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«Málaga 82». Cuando a Mónica y a mí, un gorila nos llamó putas

Sinopsis

Málaga 82. Sara Rojas es una adolescente que no tiene amigos. La novela relata la historia de Sara y Margarita, alumnas de BUP en la «insignificante» ciudad de Málaga hace cuatro décadas. Margarita es extrovertida, popular y ha estado con innumerables chicos, pero encuentra su vida exasperantemente aburrida. Sara, por el contrario, es tímida y no ha conseguido tener ninguna relación desde que se mudó con su familia a Málaga hace un año. Málaga 82. Cuando a Mónica y a mí, un gorila nos llamó putas

Capítulo 10

Yo era muy dormilona. El buen sueño era puro éxtasis, un manantial placentero del que nunca me saciaba. Me encantaba dormir y desde que había descubierto que el sueño y las fantasías deliciosas acompañada de la ninfa canaria Margarita corales con la lujuria secreta, el erotismo solitario eran mi vía de escape de la sórdida y tediosa vida real, mi pasaporte para la huida y la ensoñación más desbocadas, mi frontera a los campos magnéticos de la imaginación telúrica y exacerbada, mi umbral al gusto fanático por los paraísos interiores que creaba yo con absoluta libertad, me había convertido en una Houdini de los sueños y del onanismo perfeccionado por la plenitud del práctico clímax. Mis sueños eran mi única realidad.

Adoraba la evasión, rendía devoción al escapismo, amaba los paraísos artificiales, bebía vino a escondidas de mis padres, fumaba cigarrillos Dunhill robados a mis progenitores, ausentes de mente y presencia, en secreto, me tragaba con fruición películas en el vídeo VHS gris metalizado, con ritmo, sin pausa: Xanadú, Gente corriente, Vestida para matar, Mad Max I, Mad Max II, Fama, Las aventuras de Sherlock Holmes y el doctor Watson, El lago azul, Cómo matar a su jefe.

Mi amiga Mónica, que también era gata madrileña como yo, a su padre el Banco Hispanoamericano le había trasladado a Málaga, estaba obsesionada con Vestida para matar de Brian de Palma.

-El final es alucinante. No te lo esperas ni de coña. Es tan…Aaaagh- dijo estrangulándose con sus propias manos mientras esperábamos bajo el soportal del restaurante Antonio Martín en el Paseo Marítimo. De repente el portero -que se creía macho alfa, masculinidad tipo tengo que demostrar que mando como sea porque en mi casa la parienta me mea encima- se acercó a Mónica y a mí y nos dijo que nos apartáramos del restaurante, que dábamos mal efecto a los clientes. Nos quedamos conmocionadas pero dóciles, como conejas deslumbradas por los faros de un todoterreno, nos acercamos a los gigantescos cubos de basura negros del local, que hacían chaflán con la playa.

-Te cagas, Sara.

-¿A qué hora pasa la ruta?

-Tú has visto lo que nos ha llamado ese cabrón?

-Tú pasa.

-Nos ha llamado putas.

-No creo.

-Sí creo. En nuestra cara, joder. Voy a volver allí y le voy a decir las cuatro verdades del barquero…

-Espera…

-No me da la gana, ese gilipollas impresentable, voy a ir para decirle que esto es la calle pública, no su propiedad privada. ¿Me entiendes?

Mire al gorila, con su uniforme y su gorra de plato. Podría estar puesto de coca hasta las cejas, podría tener un mal día, podría ser un descerebrado integral y atacarnos. Me imaginé a Mónica con su pelo electrificado, su pantalones Levi’s pequeros, su plumas rojo, sus hombreras, su jersey azul de Amarras, su mandíbula afilada, su cuerpo desmadejado sobre un gran charco de sangre. Traumatismo craneoencefálico. Me imaginé a mi misma con la cabeza abierta. Nunca escribiría mis novelas, mis obras maestras. Coño, ¡qué gran pérdida para la humanidad! Cuando una tiene 15 años, no quiere morir. Me hubiera perdido muchas cosas: ser europea, la expo de Sevilla, Barcelona 92, el nacimiento de mi hijo, la publicación de mi primera novela, mi historia de amor con G aunque, yo, en ese momento no lo sabía porque el futuro nos está vedado. También me hubiese ahorrado trabajar en un trabajo que odiaba, aguantar a un jefe tóxico, Daniel Renduelles, aguantar muchas mierdas que no tendría que haber aguantado.

-Ya viene la ruta.

-Es el 15.

-Hay mucha gente gilipollas por ahí. ¿Te vas a pelear con todos? Déjalo. Tú eres mejor que él.

-Mira Sara, tú eres políglota pero de la calle no tienes ni puta idea.

Miré al horizonte, y el morro policromado de chapa y cristal de la ruta del Burro emergió en el horizonte de la calle descendente de Cánovas del Castillo. Un increíble alivio licuó mis piernas.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 61

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El asesinato más sangriento de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 61

Hace un mes, cuando Carla llegó a su casa, se cabreó nada más entrar al no encontrar a su hija Miriam en su habitación estudiando para el examen de Matemáticas que tenía. Sintió cómo crecía la animosidad que se había forjado entre su hija y ella desde que Miriam había alcanzado la adolescencia.

Carla fue al salón, donde Lucas estaba tumbado en el sofá jugando con el iPad al Brawl Stars.

—¿Dónde está tu hermana? —preguntó.

—No lo sé.

—Dímelo ahora mismo, Lucas.

—Que no lo sé te digo.

—Yo sé dónde está.

En el descampado no hay nadie. Solo están Marco y Miriam. La chica fuma hierba aspirando por la boquilla de un narguilé que Marco ha traído junto con dos litronas de Ámbar que ha robado de su casa.

Están sentados en un sillón de escay reventado por cuyas rajas sale una espuma amarilla como grasa subcutánea. Marco prepara los cubatas en vasos de tubo de plástico, también robados de casa, restos de una fiesta que su padre había dado con la gente de Atapuerca cuando encontraron el fémur de Eva en la Sima de los Huesos. Marco también había mangado el J&B y las latas de Coca-Cola.

Miriam expulsa el humo blanco al fresco aire de la tarde. El ambiente se carga con un olor acre a marihuana. Las nubes como un edredón blanco desfilan por la planicie azul pálido del cielo.

Miriam y Marco se besan. A Miriam la maría le da sueño y hambre y ganas de encerrarse en sí misma y no hablar con nadie.

Paran de besarse.

—¿Luego nos pedimos una pizza? Me muero de hambre.

—Está mi madre en casa. Pero ella pasa.

—Qué suerte. La mía es una loca que no me deja en paz.

Miriam y Marco se vuelven a besar. Al principio a Miriam le gusta, pero luego enseguida se cansa. Es como dar vueltas dentro de un agujero vacío, viciado, que no le aporta nada. Pero no puede parar, no ahora, porque Miriam sabe que cortar el rollo a un tío mientras te estás enrollando con él es romper una de las reglas tácitas que rigen la adolescencia. Aun así, tiene ganas de dejar de mover la lengua dentro de la boca de Marco, que huele a marihuana, a tabaco, a whisky, pero no puede hacerlo.

Al principio Marco le gustaba, pero cuando la besaba dejaba de gustarle. No sabía besar. No le daba placer. No era delicado ni experto. Era tosco, bruto.

Sin embargo, a Miriam le encantaba cómo Marco desquiciaba a su madre. Salir con él era una forma de vengarse de su progenitora, de todo lo que la había ignorado durante su infancia. Y el lunes al menos podría contar una versión muy mejorada de la experiencia real a Lucía y Marga, sus mejores amigas en el instituto. Adornarlo. «Tía, fue como 50 sombras de Grey». Miriam ni siquiera se había leído el libro. Pero todas las chicas presumían de sus experiencias sexuales en el instituto si pertenecías al grupo de las enrolladas como ella. Y Miriam por nada del mundo quería ser una pringada. Una apestada. Una leprosa como la Potrilla. La llamaban así porque era la hija del chófer de la ruta que recogía y llevaba a alumnos que vivían lejos del centro y del instituto. Era un hombre paleto y desgraciado de un pueblo de Málaga, Villanueva del Trabuco. Le llamaban el Burro. Su pobre hija, que venía de la Asunción, un colegio de monjas, donde era respetada y valorada por su carácter dócil y sus buenas notas, su concentración, en el instituto Manuel Machado era vilipendiada y humillada. Un día unas chicas de clase le habían llenado la melena rozada de pipas y chicles, le habían bajado los pantalones delante de todo el mundo. Encima la desgraciada tenía unas encías pronunciadas que sobresalían cuando hablaba y sonreía. Claro que la Potrilla había dejado de sonreír hacía mucho tiempo.

