibia del sol de las nueve y media de la mañana. Pasan al lado de la Sima del Elefante, cuya boca da al valle del río Pico.

 —Antes Max y Jesús eran muy buenos amigos —dice Luisa—. Desde hace años se llevan a matar. Max acusa a Jesús de deslealtad.

—No hace falta que Jesús eche a su mentor. Max se jubila este año de su puesto de catedrático en la universidad y lo lógico es que salga de Atapuerca.

—Sí. Pero Max sabe la prisa que tiene Sinaloa por quitárselo de encima y lo de irse de aquí y dejar paso a la sangre joven no lo va a hacer. Se ha ido de la Dolina, pero sigue manejando los hilos en la sombra.

—Solo por joder.

—Sí.

—¿Qué tal se llevan los equipos de la Dolina y la Sima de los Huesos?

—De cara a la galería, bien, en realidad fatal. Son enemigos. La Sima la dirige Jesús. Norberto Seseña manda en la Dolina. Es raro. Esta campaña arrancó antes, a mediados de mayo, cuando siempre suele empezar en julio, cuando acaba el curso en la universidad.

Dejan atrás la Galería, que adopta la forma de una sala con un techo horizontal. Le falta un gran trozo en el lado sur. Antes era un torcal. En la pared amarronada y roja hay orificios hechos para datar los fósiles y las herramientas. Los grandes picotazos en la pared se hacen para calcular la antigüedad de los hallazgos. Se tiene como referencia el último cambio de polaridad magnética, que fue hace 780 000 años. La antigüedad máxima de los fósiles es esa porque la polaridad magnética sigue siendo la actual. La datación fósil se realiza analizando los espeleotemas de la Galería con métodos físicos centrados en los isótopos de uranio que se aplican en estos carbonatos. También se utilizan los análisis del espín electrónico y las series de uranio. Los espeleotemas se crearon hace 200 000 años.

La unidad uno de los sedimentos tiene un color claro. La unidad dos tiene una tonalidad de arcilla roja.

La Galería era una trampa mortal donde caían cérvidos, caballos, humanos. Los homínidos descuartizaban la pieza. Luego abandonaban el tronco y la cabeza en la cueva. Solo se llevaban las partes más carnosas.

—Jesús también aprovechó que Max estaba enfermo de cáncer. Un momento de debilidad —añade Aduriz.

—A Jesús Sinaloa se le ve el rabo.

—¿Le conoces?

—Sí.

—¿Qué opinas de él?

—Que vendería a su primogénito por una portada en Science.

—Ya. La verdad es que es un asunto bastante turbio. Traición. Engaño. Deslealtad.

—La tríada.

—¿Pero un móvil como para que Max asesine a la sobrina de Sinaloa?

—No lo sé.

—¿Jesús tiene hijos?

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 19

SINOPSIS

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 19

2 de junio de 2019. 14 días antes del asesinato. Atapuerca

Cuando fuimos a excavar a las cuatro de la madrugada a Atapuerca, había luna llena. Una miríada de estrellas iluminaba el yacimiento como si fuera un plató cinematográfico en un mar de oscuridad.

Andrea entró la primera en el túnel que conectaba la Galería con el TD6 de la Dolina.

Hacía años Max puso en práctica un método de excavación propio en la Galería. La investigación empezó en los niveles superiores. Max hizo un sondeo de cuatro metros cuadrados que llegó a la altura de los sedimentos fértiles. Él y su equipo sacaron los sedimentos estériles que se acumulaban en los veinticinco metros cuadrados de la Covacha de los Zarpazos. Al mismo tiempo investigaron en los treinta metros cuadrados de la Galería.

Años después excavó en «pastilla», en superficies verticales del mismo tamaño. Cuando se acababa de trabajar en esas «pastillas» y se desenterraban los niveles con material arqueopaleontológico, se picaba otra al lado. Así se contrastaban datos de las diferentes pastillas. Tras trabajar años se conseguía la misma información que en una excavación en extensión. La ventaja era que en cada abertura se profundizaba más y más para alcanzar antes lo más antiguo. Se excavaba solo en unas pocas pastillas. A medida que se ahondaba hacia el interior, escaseaban los fósiles porque los Homo del Pleistoceno medio e inferior ocupaban las entradas de las cavernas, donde tenían luz del sol.

«Luego voy yo», pensé. La angustia oprimió mi pecho como una tonelada de piedras.

Nos turnábamos dentro del túnel Andrea, Sebastián, Manu, Helena y yo porque debido a la falta de oxígeno no podíamos permanecer en el interior más de treinta minutos.

Cuando Andrea salió, con la cara negra y exhausta, y llegó mi turno, yo estaba aterrorizada, fuera de mí, con una corbata de hierro que se cerraba en mi garganta. Sebastián me ató la cuerda a la cintura. Me puse el casco de espeleología con la luz frontal. Me agaché a cuatro patas y gateé dentro del orificio.