De repente, un Toyota Auris blanco apareció en el horizonte del descampado. El ruido, la furia, su madre. Miriam se separó de Marco como si le hubieran aplicado una corriente eléctrica. El Toyota derrapó en la tierra y salpicó piedrecitas de grava.

—Coño, no.

—Mierda.

Su madre salió del coche dando un portazo.

—¿Qué haces aquí?

—Mamá, por favor, no la montes —tono hastiado.

—Ven conmigo.

—No. Me quedo con Marco.

—Sube al coche ahora mismo te digo.

Delante de Marco no podía obedecer sumisamente a su madre. Perdería cincuenta puntos de enrollada en el instituto.

—Estás drogada.

—Es solo tabaco.

—¿Te crees que soy gilipollas?

—No estamos haciendo nada —balbució Marco.

—Tú cállate. Cierra la boca. Te quiero lejos de mi hija. Ni te acerques a ella, desgraciado —gritó Carla.

—Señora, no.

—Cierra la puta boca. Deja en paz a mi hija, ¿me oyes? Como le des más droga a mi hija, te denuncio, hijo de puta.

—Mamá, por favor.

—Súbete en el coche ahora mismo, idiota. Estás tirando tu vida a la basura.

—Mira quién fue a hablar, la que engaña a papá con su propio hermano.

Carla sintió la cara arder de vergüenza. La ira impulsó su mano contra la cara de su hija. La bofetada sonó como un disparo. Miriam la miró, rencorosa.

—En cuanto pueda me voy de casa.

—Pues ya estás tardando.

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Un viaje alucinante a Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 58

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El asesinato más estremecedor de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 58

En la sala de reuniones olía a sudor y orines, a grasa de hamburguesa, a comida china, a gases mefíticos, a humanidad. Una gran mesa de cristal con los bordes mellados que había conocido tiempos mejores. Sillas a ambos lados.

Por la ventana empañada por regueros de lluvia sucia se veían las agujas caladas con influencia germánica de la catedral, obra de Juan de Colonia.

En las sillas pegadas a la pared gris claro estaban sentados Jiménez y Ruscalleda. Ambos tenían la mandíbula tensa, pero aparentaban la relajación propia de los impostores de nacimiento, como si estuvieran en una situación favorable y Luisa fuera la culpable y no ellos.

La inspectora Baeza supo que Jiménez no iba a admitir que había metido la pata hasta el fondo.

—Como sabes, se ha descartado a Max Rey como sospechoso.

—Mi informe pericial era correcto, lo hice con el máximo rigor científico. Descartar a Max Rey es un error.

«Soplapollas fantasma». A ella le molestó su tonillo autoritario de tenor, su exhibición de resoplidos de suficiencia y muecas de desprecio. Le pagaban por eso. Luisa se murió de ganas de levantarse y pegarle un puñetazo con todas sus ganas en toda la nariz. ¡Zasca! Luisa se murió de ganas de ver a Jiménez sangrar como un cerdo delante de ella.

—Señor Jiménez, las cámaras de seguridad han descartado a Max como sospechoso. Es imposible que él lo hiciera. ¿Sigue creyendo usted que su informe pericial era correcto? —preguntó Aduriz con cara de monje atormentado.

Luisa captó una risa en el fondo de su pregunta. Una perversa satisfacción aleteó dentro de Luisa. Contaba con un inesperado y útil aliado. Ella, que siempre se había sentido sola. «Gracias, Aduriz, por no ser un pelota ni un reptil servil».

Jiménez se pellizcó el mentón con el dedo índice y el pulgar de su mano derecha.

Luisa se tensó con una rabia incrédula. No podía ser verdad. Ese capullo se había equivocado en el peritaje de la mordedura de la víctima. Menuda cagada. Era un desastre. Jiménez era más falso que un duro sevillano. Y luego los políticos se colgaban medallas bramando que teníamos la mejor Policía Científica del mundo cuando habíamos quedado como cocheros después de que la perito 161 dijese que los huesos de Ruth y José, los niños de Córdoba asesinados por su padre, José Bretón, eran de animales. Se había necesitado del peritaje de Etxeberría para certificar que eran humanos.

¿Y si ahora ella hacía lo mismo?, ¿y si pedía una asesoría externa?, ¿a quién?, ¿y cuánto dinero iba a costar?

—No me puedo creer que digas eso. ¿Cómo puedes decir que tu dictamen tiene rigor científico? ¡Y yo soy la Virgen de Lourdes! Menuda jeta tienes.

—Luisa, cálmate.

—Tuve mucha presión y mucha falta de medios —farfulló Jiménez.

Un brillo feroz le cubrió la mirada.

—¡Eso no es verdad!

Luisa estaba fuera de sí. Había causado un daño profundo a Max Rey. Era muy grave lo que había pasado. Y ella había sido la ejecutora. Echó un vistazo a Aduriz, que miraba al suelo emanando un olor a vergüenza.

—Hay que hablar con Gaicano, poner a Max en libertad.

—Controlar a la prensa.

—La prensa es incontrolable.

—Pedir perdón.

—¿Por qué iba a pedir perdón?

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«Los crímenes de atapuerca». Capítulo 57

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El caso más escalofriante de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 57

Cuando la inspectora Baeza y el subinspector Aduriz entran en el laboratorio de la Policía Científica flota un olor a formaldehído.

Luisa habla con la técnica de la Científica que analiza el fragmento de papel encontrado dentro de la nariz de la víctima.

—Es un papel japonés extraño —dice la técnica, pasándole al minúsculo papel el microscopio de barrido.

—¿Para qué se utiliza? —pregunta Luisa.

—Para muchas cosas —responde la técnica de análisis de pruebas—. Además, he encontrado algo en el papel, estaba impregnado de un fluido.

—¿Qué fluido? —pregunta Luisa.

—Una solución consolidante.

—¿Como la que se utiliza en Atapuerca para endurecer los huesos fósiles antes de extraerlos en la excavación? —pregunta Luisa.

La técnica asiente.

–Y hay algo más, mira —añade.

Luisa observa por el microscopio y se fija en los números escritos en el papel: «5423567».

De vuelta a la comisaría, el día normal de la inspectora Baeza de repente se convierte en un día de mierda.

—Joder, no.

Luisa da un puñetazo sobre la mesa. Está revisando la grabación de la cámara de seguridad instalada en un cajero del Banco Santander que está situado enfrente de la residencia Gil de Siloé.

—¿Qué pasa? —pregunta Aduriz.

Luisa da la vuelta a la pantalla de su ordenador.

—Las dos y media de la tarde.

Max entra en el Gil de Siloé. Vuelve a salir a las ocho de la noche. La cámara capta su figura alta y pesada enfundada en su camisa caqui, pantalones cortos, botas de caña alta y un chaleco de fotógrafo, su cabeza cana coronada por su inconfundible sombrero salacot.

Aduriz oyó el redoble de los latidos de su corazón.

—¿Es la única salida?

—Sí.

—Cagada.

—Cagada.

—¿Pero el informe de Jiménez?

—¡Se ha equivocado el muy cabrito! ¡Sinaloa nos ha mentido! Max no podía estar en Atapuerca a las tres.

—Nos van a freír los periodistas.

—Bienvenido a mi pesadilla.

—Luisa, el comisario quiere verte.

—¿Para qué?

—¿Susto o muerte? —pregunta la secretaria de Ruscalleda, una rubia alta de pechos turgentes que se parece a Jessica Rabbit. El comisario seguro que la ha contratado por su acerada inteligencia.

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El caso más escalofriante de Atapuerca.

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«Los crímenes de atapuerca». Capítulo 56

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 56

Seis meses antes. Madrid

El amor me puso en marcha. El amor me impulsó a escribir mi artículo de investigación. «No había intención funeraria en la acumulación de cadáveres dentro de la Sima de los Huesos», escribí. Los había arrastrado el agua. El río pasaba al lado de Cueva Mayor. Podía haber habido una crecida y haber empujado a los preneandertales dentro de la Sima de los Huesos.

Consulté información en Internet, leí artículos sobre geología del Pleistoceno y apuntalé la teoría de Michael Donovan, que aseguraba que los cincuenta esqueletos desenterrados en la Sima de los Huesos estaban allí por un accidente natural. Por lo tanto, la sima no era un santuario funerario. Los neandertales primitivos no habían tirado allí los cadáveres con una intencionalidad premeditada de protección y respeto por los muertos como defendía Sinaloa.

 Centré mi investigación sobre la forma equivocada en que se había hecho la datación y la identificación de los homínidos desenterrados de la Sima de los Huesos. No eran Homo heidelberguensis. Tampoco lo era la joya de la corona: el cráneo número 5.

Encerrada en mi apartamento de la calle Canarias, me puse a escribir, frenética y entusiasmada, frente a la pantalla de mi ordenador MacBook. Fuera, llovía a mares, los contornos de los edificios de enfrente se volvieron líquidos, se derritieron bajo el agua, se licuaron bajo una luz fluvial, ambarina.

Escribí que los homínidos que habitaron la Sima de los Huesos eran muy parecidos a los neandertales. Tenían dientes frontales fuertes, mandíbulas robustas y poderosas, narices hacia delante, el famoso anillo de hueso sobre los ojos, apenas mentón. Pero sus cerebros eran más pequeños que los de los neandertales porque solo poseían un volumen de 1300 centímetros cúbicos.

«Esos humanos evolucionaron en mosaico con ritmos diferentes. Sus fuertes dentaduras y mandíbulas potentes hicieron que aprovecharan la carne que comían, incluida la humana, porque hay marcas de dientes humanos en algunos de los cráneos que se han encontrado», escribí.

«La alimentación carnívora, unida al desarrollo de la tecnología y a una mejora y complejidad crecientes en las relaciones sociales, hicieron posible que aumentara la masa encefálica de esos neandertales primitivos y ganaran inteligencia», añadí.

Investigué sobre la geología en Atapuerca hacía medio millón de años, leí sobre ríos y corrientes de agua, sobre lagos, sobre la posibilidad de que una crecida hubiera inundado Cueva Mayor, profundicé sobre formas de cráneos neandertales, investigué sobre dataciones de homínidos. También decidí añadir el elemento autobiográfico, que era único y me diferenciaba del resto de los alumnos que participaban en el reto. Recordé la historia que nos había contado Michael Donovan a papá y a mí durante ese verano en Málaga, donde flotaba un ambiente festivo, vacacional, que no estaba tan enfocado hacia el logro, hacia la carrera profesional, hacia la atención absorbida en los propios asuntos como en Madrid. Escribí los diálogos que mantuvimos papá, Donovan y yo, eliminando las teorías conspirativas de mi padre acerca de quién había traicionado a Jesús Sinaloa.

A medida que el equipo que trabajaba en la Sima de los Huesos consiguió nuevos datos y pruebas, la datación de los fósiles humano varió. Jesús se desdijo. «Nunca dijimos —aseguró Sinaloa— que los restos tenían una antigüedad de más de 600 000 años, sino que su origen oscilaba entre los 400 000 y 500 000 años». No era eso lo que yo había leído en los artículos de prensa ni en la investigación publicada en Science.

En Europa a partir de los 300 000 años no hay huesos datados porque no se puede hacer. La datación se realiza por datos geológicos. Pero la cuestión era: ¿se habían interpretado mal los marcadores de la geología a la hora de datar los fósiles humanos en la Sima de los Huesos?

También estudié los artículos científicos que encontré en inglés en Internet de Päabo, el científico genético molecular que trabaja en el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig. Él había investigado un fémur extraído de la Sima de los Huesos con el objetivo de obtener el ADN más antiguo hasta la fecha.

Päabo consiguió obtener secuencias genéticas del ADN mitocondrial de Eva, la homínida a la que pertenecía el fémur, extrajo ADN que está en las mitocondrias, fuera del núcleo. Descubrió que los genes de Eva estaban conectados con los danisovanos, que vivieron en Siberia hace 50 000 años. La polémica estaba servida. ¿Cómo era posible?, ¿cómo podía estar relacionado genéticamente un grupo humano que vivió en la sierra de Burgos hace medio millón de años con otro grupo mucho más moderno que habitaba en las cuevas de Siberia hace 50 000 años?

Argumenté mi hipótesis: «El Homo heidelberguensis, cuyo origen se remonta un millón trescientos mil años atrás en África, es el tronco del que proceden tres especies humanas: neandertales, danisovanos y sapiens».

Los homínidos que emigraron a Europa hace medio millón de años crearon la especie neandertal y la danisovana. Sin embargo, la rama africana desembocaría en el Homo sapiens moderno, que llegaría a Europa hace 50 000 años, competiría con los neandertales y los vencería. Por esa razón somos la especie elegida.

Escribí que la Sima de los Huesos era un yacimiento de referencia en la evolución de la evolución de la especie humana en Europa. Que a los Homo heidelberguensis se les considera ancestros de los neandertales, pero que los homínidos de la Sima de los Huesos no eran heidelberguensis, sino una especie de padres de los neandertales.

También hablé de los hallazgos de presapiens en Irhoud, Marruecos. Argumenté que el antepasado común de losneandertalesy sapiens está en Europa y es el Homo heidelberguensis, aseguré que Sinaloa se equivocaba al pensar que el Homo heidelberguensis era el ancestro solo de los neandertales.

Cuando se descubrieron los fósiles humanos de Irhoud, Sinaloa dijo que los restos encontrados no eran sapiens, pero Donovan aseguró que sí. En mi trabajo de investigación yo le daba la razón al profesor del Museo de Ciencias Naturales de Londres y rebatía, punto por punto, la teoría científica de Jesús Sinaloa.

Por supuesto, la hipótesis científica de Michael Donovan tenía más agujeros que un queso gruyer. Los hombres de la sima tenían algunos rasgos y características que no eran propias de los neandertales, por ejemplo. Pero me las arreglé para explicar esa objeción. Eran anatomías primitivas de neandertales, el comienzo del linaje es diferente de su final, multiplicar el número de nombres no añade nada a la filogenia de la especie.

Dos semanas después, en clase se recibiría el veredicto de Andrea Rey sobre el trabajo de investigación que había resultado ganador. Yo vibraba de emoción. Si no conseguía la beca para ir a Atapuerca, no lo iba a soportar. Se avecinaba una época oscura, otro verano inane en Málaga, otro verano sin hacer nada, solo pasar las horas, acumular tiempo desilusionado, ver la tele.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 52

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El crimen más truculento de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 52

Seis meses antes. Madrid

Al día siguiente, en clase, estaba resacosa, pero feliz. La catedrática de Prehistoria, Mercedes Solís, nos dijo:

—Andrea Rey quiere dar la oportunidad a uno de vosotros para excavar con ella en Atapuerca durante la campaña que viene. Para ello deberéis ganar un concurso. Hay que escribir un artículo de investigación sobre algún aspecto del trabajo paleontológico que se hace en Atapuerca. Es a vuestra libre elección. Andrea leerá vuestros artículos y elegirá al ganador que se empotrará en su equipo de la Gran Dolina.

—Yo sí que me la empotraría —dijo una voz masculina ronca.

Risas ahogadas.

—Silencio.

El corazón me latió muy deprisa. Mi cabeza se vació de pensamientos. Mi mente se aquietó y se empapó de silencio. En una ráfaga de lucidez, embargada por una excitación infantil, supe exactamente de qué iba a escribir el trabajo.

Tenía suerte. Baraka. Por una casualidad del destino, por un giro raro de la vida, por una conexión extravagante y una amistad inverosímil de mi padre, yo había conocido a Michael Donovan, el profesor del Museo de Ciencias Naturales de Londres, el archienemigo de Jesús Sinaloa, que había cuestionado la datación e identificación de la especie de los homínidos que se habían encontrado en la Sima de los Huesos.

Como todo lo que tenía que ver con papá, conocer a Donovan había sido una charada rocambolesca, un sainete burlesco, una broma excéntrica. Papá había participado en un congreso en Birmingham sobre evolución humana y, al momento, se había hecho amigo de Donovan, quien también daba una conferencia allí. Papá hizo amistad con Michael impelido por un ánimo eufórico e impulsivo, sin apenas conocerlo.