Un aire nauseabundo, viciado y húmedo que olía a tierra y mineral me golpeó en la cara como un puñetazo. Hilos de sedimento y pequeños fragmentos de roca caliza se desgajaron del techo y me cayeron en el pelo. Me estremecí de miedo eléctrico. Una pitón de pánico frío e inquieto se ovilló dentro de mi tripa. Sentí los latidos de mi corazón en los oídos. Me obligué a arrastrarme hacia delante impulsándome con los codos porque todo mi ser me gritaba que me largara de allí y lo mandara todo a freír espárragos. Pero me adentré en esa oscuridad con la picoleta en la mano. Vi el capacho de obra color negro que me esperaba al fondo del túnel lleno de sedimento rojo oscuro. Allí tendría que echar el sedimento que excavara del TD6, el nivel donde se encontraban los fósiles humanos del Homo antecessor. Luego Sebastián sacaría el capacho cuando estuviera a rebosar y lo cargaría en el Land Rover de Max, en el Halcón Milenario, para almacenar el sedimento en la bodega de la casa en la sierra de Max. Allí se amontonaban montañas del material que habíamos extraído de las entrañas de la Dolina a la espera de ser cribado y lavado por las máquinas que estaban en la orilla del río Arlanzón. Pero no sería en esta campaña, sino en la siguiente. En un yacimiento paleolítico, y la Gran Dolina databa del Pleistoceno, hay que cribar todo el sedimento posible para recuperar los pequeños huesos de animales, los diminutos fragmentos que queden de las herramientas de la industria lítica, el polen y restos vegetales fosilizados.

Estábamos lejos de la hondonada en lo alto de la Gran Dolina, donde se excavaba normalmente, en un tablero de escaques formado por cuerdas blancas ancladas al suelo, con coordenadas cartesianas para situar geoespacialmente los fósiles, cuadrados suspendidos a medio metro de la superficie caliza. También había una cubierta de tablones de madera para no dañar el sedimento.

Me cayó un reguero de tierra sobre la cabeza. Me estremecí en un espasmo de terror cuando oí un murmullo de piedras que se desprendían, un fuerte estruendo, un trozo de túnel se derrumbó delante de mí.

Mi corazón se paró y luego latió muy acelerado. La sangre rugió en mi garganta. Sentí una quemazón en mi cara. Y otra vez esa espantosa sensación de miedo eléctrico, oscuro, que me dejó parada en el sitio sin poder mover un músculo, respirando con la boca abierta el aire con poco oxígeno del túnel. Me mareé y el vómito ácido e incontenible ascendió hasta mi boca, noté su amargura en la boca del esófago, reprimí el vómito. Tenía ganas de echarme a llorar. Las lágrimas se agolparon en los ojos y me oriné encima.

Fui cada vez más consciente del desastre que me acechaba, del riesgo que estaba corriendo, de la temeridad absoluta de lo que estábamos haciendo durante esas noches de verano. No podía llegar al TD6. El túnel estaba cegado. Tenía que salir antes de que se derrumbara otra parte del pozo horizontal y yo me quedara atrapada dentro.

Me sentí como una niña pequeña que, de repente, es consciente de que juega a un juego muy peligroso y quiere volver a su casa. Solo que yo no tenía ninguna casa a la que volver.

Mi menté proyectó escenas escalofriantes para obligarme a salir de ese agujero: yo sepultada bajo toneladas de tierra y roca caliza, yo muerta, pálida y fría, con la cara exangüe, salpicada de moraduras, tumbada sobre la mesa metálica de la sala de autopsias del Instituto Anatómico Forense de Burgos, yo asfixiándome con la boca llena de tierra. El corazón me latía, salvaje y desquiciado, sabiendo que iba a morir. El último soplo de vida, el último segundo y luego se pararía. Se acabaría la historia de la vida que me quedaba por vivir, solo tenía veinte años, por Dios.

De pronto sentí un apego brutal a esa vida que antes había despreciado y le prometí a Dios que jamás la volvería a desdeñar ni a minusvalorar si Él me daba una segunda oportunidad. Sería como volver a nacer, vivir con un nuevo yo más agradecido, con menos miedo, más feliz, más en paz. No quería morir. Aún no había escrito mis novelas, aún no había disfrutado de la vida lo suficiente, aún no había amado lo suficiente.

—¿Qué hacéis ahí? —gritó una voz bronca y desconocida.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 16

Sinopsis

El crimen más increíble de Atapuerca. A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 16

1 de junio de 2019. Quince días antes del asesinato. Burgos

Una confusión de cuerpos bajo la noche cálida, dulce, sin estrellas bailó en una histeria efervescente, solo interrumpida para tomarse un respiro e ir a la barra a por el siguiente vodka con naranja y seguir desparramando bajo el conjuro de la atracción y el amor y el alcohol y la juventud que se expandía como un time lapse de una noche en bucle.