Durante la semana que duró el congreso sobre evolución humana, papá se encontraba en plena cima de su fase maníaca. Habló con los codos, persiguió cualquier falda que se le pusiera a tiro, se bebió media Inglaterra, durmió tres horas al día, salió por la noche, dio su conferencia sobre el primer cuchillo de hierro que se forjó en la península Ibérica, en Castillejos de Alcorrín, Málaga, y quiso dar diez más que no estaban en el programa del congreso, para gran alarma de su organizador, el catedrático Robert O’Shea, que llamó alarmado a mi madre, también profesora de Prehistoria.

Mi padre también se hizo amigo de muchos desconocidos, profesores, alumnos, camareros, recepcionistas del hotel, limpiadoras, taxistas, conductores de autobuses, tenderos. Papá se sentía abierto, hipersociable, animadísimo, de un buen humor insoportable, con ideas geniales que iban a cambiar el mundo y que se le ocurrían a cada segundo.

Una noche me llamó a las dos de la mañana para contarme que se le había ocurrido un método revolucionario para aprender inglés en pocas semanas, que combinaba la música, la psicología y la empatía llevada a un grado extremo. Tenían que ver las neuronas espejo. Yo tenía que ayudarle a escribirlo ya mismo.

—Apunta estas ideas —me dijo.

Le escuché, angustiada y soñolienta. A mis diecinueve años ya había vivido muchas fases altas de papá. Me preocupé. Pero no hice nada. No podía hacer nada. Si le dijera que fuera al psiquiatra o que tomara la medicación, me mandaría a tomar por culo.

Otra madrugada papá me llamó por teléfono para contarme que había escrito un libro genial sobre la filosofía de Marco Aurelio. Yo le seguí la corriente como a los locos, preocupada y a la vez agotada.

Hace dos veranos conocí a Michael Donovan en Málaga. Como todos los veranos, me fui a casa de mis padres porque era gratis, tenía una habitación propia, hacía sol, tenía la comida y bebida pagadas y la playa de la Malagueta enfrente de nuestro piso. Málaga era Shangri-La, el Caribe español.

Mediterráneo, espetos, cerveza, moragas en la playa, palmeras, baños, paseos bajo una luz almíbar, borracheras, conversaciones con mis amigos del colegio León XIII aceleradas y preñadas de una nostalgia demasiado prematura, tan solo teníamos diecinueve años, por Dios, era demasiado pronto para sentir nostalgia. Pero nuestras charlas rememoraban un pasado más esplendoroso al recordarlo de lo que había sido en la realidad. Sentíamos una absurda añoranza de nuestros días de colegio, cuando encerramos al profe de inglés en un armario, cuando pusimos su mesa al borde de una tarima que se levantaba a un metro del suelo de la clase y él posó sus manos sobre la mesa y se cayeron al suelo él y la mesa. Crueldad divertida adolescente que se expresaba en exabruptos de energía, venganza fácil hacia el más débil, el profesor, que está contratado en el colegio por enchufe, por ser el hermano de la directora, y es demasiado tímido, demasiado apocado para defenderse y cortar las bromas de raíz. Porque es inofensivo y bueno los alumnos vamos a por él con inquina. El chivo expiatorio. Ahora me avergüenzo de haber sido cruel con un débil. Pero en su día me alivió la frustración. Era divertido.

De repente, un viernes de agosto, la rutina de días largos y cervezas en la Chancla de Pedregalejo hasta el ocaso, con vistas a la planicie sedante azul añil del Mediterráneo derramándose en la arena, se interrumpió cuando alguien llamó al telefonillo de nuestro piso en el Paseo Marítimo. No esperábamos ninguna visita. Mi madre se sobresaltó muchísimo. Se puso a la defensiva de inmediato. Se irritó. Su casa era su refugio hermético donde cultivaba su privacidad. No quería ver a nadie una semana antes de su viaje a Venecia con mi padre. Se iban ellos dos solos, formaban una pareja absorta el uno con el otro, las hijas nos quedábamos fuera, en los márgenes, desempeñando un papel de observadoras y comparsas, ocasionales blancos de críticas por parte de mi madre. Lo que peor llevaba de volver esos veranos a Málaga, cuando ya me había ido de casa, era la seriedad crítica, profesoral, de mamá, que acrecentaba mi sensación de inutilidad.

Me ahogaba en casa, fregando cacharros, la frustración vibrando, encarando comidas donde solo hablaban mis padres, mi hermana y yo mudas, echándome una siesta donde si tenía suerte el sueño y la masturbación me liberarían durante unas horas de ese sentimiento de falta de valía que me oprimía como una bota en mi cuello cuando estaba en casa.

Mi hermana se reía cuando mi madre me criticaba, yo era una irresponsable, una inútil, una vaga, no trabajaba, no colaboraba en casa, era un parásito, no aportaba nada a la familia, vivía protegida, a la sopa boba. Yo no decía nada, pero arrastraba el rencor durante meses, empapada de un silencio hosco, que ocasionaba más burlas familiares. Quería estar sola. Yo era una solitaria. Tenía el sueño de escribir grandes novelas. Ya verían. Se iban a enterar cuando triunfara. No tenía ni idea de la vida salvo que quería comérmela a dentelladas.

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El crimen más truculento de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 51

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El crimen más sangriento de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 51

Luisa entró por Portalón de Cueva Mayor. Atravesó salas oscuras y sepulcrales, donde se respiraba un silencio quieto. Suelos resbaladizos, tierra parda y rocas húmedas, un terreno como una espalda con jorobas, un gran socavón desde donde se levantaban andamios que ascendían hasta el techo, paredes iluminadas por grupos halógenos que irradiaban una tenue luz morada. Un lugar fantasmagórico, telúrico.

Al fondo, junto a una pared blanquecina con pómulos infinitos de roca, la esperan el subinspector Aduriz con Jesús Sinaloa mientras estudian un mapa de las cuevas y túneles subterráneos que hay en el yacimiento.

Analizan las salidas que tiene la Sima de los Huesos y las marcan con un rotulador rojo.

—Si el asesino no salió por Cueva Mayor, ¿por dónde salió? —pregunta Aduriz.

—Tuvo que salir por Cueva Mayor. Hay otra salida hacia Cueva del Silo, pero está clausurada —contesta Sinaloa con voz apagada y átona—. Cueva Mayor está conectada con la Sima del Elefante y Cueva del Silo, pero los túneles están rellenos de sedimento. Cueva Mayor y Cueva del Silo pertenecen al mismo sistema kárstico, pero no hay un túnel que las comunique.

—Pero ¿y si el asesino hubiera salido por ahí? —dice Luisa.

—Es imposible —asegura Sinaloa.

Luisa añade que, si el asesino hubiera salido por ese túnel, habría huido por el robledal.

—Y no habría pasado por el control de entrada y así habría evitado las cámaras de seguridad de entrada y de salida —asegura Aduriz.

Dos horas después, Aduriz y Luisa se preparan para bajar a la Sima de los Huesos. El aire flota inmóvil dentro de la inmensa cueva. La oscuridad se empapa de silencio sepulcral.

Se visten con los monos rojos, se ponen los arneses con los que sujetarse a la cordada, se colocan los cascos con luz frontal, encienden las linternas. Se meten dentro de la Sima de los Huesos poniendo un pie con cuidado en las traviesas de la escala que desciende por la garganta. Se internan en las entrañas de Cueva Mayor.

Mientras repta por el angosto túnel, Luisa Baeza se angustia. Le viene un recuerdo horrible de su pasado. Una desconexión lumínica, un chasquido perturbador que la devuelve a otra cueva, esta vez en la playa. Luisa de niña, diez años, de la mano de su hermano Toni, de seis años, entran en una cavidad excavada en la roca. Los sigue un hombre que coge a Luisa, acerca su boca a su oído y le susurra algo. La niña se contrae de pánico animal.

La inspectora cierra los ojos mientras respira su ansiedad. Un sudor frío le baña la cara. Aparta a golpes el pasado, pero su pesadilla vuelve una y otra vez. De repente, Luisa se queda paralizada dentro del túnel.

—¿Estás bien?

La voz de Miguel Ángel le llega lejana y deformada.

Ella no lo oye. Por fin Miguel Ángel le tira del brazo y la arrastra hacia sí.

—No me toques —grita Luisa.

—Perdona, pensaba que te pasaba algo —dice Miguel Ángel, a la defensiva.

—No puedo —agoniza Luisa—. No me puedo mover.