Sin embargo, ahora el placer ha pasado. Tengo una sensación de bajón como un termómetro en el Polo Norte. Odio esa noche. Me odio a mí misma. La negra ansiedad no deja espacio para nada más. ¿Qué había hecho? Oh, Dios mío, ¿por qué me empantanaba de esa manera?, ¿por qué me dejaba arrastrar por mis compulsiones y luego a la mañana siguiente me arrepentía? Papá me dijo en la playa de Rota: «No puedes beber tanto, no puedes beber, Lara. Lo sabes». Lo sabía, pero no sabía cómo podía dejar de beber. Era como alguien con diarrea al que le dices que controle sus esfínteres. No funciona. Arrastro conmigo mi cuerpo dolorido. Me identifico con él.

—Perdonad que lleguemos tarde —digo después de entrar en el despacho de Max.

—Cierra la puerta —dice Max.

Max me mira, despreciativo y frío, como si me odiara. Quizás solo es la paranoia que me entra tras cada borrachera. Intuyo sus celos. Le molesta todo lo que yo hago. Si yo hablo, le molesta. Si yo me río, le molesta. El solo hecho de que yo exista y esté en su despacho le irrita. Tal vez no. Tal vez solo sea una ilusión perversa, una falsedad de mi mente. Tal vez solo sea la brutal desconfianza que se apodera de mí con la resaca.

Max Rey había estado enfermo de cáncer, pero me niego a compadecerme de él porque ser una víctima no te convierte en una buena persona. Y Max me cae mal. Es entusiasta. Es seductor. Es manipulador. Es controlador y dominante.

Me contraigo bajo su mirada desaprobadora. Siento su hostilidad como si me hubiera arrojado ácido sulfúrico a la cara.

Andrea y yo nos sentamos en el suelo junto a Sebastián, que nos saluda con una mano alzada, con una sonrisa enigmática y torcida muy propia de él. Helena, a la que le gustaba ejercer el papel de madre, nos tiende dos tazas de té darjeeling. Le doy las gracias. Bebo un tímido sorbo. Su calor y su sabor a clavo me alivian el dolor de garganta, la culpabilidad, el miedo que me da el que Max me descubra, la vergüenza de que él me tenga esa manía irracional solo por ser la novia de su hija.

—¿Y Manu? —nos susurra Sebastián a Andrea y a mí.

Andrea se encoje de hombros. Yo me callo.

—Creo que la morena esa de los ojos con medio camión de rímel de la fiesta lo ha secuestrado —dice Helena en voz baja, con su dulce sonrisa de chica que parece salida de un lienzo de Dante Gabriel Rosetti.

Una sombra de depresión cruza la cara de Sebastián. De repente, mi mejor amigo en Atapuerca se hunde en uno de sus agujeros negros de silencio y hosquedad. Siento una oleada de ternura por él. Le tengo un cariño loco.

Según los rumores más malévolos de Atapuerca, Sebastián está enamorado de su mejor amigo y toda esa cinefilia, esa obsesión con Kieswslovsky y La doble vida de Verónica, todo ese leer a Shelley, Byron, Thoreau, Whitman, Verlaine y Baudelaire, toda esa afición hiperromántica y literaria por crear su exclusivo circulo à deux no es más que una excusa para estar con Manu porque Sebastián necesitaba la presencia de Manu como un yonqui ansía la heroína. Dentro de mí crece una ráfaga de simpatía hacia Sebastián. Lo mismo me pasa con Andrea. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.

Lo que acaba de decir Helena es como si alguien le hubiera lanzado una lanza envenenada en el costado y él sangrara a la vista de todos. Aparto los ojos de mi amigo, impulsada por un pudor doloroso. Me cruzo con la mirada de Max, que atraviesa mi corazón como si me observara con pupilas de hielo. ¿Lo sabe?, ¿alguien nos vio anoche a Germán y a mí?, ¿alguien se lo ha contado? La paranoia posalcohólica se ceba conmigo.

Me siento descompuesta, al borde del colapso. Siento que me voy a morir.

—¿Estás bien? —me pregunta Andrea.

—Sí. Bien —contesto.

—Tienes muy mala cara. ¿Te pasa algo?

—No, nada.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 15

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Un secreto estremecedor en Atapuerca

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Capítulo 15

Después de que se fueran la inspectora Baeza y el subinspector Aduriz de casa, flotó una calma tensa. Las preguntas de la policía se sedimentaron en las capas de mi agotamiento y mi miedo.