La opresión en el pecho, el mareo, la sensación de que se va a desmayar, la certeza de que se va a morir. Otro ataque de pánico. «No, no, no quiero».

Miguel Ángel le dice que respire hondo y se hable a sí misma con amabilidad. Como si se abrazara a sí misma y hablara a una niña.

—Vete a tomar por culo —grita Luisa, rabiosa.

—Inténtalo, di: «Esto es difícil». Pobrecita. No pasa nada. Tranquila, esto pasará. Sé que estás sufriendo. Estoy aquí contigo.

Luisa se niega. Pero la sensación de pánico se acrecienta como una ola de agua negra que traga sin parar. No puede respirar.

—Además, luego te invito a unos chupitos —dice Aduriz.

—Me dan asco —masculla Luisa.

El corazón le late muy deprisa. Va a morir. Abre los ojos. Toni, a su lado, le acaricia la cara.

Por fin la inspectora se repite a sí misma con amabilidad: «Pobrecita. Estás sufriendo. Tranquila. Esto pasará. Estoy aquí contigo».

Miguel Ángel llega hasta ella y la arrastra hacia sí.

Cuando llegan a la base de la sima, Luisa respira con ansiedad.

—No podías respirar —dice Aduriz.

Ella asiente, recomponiéndose como puede.

—¿Desde cuándo tienes ataques de pánico?

—Desde que desapareció mi hermano.

De repente, Aduriz y Luisa oyen unas pisadas que huyen. Persiguen al desconocido por el enjambre de túneles. Luisa se para otra vez, presa de la angustia. Aduriz la coge de la mano y la arrastra por el túnel.

Un hombre con capucha escapa por uno de los corredores subterráneos de la sima. Luisa y Aduriz corren tras él. Pero, cuando salen al exterior, el intruso ya se ha escapado por el robledal.

Luisa respira, ahogada.

—Saca el molde de las huellas —le dice a Aduriz.

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El crimen más sangriento de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 50

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita en yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. Antes de la noche en que nos enamoramos.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

La noche en que nos enamoramos.

Capítulo 50

Seis meses antes. Madrid

No Se Lo Digas A Nadie era un garito para gais y lesbianas de la calle Echegaray. Un local oscuro, con música de los 80, donde la gente se miraba y se volvía a mirar buscando una atracción, un enganche sexual, una chispa amorosa.

Me sentí excitada de una manera infantil. Pero tuve miedo al entrar. Pensé que todo el mundo se iba a fijar en mí. Tenía veinte años y era la primera vez que entraba en un bar de ambiente. Antón me empujó.

De repente me dio un vuelco el corazón. Vi a Andrea en la barra. Fingí no haberla visto. Estaba con unas amigas. Andrea llevaba la melena rizada suelta, su color negro lanzaba destellos azules bajo la luz violeta del bar. Estaba guapísima. Dios mío, se parecía a Alex Vause. Me sentí llena de alegría y emoción al verla. Después de todo, la noche iba a merecer la pena.

Antón y yo nos acercamos a la barra. Él pidió un Martini rojo, yo una cerveza. Andrea bebía un dry Martini. Me llegó el perfume de su piel, el olor a champú de hierbas y acondicionador, el aroma de su pelazo. Me erotizó mirar su larga melena. Además, yo tenía un poder especial. Estaba oculta. Andrea me daba la espalda y no me veía. Así podía yo observarla a placer.

De repente, Andrea se volvió y me miró. Arrugó el entrecejo, calibrándome. Yo ardí de vergüenza. Me había pillado mirándola, embelesada.

—Tu cara me suena de algo —dijo.

¿Así ligaba con todas las chicas? Qué currado. Coño.

—Nos vimos en la Facultad de Historia. Cuando diste la charla.

—Ah, sí. Una alumna. Ya me acuerdo.

—Sí.

—Me llamo Lara —dije.

—Yo Andrea. Bueno —ella se rio y cabeceó bajo su melena—. Eso ya lo sabes.

Bajé la cabeza, miré al suelo, sonreí mucho y me reí, aunque no tenía ningún motivo para reírme. Eran los nervios. Estaba en el infierno, expuesta a la más absoluta vulnerabilidad.

Andrea me sonrió. Yo le sonreí. Andrea me miró. Yo la miré. Ay, Dios, ¿qué estaba pasando? El corazón me latió muy deprisa. Me sentí más viva que nunca.

Andrea cogió un taburete que estaba libre y se sentó a mi lado.

—Me ha dicho que eres su hermana. —Señaló a Antón, que desaparecía por la puerta de salida con un chico con pinta de marroquí, cogido de la mano. Qué capacidad para ligar y para recuperarse de los desengaños amorosos tenía Antón. Era alucinante.

—No le hagas caso. Es un trolero.

—Entonces ya somos dos. Yo soy una atracadora de bancos.

Andrea se rio ante mi cara de estupor.

—Es broma —dijo.

No supe de qué hablar. Me quedé muda. No se me ocurrió ningún tema de conversación. Busqué, desesperada, en mi cabeza algo de lo que charlar con ella, pero no encontré nada. La impotencia me devoró. El silencio me pesó como una losa. Era porque Andrea me importaba mucho, porque me gustaba mucho. Por eso me paralizaba y me vaciaba de palabras. Si ella me hubiera importado una mierda, me habría comportado de una manera viva y locuaz, animada y simpática. Me sentí muy patética.

—¿Así que estudias Historia? —preguntó Andrea.

Me invadió un inmenso alivio por no tener yo que llevar la iniciativa de la conversación. También aleteó una tímida esperanza dentro de mí. Si Andrea se esforzaba por hablarme, era que yo algo le gustaba, ¿no?

—Sí.

—Qué valiente.

—Qué va. Me apasiona la historia.

La noche en la que nos conocimos Andrea y yo no hablamos de Atapuerca. Me alegré. Odiaba a la gente que hablaba de su trabajo y se daba autobombo. Odiaba a la gente que hablaba de su éxito y no escuchaba a los demás. Odiaba a la gente que se daba importancia y pretendía que todo el mundo le diese la razón. Como Esteban. Andrea no era así. Me puso contenta que no fuera así.

Bebimos, reímos, desparramamos, hablamos como si la noche fuera nuestra y las dos viviéramos en un eterno presente. Charlamos de cine asiático, de la película Oldboy, que me había impresionado.

—La escena en la que él sale de su encierro. Necesita tocar a alguien. Es flipante.

—Yo me volvería loca. ¿Tú no?

—Sí. Imagínate. Necesitamos relacionarnos con otro ser humano. Por eso el aislamiento es lo peor que le puedes hacer a alguien —dijo.

—No a mí. Soy una solitaria —dije y me puse de color escarlata.

—Ya será menos.

Yo me reí. Todo lo que decía ella me hacía gracia. Me habría pasado en ese bar el resto de mi vida charlando, riendo y bebiendo con Andrea.

Pedimos dos cervezas más y seguimos charlando de pelis que nos habían gustado.

Brokeback Mountain.

—Qué peliculón. Me flipó.

—Y la historia de amor —dijo ella. Era maravilloso escuchar la palabra «amor» de su boca.

Golpe en el pecho como si alguien me hubiera pegado un puñetazo. Amor.

—Cuando Ennis del Mar vomita cuando se va a separar de Jack Twist.

—Sí. Es incapaz de reconocer que lo quiere, que no puede vivir sin él. Heath Ledger es un actor genial.

—Y al final, cuando la hija se va a casar y Heath Ledger saca su camisa del armario y debajo está la camisa de Jack y una foto de Brokeback Mountain. Me encanta esa película.

—¿Y Lo que queda del día? —pregunté.

—Sí. Es buenísima. Las películas sobre los libros de Foster son mucho mejores que sus novelas —contestó Andrea.

Un silencio.

—Hay en la represión del amor que siente Anthony Hopkins por Emma Thompson más verdad que en cualquier amor declarado —añadió.

Golpe sordo en el pecho. Un aldabonazo. Otra vez la palabra «amor». ¿Lo hacía a propósito?, ¿estaba jugando conmigo? Me sentí muy feliz.

—Nunca lo había visto de esa forma —dije mientras bebía un trago de mi cerveza Estrella Galicia directamente de la botella.

«Tienes que tranquilizarte, Lara. Calma. Tranquila. Tranquila. Tranquila».

Sonreí. Volví a bajar la cabeza.

—Haz eso otra vez —dijo Andrea.

—¿Qué?

—Ese gesto de bajar la cabeza y volver la cabeza.

—¿Por qué? —Me dolían los labios de tanto sonreír, sentía la piel tensa en las comisuras de mi boca.

—Pareces una niña.

Ardí de deseo por ella. Tuve unas ganas inmensas de besarla. Pero no hice nada.

Repetí el gesto. Ella me miró con ojos resplandecientes. Me sentía tan nerviosa que podría haberme caído en ese momento del taburete al suelo.

—Ja, ja, ja.

—¿Y Boogie Nights?, ¿la has visto? Lo que mola de esa película es que trata del mundo del porno, pero son como una familia. Todos ellos buscan a la familia que no han tenido.

—Es verdad. Se protegen.

Andrea pidió otro dry Martini al camarero, lo cual me pareció el colmo de la sofisticación. A su lado yo, con mi tercio de cerveza Estrella Galicia, parecía una paleta. Cuando vi cómo Andrea daba un pequeño sorbo a su dry Martini como un pájaro delicado, la copa en forma de triángulo invertido, el palillo atravesando el corazón de una aceituna, como ella atravesaba con sus ojos mi pecho extasiado, me estremecí. ¿Se daba cuenta Andrea del efecto que causaba en mí? Me pregunté a qué sabría si la besaba ahora mismo. Sus labios sabrían a Martini y a ginebra. Me humedecí. Tosí. Me puse roja como un ladrillo.

—¿En qué piensas?

Me encogí de hombros.

—En nada.

Andrea no se puso en plan intelectual mientras hablábamos de cine. Eso también me encantó. Ya tenía que aguantar a demasiados pedantes estirados en la facultad. Pedimos otra ronda. Esta vez yo me atreví con el dry Martini mientras hacía cábalas en mi mente sobre el dinero que me quedaba. Tenía diez euros. ¿Era suficiente? No. Ay, coño, no iba a tener dinero para pagar mis copas. Pero a la vez no podía preocuparme mucho por eso en ese momento. La dopamina, la oxitocina, las endorfinas, la serotonina fluían salvajes por mi cerebro. Me sentía eufórica.

Andrea me dijo que le gustaba la historia de amor de A Star is Born de Bradley Cooper.

Cuando dijo otra vez la palabra «amor» sentí otro estallido dentro de mí. Una granada de emoción explotó dentro de mi pecho. Me dolía todo. ¿Qué era aquello?, ¿estaba enamorada?

—¿Por qué te gusta? —pregunté mientras me llevaba mi tercio de Estrella Galicia a la boca y le daba un buen trago.

—Me gusta porque muestra la adicción, la depresión y una infancia difícil. Y luego Lady Gaga muestra sus inseguridades. No va de diva.

—¿Cuáles?

—Que es fea. Que tiene una nariz muy grande. Que está acomplejada por eso. Que teme no tener talento para la música.

La miré. Andrea tenía una nariz muy grande. No encajaba en el canon de guapa oficial de Instagram.

—Ella sabe que tiene una buena voz, pero tiene miedo de no tener nada que decir —añadió mientras bebía un sorbito de su dry Martini.

—¿Te sientes así? —pregunté.

Un silencio. De repente, sin necesidad de que ella dijera nada, supe que sí se sentía así. Trabaja en Atapuerca cada verano y tiene la impresión de que nunca está a la altura. Su padre, Max Rey, ha puesto el listón muy alto. Despierta los celos del resto del equipo, que la acusa de ser una enchufada, una privilegiada.

Andrea también tenía una nariz grande y el miedo a ser fea, intuí. A mí me parecía preciosa, pero no reuní el valor para decírselo. Temí meter la pata. Siempre me pasaba con las personas que me gustaban mucho. Pero la escuché con mis cinco sentidos.

—Y en A Star is Born, él entiende eso. Y en vez de empequeñecer sus sueños, él los engrandece y le da un empujón hacia arriba —dijo.

—Es una versión de un clásico.

Había visto la versión de Judy Garland y James Mason con papá en nuestra vieja televisión Phillips, que no habíamos cambiado en veinticinco años, durante un domingo de infancia.

—Hubo una versión con Judy Garland, y luego otra con Kris Kristofferson y Barbra Streisand —expliqué mientras cogía una patata frita del cuenco que nos había puesto la camarera.

—Eres muy guapa —me dijo Andrea de repente, como si me viera por primera vez.

—Gracias.

Me reí muy nerviosa. Me ardieron las mejillas.

De repente, como hacía Bradley Cooper en A Star is Born, acerqué mi mano a su cara, extendí el dedo índice y acaricié el perfil de su nariz.

Ella sonrió. Pareció mucho más joven. Una niña. Su cara se despojó de tensión, de tristeza. Sus ojos se llenaron de ternura.

—Eso no se lo dejo hacer a todas las desconocidas.

—Yo no soy una desconocida. —Sonreí.

Le acaricié la nariz delicadamente. Ella me miró y me sonrió. Yo la miré y le sonreí.

Fue la mejor noche de mi vida.

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La noche en que nos enamoramos.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 53

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El caso más mediático de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 53

Michael Donovan preguntó en el telefonillo por mi padre, quien le abrió la puerta de nuestro portal. Papá se mostró muy amable y sumiso con él, como si le debiera la vida. Michael se instaló en casa ante el evidente disgusto de mi madre, quien hizo como si fuera invisible, impaciente ante él, pero sin atreverse a echarlo de casa porque Donovan decía que mi padre le había invitado a nuestra casa de Málaga, más apetecible en agosto para un inglés que algodón de azúcar para un niño en el Tivoli World.

—Pero nosotros dentro de una semana nos vamos a Venecia —dijo mi madre, cortante como el hielo.

Yo la conocía. No iba a echar a Donovan, pero se subía por las paredes. Se quejaba amargamente a mi padre, que le quitaba importancia al hecho de tener al profesor de okupa en mi habitación.

—Oh, perfecto, dentro de una semana espero estar en Madrid. Quiero ver El Prado —dijo Donovan, que tenía más cara que espalda, mientras me guiñaba el ojo ante mi evidente regocijo.

—Los ingleses son unos gorrones —bramó mi madre cuando Michael Donovan no podía oírla—. Vas a Inglaterra y no te invitan ni a una patata frita. Pero este tío, con todo su morro, llega aquí y se instala en casa de una familia a la que apenas conoce durante una semana. Interrumpe la vida familiar. ¡Qué falta de respeto, coño!

Como si la vida familiar fuera un tótem sagrado para mi madre, pensé hosca.

Mi padre odiaba el conflicto, salvo cuando estaba en fase maníaca. Entonces sí que disfrutaba de la gresca y buscaba la polémica y las peleas, entonces sí le hacían gracia los altercados, las broncas, las discusiones, los gritos, los debates iracundos. Pero papá ya estaba deprimido. Se sentía demasiado culpable para confesar que él había invitado a Michael a venir a Málaga durante el congreso de Birmingham cegado por su impulsividad, en un arrebato de euforia desorbitada.

—Viene aquí y se mete en la vida de una familia, en la vida de las niñas, que no tenemos la casa preparada, ni comida hecha, y encima la chica está de vacaciones. Es que me revienta. Qué gorrones son los ingleses, coño —gritó mi madre.

Yo me reí a escondidas. Sentía una oscura satisfacción al ver a mi madre desquiciada. Por una vez, yo no era la culpable.

—Dice que lo ha invitado tu padre y tu padre no dice nada. Pero ¿cómo le va a invitar tu padre?, ¿en qué cabeza cabe? —dijo mi madre.

Pero yo sabía que sobre ese punto en concreto Michael Donovan no mentía.

—Vas e invitas aquí a los profesores ingleses a buenos vinos, a tapas, a buen jamón y luego vas allí y no te invitan ni a una cerveza —siguió mi madre.

Michael Donovan me cayó bien nada más conocerlo. Era un inglés trilero y encantador, aficionado al vino y a los boquerones fritos, amable y encantador. Solo ver el efecto letal que causaba en mi madre ya me hacía ponerme de su lado.

Además, Donovan me trataba con una atención exquisita, con una delicadeza prístina, como si yo fuera una chica prometedora y con talento. Para colmo, se mostraba paciente con mi inglés dubitativo y torpe.