Para no pensar, decidí bajar a la bodega de Max. Descendí los escalones de piedra. Al entrar en la estancia subterránea y encender la luz, suaves focos halógenos —la casa de Max olía a dinero y buen gusto, cultura, buenas viandas y mejores vinos—, noté un descenso de la temperatura. Me fijé en el termómetro atornillado a la pared que medía los grados y la humedad de la bodega. Percibí un leve olor a moho y a frío. Me acerqué a los estantes alabeados donde se apilaban botellas de Vega Sicilia; Pesquera; Arzuaga; Balbás Reserva; Viñarroyo; Pagos de Quintana Roble; Valdubón; Emilio Moro; Finca Resalso; Doce Linajes; Señorío de los Baldíos; Durón; Pingus; Emina y Alión reserva, mi favorito quizás porque me lo había descubierto mi padre durante unas Navidades en Málaga, cuando nuestra familia aún no se había roto por su suicidio.

La bodega era magnífica y estaba muy bien surtida. Cuanto más lenta sea la evolución de un vino, mayores posibilidades de envejecimiento hay, me había explicado papá, que era un enólogo apasionado. Sus ahorros se los gastaba en buenos vinos. A papá le quemaba el dinero en las manos y siempre andaba arruinado. Mi primer sueldo trabajando de camarera en el bar de mi tío, La Chancla, en Pedregalejo, Málaga, se lo di a él para que se comprara caprichos en forma de botellas de vino y se pagara un curso de enología en la Sociedad de Amigos del Vino de Málaga. Papá disfrutó como un loco y, a la vez, estudió con ahínco las diferentes denominaciones de origen, se aprendió de memoria la Guía Peñín de los vinos de España de ese año, retuvo en su cabeza las puntuaciones y características de más de 2600 vinos.

Papá y yo también visitamos juntos muchas bodegas de Málaga, nuevo motivo para ganarme el rencor de mi madre, que se sentía suplantada por mí.

Recuerdo que en una ocasión papá dirigió una cata sobre Remelluri Gran Reserva, un vino que le chiflaba.

—El tono es picota, el borde es violáceo, con un toque de naranja. Parece más joven que el 904. —El gran reserva 904 que habíamos catado con la sociedad la semana pasada—. A pesar de que solo los separan tres años a los dos vinos. La bodega ha mantenido menos tiempo el vino en barrica —dijo papá.

 La alegría de papá fue absoluta cuando le tocó la lotería, dos millones de pesetas. Ocurrió antes de la llegada del euro. No se lo dijo a mi madre y se gastó el dinero en escapadas conmigo a bodegas y en comprar deliciosos vinos que nos bebimos juntos, aunque yo era menor de edad, tenía quince años. Nunca fui tan feliz en la vida como entonces.

Si mi madre le preguntaba a papá por alguna de las botellas que él descorchaba en las comidas durante los fines de semana:

—Es un resto de una feria del Corte Inglés. Un chollo —contestaba papá mientras sonreía con sus ojos resplandecientes de trilero.

Con papá había aprendido que los factores que pueden alterar la calidad de un vino son la temperatura, la humedad de la bodega y el estado del tapón. Mi padre me explicó que muchos vinos se picaban porque el corcho del tapón era malo, por el calor, porque las botellas no estaban tumbadas. Él me enseñó que el vino joven no debe consumirse más allá de los tres años de la fecha de la cosecha que figura en la etiqueta y que un vino de Jumilla no tarda mucho en enranciarse y volverse ajerezado.

Lo ideal era una temperatura fresca y estable como la que había en la bodega de Max. Dieciocho grados centígrados, una humedad del 75 al 80 %, una buena ventilación y sustituir el tapón de los vinos almacenados cada quince años.

Papá también me advirtió de algunas trampas de bodegueros poco escrupulosos y me contó que hasta 1979, cuando se puso en marcha en España la legislación para el control de las añadas, algunos pícaros ponían en la etiqueta un año que no se correspondía con la realidad. Por esa razón ciertas cosechas famosas y legendarias no tenían fin.

Encendí la luz, cogí dos botellas de Alión y subí las escaleras. Emergí en la cocina de un color blanco nuclear, con el calendario de pájaros que se había quedado anclado en 1980, enmarcado en la pared. La estancia estaba bañada en la luz vainilla que irradiaba la lámpara de tulipa amarilla que colgaba del techo.

Abrí la botella. Un vino viejo de más de cinco años en botella revela mejor su aroma si lo descorchas una hora antes de consumirlo. Pero las ganas de tomarme una copa de vino me hicieron saltarme a la torera esa norma.

—¿Te apetece una copa de vino? —pregunté a Andrea cuando entró en la cocina con pinta de llevar el peso del mundo sobre sus hombros.

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Un secreto estremecedor en Atapuerca.

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