En su maleta Donovan no solo traía el bañador, las bermudas, calzoncillos, camisetas, camisas y las sandalias Scholl para llevarlas con calcetines blancos que tenía todo buen inglés que venía a Málaga, también traía fósiles humanos de la Sima de los Huesos. Eran réplicas, por supuesto.

Una tarde de domingo en la que hacía terral, el calor era africano y no podíamos ir a la playa, Donovan le enseñó los cráneos a papá. Yo me colé en su habitación, que en realidad era la mía. Yo había sido desplazada al sofá forrado de tela color frambuesa que estaba en el salón del fondo.

—¿De dónde son? —preguntó papá sosteniendo uno de los cráneos con su mano morena.

—De la Sima de los Huesos —contestó Michael.

Sentí un estallido de emoción. Me embargaron la sorpresa, la excitación infantil, el estupor.

—Son 200 000 años más recientes que lo que dice Sinaloa. No son Homo heidelberguensis, son neandertales. Una especie más primitiva, sí, pero neandertales. Estoy escribiendo un artículo —dijo Michael.

Las manos le temblaron. Me di cuenta de que se sentía al borde de lo más importante que iba a hacer en su carrera académica. Su oportunidad para tener éxito.

—¿Para qué revista? —pregunté. De repente sentí un mórbido placer al saber que mi madre estaba fuera de la habitación, excluida de nuestra conversación, excluida de nuestra complicidad. Papá me quería más a mí, estaba más unido a mí. Al menos cuando estaba de ese humor jubiloso y festivo como aquella tarde, en la que su depre se había esfumado. Sin embargo, cuando papá se deprimía, recurría, desesperado, a mamá, que nunca le fallaba.

Michael Donovan bajó la cabeza, avergonzado.

—Para Evolutionary Anthropology.

—Seguro que estará genial, coño, Michael —dijo mi padre mostrando euforia cuando no debía, sin filtro.

Pero yo advertí la decepción en la cara de Michael y él se dio cuenta de mi sorpresa genuina. Su tesis científica se iba a publicar en una revista de segunda fila. En su mundo solo contaba lo que se dijera en Nature o Science, donde publicaban Jesús Sinaloa y Max Rey sus artículos.

—¿Quién te ha dado todo esto? —preguntó papá.

—No te lo puedo decir. Es un secreto.

Meses más tarde, mientras bebíamos vino en bares de Málaga, papá elucubró muchas conspiraciones, ideas calenturientas sobre la abierta y virulenta rivalidad que reinaba en Atapuerca, concibió sospechas acerca de quién había facilitado esas réplicas de cráneos a Donovan. No se me escapaba que quien lo había hecho estaba muy cerca de Jesús Sinaloa y lo había traicionado. Papá decía que había sido Max Rey, o algún secuaz de Max Rey, porque quería vengarse de Jesús, que en su momento fue alumno de Max y su mejor amigo. Yo participaba excitada de las teorías conspiratorias de papá.

—¿Por qué no su mano derecha?

—¿Antonio López?, ¿con todo lo que le debe a Sinaloa?

—Cosas más raras se han visto —dije, muy excitada.

—Matar al padre.

—O un becario despechado.

—Alguien a quien se le prometió un contrato y luego no se le dio.

Durante aquella tarde de fulgurantes revelaciones, quimeras fantásticas y planes para aportar nuevas hipótesis a la teoría de la evolución humana, papá sacó dos botellas de Alión de uno de los tres trasteros del sótano que tenía alquilados en nuestro edificio, cortó queso y pan e improvisó una merienda en mi habitación.

Michael Donovan nos contó, con un entusiasmo desbordante, lo que había descubierto.

—Es una bomba de relojería, ¿lo sabes?, ¿no?

—Lo sé. Nos hemos estado creyendo una teoría dominante que es mentira. Es hora de poner las cartas sobre la mesa. La Sima de los Huesos no es un lugar de enterramiento premeditado. Excalibur no tiene un significado simbólico. El agua ahogó a esos humanos.

Michael se refería a Excalibur, el bifaz de piedra rosada tallado de forma muy exacta que el equipo de Sinaloa había desenterrado de la Sima de los Huesos.

Yo lo escuché con avidez, quizás porque ya entonces anidaba la ambición secreta de contar algún día esa historia.

Michael Donovan bebió vino como si no hubiese un mañana y devoró las viandas que trajo papá de la cocina como si no hubiera comido en su vida. Charlamos y reímos hasta el amanecer. Me lo pasé genial. Yo era como papá: fantasiosa y con altibajos de humor. Me dejaba llevar por la euforia y los sueños con facilidad, era muy ingenua, tenía pasión por las quimeras que olían a fracaso.

Gracias, Michael Donovan. Tú me diste mi pasaporte para Atapuerca.

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El caso más mediático de Atapuerca.

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«Los crímenes de Atapuerca». Capítulo 59

Sinopsis

A Miriam Sinaloa, una estudiante de 16 años que visita el yacimiento de Atapuerca, la asesinan dentro de la Sima de los Huesos. El fascinante secreto de Atapuerca.

La inspectora Luisa Baeza dirige la investigación del asesinato de la adolescente mientras se enfrenta a una profunda crisis personal y se obsesiona con un caso en el que busca una redención.

Hay secretos que no puedes enterrar para siempre.

Capítulo 59

—Cierra la puerta —dijo Ruscalleda.

Así que iba a ser uno de esos desahogos broncos.

Luisa lo obedeció. Se acercó a su mesa. Una foto de él con Felipe VI. No se sentó. Prefería encajar los golpes de Ruscalleda de pie.

—No es profesional eso que has hecho ahí dentro.

—Y su informe es muy profesional.

—O controlas tus ataques o estás fuera de mi unidad. No quiero malos profesionales en mi equipo. Y tú vas cagada tras cagada. ¿Qué le digo a la ministra?

—¿Que no enchufe a sus amigos?

La ministra de Interior solo se rodeaba de varones en los que confiaba.

— Y sigues. ¿Qué te he dicho? ¡Fuera de mi vista! La próxima vez te juro que te abro un expediente. ¡Ya tienes uno! ¿Te acuerdas?

—Sí, señor.

—Bueno, no te lo repito dos veces. Quien avisa no es traidor.

—Está bien, señor.

—Deja de comportante como una niña. ¡Haz tu trabajo!

Tres días después, la inspectora Baeza queda con el juez Gaicano a comer en el Restaurante Casa Ojeda, en la calle Vitoria número cinco. Cordero lechal a la brasa, morcilla de burgos, ensalada mixta y una botella de Matarromera.

—Sin el error de Jiménez, no estaríamos empantanados en este caso —dijo el juez Gaicano.

—¿Me lo dices o me lo cuentas?

—¿Crees que Jiménez está encubriendo a alguien?

—Oh, no. Es solo que es idiota.

—Max podría estar en la cárcel ahora. ¿Te das cuenta?

—Sí.

—¡Qué desastre de país! Menos mal que me jubilo, Luisa. Hostia, cuento los días. A mí me queda poco, pero vosotros lo tenéis más jodido.

—Bueno, también hemos tenido más vida muelle —dijo Luisa por decir. A ella cada cosa que había conseguido en la vida le había costado sangre, sudor y lágrimas.

—Eso es verdad.

—Jiménez conoce a la ministra del instituto. Son amigos.

—Pues entonces bula papal.

—Y aquí no tenemos un Innocence Project.

—No.

The Innocence Project se fundó en Estados Unidos para detectar condenas injustas. Cada año recibían miles de cartas de posibles inocentes que llevan más de dos décadas en prisión. No dan abasto. Los abogados y voluntarios de The Innocence Project investigan solo el uno por ciento de los casos que les llegan. Gracias a las pruebas genéticas que han hecho han sacado de la cárcel a trescientos culpables, incluidos dieciocho condenados a muerte.

—¿Sabes lo que dicen ellos respecto a las mordeduras humanas?

—Ilústrame, Luisa.

—Comparar los dientes de un acusado con las huellas en el cuerpo es, de lejos, subjetivo y propenso a error.

—No me das más que alegrías, Luisa.

—Voy a hablar con Ruscalleda. Esto no puede seguir así —dijo ella mientras sentía el aleteo del miedo. El despropósito la atemorizaba. Meter a un inocente en la cárcel la martirizaba.

—Max Rey nos ha demandado.

—Me alegraré si nos saca hasta el hígado —dijo Luisa con voz feroz.

—Dice que parte de la pasta gansa que va a sacar al Estado español va a ir para ayudar a Junqueras, otro inocente en la cárcel.

—Hummmm.

Meterse en las aguas fangosas del procés en plena comida le daba urticaria.

—El vino está muy rico —dijo con voz baja.

—¿Qué sería de nuestra miserable y perra vida sin los pequeños placeres?

Luisa se quedó callada. Pensó que Max Rey podía haber sido un nuevo Levon Brooks.

Era noche cerrada en Brooksville (Mississippi), un 15 de septiembre de 1990, cuando secuestraron a la pequeña Courtney Smith, que tenía tres años. Courtney dormía en su habitación junto a sus dos hermanas de seis y un año. Su cama daba a la ventana. Un tío suyo, de treinta y siete años, descansaba en el sofá cuando la niña desapareció. Su abuela también se había quedado a dormir en casa. Su madre había salido de bares con su mejor amiga.

—Pensé que las niñas estaban cuidadas —dijo después.

Cuando Ashley, de seis años, se despertó, se dio cuenta de que Courtney no estaba en su cama.

—¿Está Courtney contigo? —preguntó su madre a la abuela cuando volvió de farra.

—No. Está contigo.

Gritaron su nombre, avisaron a la policía, preguntaron a los vecinos. Pero Courtney no apareció.

Dos días después encontraron el cadáver de la niña sumergido en un lago a cien metros de su casa. La habían violado y asesinado.

La policía le pidió a la madre de Courtney que escribiera una lista de doce personas cercanas a la niña.

Levon Brooks se convirtió en sospechoso de la policía porque era un exnovio de la madre de la niña.

El inspector encargado también se centró en otro hombre: Justin Albert Johnson. Su exmujer y su hijo vivían cerca de la casa de Courtney. El día del secuestro de la niña Justin había estado en su casa.

El forense Steven Haynes hizo la autopsia de la víctima y demostró que había sufrido agresión sexual. También encontró marcas de una mordedura en la muñeca derecha de la niña. Le pasó el caso a Michael West, odontólogo forense en Mississippi, con el que Haynes ya había trabajado antes. West certificó que era una mordedura humana. Sacó moldes dentales de doce sospechosos, incluido Justin Albert Johnson. Pero no le hizo la prueba a Levon Brooks.

Diez días después del asesinato de Courtney, la policía interrogó a Ashley, su hermana de seis años. Le enseñaron fotos de los sospechosos. La cría aseguró que había visto a Levon Brooks en casa ese día. También dijo que llevaba una moneda en la oreja. Levon tenía un pendiente en forma de aro en la oreja derecha.

Levon trabajaba como portero en un club nocturno de Brooksville al que solo iban negros. Dejaba entrar gratis a la madre de Courtney porque le gustaba.

La noche del 15 de septiembre salió de trabajar a la una y media de la mañana, la mitad del fragmento de tiempo durante el que fue posible el secuestro de Courtney, Levon lo pasó en su club, donde le habían visto numerosos testigos.

 —¿Qué sabes del asesinato de Courtney?

—No sé nada.

—¿La conoces?

—Sí.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste?

—No me acuerdo. Hace meses.

¿Creían que lo había hecho él?, ¿era posible? El surrealismo de lo irreal se trocó en el pánico de lo real cuando el 25 de septiembre, en la cárcel, West sacó un molde de su dentadura.

West testificó durante el juicio que Levon mordió a la niña con sus dos incisivos. Dos marcas de la mordedura de la víctima y dos dientes del acusado coincidían.

—Nadie salvo Levon Brooks pudo morder el brazo de esa niña —dijo West.

Cuando Ashley testificó en el juicio por el asesinato de su hermana, incurrió en varias contradicciones. Sin embargo, su testimonio fue dado por válido.

Por su parte, la defensa de Brooks intentó rebatir la credibilidad y conclusiones de West. También se centró en la falta de móvil por parte del acusado.

—Acababa de conseguir un nuevo trabajo que le encantaba como portero, cocinero, aparcacoches de un club nocturno. Además, se acababa de enterar de que iba a tener una hija.

El jurado, tras deliberar más de nueve horas, condenó a Levon Brooks a cadena perpetua.

Cuatro meses después de que se condenara a Levon Brooks, otra niña fue asesinada y violada en similares circunstancias a las de Courtney. La víctima también tenía tres años, la raptaron de su casa y encontraron su cadáver sumergido en un arroyo.

La investigación de la policía se centró en Kennedy Brewer, expareja de la madre de la niña. El doctor Steven Haynes también hizo la autopsia y encontró mordeduras en el cuerpo. Volvió a llamar al doctor West, odontólogo forense, para que las analizara. Este confirmó que eran mordeduras humanas y que Brewer era su autor. Al acusado se le condenó a muerte en 1995.

En 2001, The Innocence Project se involucró en el caso de Brewer. Hizo pruebas de ADN y demostró que el semen hallado en la niña no era de Brewer. Este hecho lo excluyó como culpable. Se anuló su condena. Sin embargo, permaneció entre rejas seis años más mientras esperaba someterse a un nuevo juicio. Se consiguieron nuevas pruebas forenses que encajaban con el perfil de Justin Albert Johnson, del que la policía había sospechado al comienzo de la investigación que inculpó a Brooks.

Durante el interrogatorio de la policía, Johnson confesó ser el asesino de las dos niñas, aunque negó haberlas mordido. Tras su confesión el 15 de febrero de 2008, se liberó a Brewer. El 13 de marzo de ese mismo año, Levon Brooks también recuperó su libertad.

Johnson está ahora en la cárcel de Macon, en el condado de Noxubee, Mississippi, cumpliendo cadena perpetua. Dijo que oía voces que le ordenaban matar a las niñas después de esnifar crack, al que era adicto.

The Innocence Project también investigó la praxis profesional del doctor Haynes. Comprobó que el forense hacía entre 1200 y 1800 autopsias al año en el estado de Mississippi, seis veces más de la media. Le condenaron a pagar una multa de un millón de dólares al año. El estado dejó de contar con él como forense. Seis de los informes periciales y declaraciones como testigo de West eran erróneos.

Levon Brooks pasó más de dieciocho años en la cárcel de Parchman por un crimen que no había cometido.

—No voy a permitir que la cárcel cambie al hombre que soy.

Al salir de prisión, Brooks se casó con Dinah, su novia, y abrió un pequeño restaurante detrás de casa. Durante los fines de semana invitaba a los vecinos a ver el fútbol en la tele del garito. Por la noche, la gente bailaba en un ambiente alegre y relajado.

Murió de cáncer en enero de 2018. Tenía cincuenta y ocho años.

La cumbre de la fama de una huella de mordedura en el cuerpo de la víctima como prueba forense coincidió con el caso Ted Bundy.

Bundy era un psicópata seductor que atraía y engañaba a las mujeres con su belleza física y su labia. Parecía un príncipe azul. Una noche se coló en la hermandad Chi Omega de la Universidad de Florida, donde violó, pegó y estranguló a dos chicas de veintiún años: Lisa Levy y Margaret Bowman. La policía no encontró ninguna huella. Eso sí: estaba su semen dentro del cuerpo de ambas chicas, pero a Jeffreys le faltaban siete años para descubrir la prueba de ADN.

Las únicas evidencias con las que contaba el inspector de la investigación eran dos mordiscos del agresor en el cadáver de Lisa Levy. Hubo suerte porque la noche del 14 de febrero de 1974 un agente de policía detuvo a Bundy cuando se dio cuenta de que conducía de manera extraña. Un odontólogo hizo un molde dental de Bundy gracias a una orden judicial. Las marcas de las fotos a escala 1:1 de los dos mordiscos de Lisa Levy coincidían con el molde dental del detenido.

Souviron, odontólogo forense, testificó durante el juicio del asesinato de Lisa a favor de la fiscalía y concluyó que los dientes de Bundy habían mordido a la víctima. Levine y Sperber, dos odontólogos más, lo confirmaron. El caso Bundy tuvo un inmenso impacto en la utilización procesal de la huella de una mordedura como evidencia forense.

 El 24 de enero de 1989, a Ted Bundy lo ejecutaron en la silla eléctrica. La noche antes de morir comió su última cena: filete poco hecho, huevos fritos, patatas fritas, tostadas con mantequilla y mermelada de fresa, zumo de naranja y un vaso de leche.

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El fascinante secreto de Atapuerca.

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